Ensayo sobre (mi camino hacia) la ceguera

Dicen que la muerte llega como lo haría un ladrón a media noche. Pues vándalos menores siguen el mismo modus operandi. La afectación que se robó mi visión, o al menos gran parte de ella, lo hizo mientras yo dormía. Me fui a acostar viendo el mundo de una manera; me desperté viéndolo de otra.

Esto sucedió hace aproximadamente cuatro meses, aunque me parezca que fue hace una eternidad. Han pasado muchas cosas desde entonces. No me refiero a todas las pruebas y procedimientos: vial tras vial de sangre; el mapeo de las arterias principales de mi cuello; las imágenes de minúsculos vasos sanguíneos en mi cerebro; la primera inyección de un tratamiento experimental (o, quizá, un placebo) en mi ojo derecho, el dominante, donde ocurrió el daño; la segunda inyección; y, luego, a mediados de febrero, la tercera.

Ensayo sobre (mi camino hacia) la cegueraMe refiero a lo demás. Me fui a acostar creyendo que estaba más o menos en control, que los asuntos inconclusos, sueños no cumplidos y decepciones en mi vida eran básicamente fallas de ejecución e imaginación y que quizá pudieran salvarse con un esfuerzo lo suficientemente feroz. Cuando me desperté me di cuenta de lo ridículo que era.

Así que fracasé en dos frentes. Traté de acostumbrarme, desorientado día tras día, de leer y teclear con una espesa y torda neblina a lo largo de la mitad derecha de mi campo de visión, que a veces se ladeaba o descentraba. Me sentía borracho sin estarlo; mareado, pero no exactamente mareado.

También batallé para no sentir enojo ni miedo, una lucha que resulta familiar para cualquiera con una enfermedad o discapacidad importante. El miedo no surgía tanto de lo que ya había perdido, sino de lo que aún podría perder. Dentro de los siguientes cinco años, hay una posibilidad de aproximadamente 20 por ciento de que lo que le sucedió a mi ojo derecho ocurra también en el izquierdo. Podría quedarme ciego.

En ese sentido, las probabilidades aún están de mi lado. Pero lo que está en juego es enorme. ¿Cómo se supone que debo procesar esto? ¿En qué parte del espectro que va del optimismo a la resignación —o de la esperanza al terror— debo colocarme?

Esa primera mañana pasaron varias horas antes de que aceptara que tenía algo grave. Imaginé que solo estaba más atontado de lo normal. Quizá necesitaba más café.

Cuando me senté frente a la computadora para transcribir una larga entrevista que acababa de hacer, me quité repetidamente los anteojos para limpiarlos, convencido de que lo borroso de mi visión se debía a rayones en los lentes. Cuando finalmente descarté esa explicación, me eché agua a los ojos como para limpiarlos… sin ningún éxito. Era como si alguien hubiera depositado un amasijo de gelatina de petróleo en mi ojo derecho y nada pudiera quitarlo.

La mañana siguiente fui a consulta con mi oftalmólogo, quien por muchos años había atendido con cuidado mi muy ordinario astigmatismo y ajustado con precisión mis prescripciones de anteojos para poder tener una visión de 20-20 en cada ojo. Dijo que, en este caso, necesitaba un neuoroftalmólogo (yo ni siquiera sabía que esa especialidad existía). Encontré una: Golnaz Moazami, quien podía darme una cita unos cuantos días después, y luego de tres tediosas horas de ver tablas y patrones con colores, y de dirigir mi vista por medio de sofisticadas máquinas, me dijo lo siguiente, como si me lanzara una bomba encima:

Lo más seguro era que hubiera pasado por lo que coloquialmente se conoce como “infarto ocular”, en el que el nervio óptico es devastado por una breve reducción del flujo sanguíneo y, por lo tanto, de oxígeno. El nombre de este padecimiento es neuropatía óptica isquémica anterior no arterítica (o NOIA-NA) y afecta a quizá uno de cada 10.000 estadounidenses. Sin embargo, debía someterme a muchos exámenes y pruebas de sangre para descartar otras posibilidades.

Esto tiende a ocurrir después de los 50 años (tengo 53). Típicamente sucede durante el sueño, cuando la presión arterial disminuye. En ocasiones se asocia con la apnea del sueño, la diabetes, la hipertensión y el uso de pastillas para la disfunción eréctil; ninguno de los cuales se aplica a mí. Soy un misterio.

Iba a sorprenderme, dijo la doctora Moazami, del ajuste que mi cerebro finalmente haría. Sacaría a mi ojo derecho de la ecuación de manera que el izquierdo pudiera guiarme por sí mismo, dándome una visión por completo funcional.

Había la posibilidad de que recuperara algo de mi vista. Pero la posibilidad de que no fuera así era mayor. Y no había nada que pudiera hacer —ninguna dieta, ni ejercicio, nada de nada— que fuera a influir en el desenlace. Aun peor, el “infarto” revelaba vulnerabilidades anatómicas que significaban que quizá mi ojo izquierdo también está en peligro y no había ninguna guía sobre cómo protegerlo.

Ciertamente, debía tomar mucha agua, en especial antes de dormir, puesto que la deshidratación provoca o agrava las caídas de la presión arterial. Quizá debería tomar una aspirina infantil a diario, para promover el flujo sanguíneo. Tal vez debería evitar las grandes altitudes, en las que el oxígeno escasea. Sobre todo debería rezar.

No soy bueno para la religión, aunque sí para armar todo un drama. Llamé a Tom, mi pareja durante más de nueve años: “¿Todavía me amarías si tuviera un bastón y constantemente me estrellara contra los objetos?”. Llamé a tres de mis mejores amigos: “Ya soy gordo y viejo y ahora también cíclope. ¿A quién le vendo los derechos para la adaptación fílmica?”. Con mi hermana: “Me tienes que dar a tu perro, pero primero hay que entrenarlo como acompañante para ciegos”.

La doctora Moazami confirmó que tenía NOIA-NA una semana después de la primera visita. En algunos casos el impacto es sutil; pierden únicamente la visión periférica. Pero la visión central de mi ojo derecho estaba en riesgo de manera muy poco sutil. Cuando uso solo ese ojo veo un contorno nublado de algunos objetos; mientras más cercano, más gruesas son las nubes. Sé que ahí hay un párrafo; soy incapaz de distinguir una sola palabra.

“Es malo, ¿cierto?”, le pregunté a la doctora Moazami.

“Lo es”, me respondió, y luego añadió, tras una pausa incómoda: “Lo siento. No tengo nada que ofrecerte”. Aunque, sí, había algo: un estudio clínico de un tratamiento experimental y ella podía decirme cómo ingresar, en caso de que yo quisiera tomar ese camino. Sí quería. Pronto añadí una nueva dimensión, que se lleva mucho tiempo, a mi vida ya de por sí ocupada. Me convertí en conejillo de indias oftalmológico.

Durante el primer mes después de recibir el diagnóstico, me atrapaba tallándome inconscientemente los ojos, como lo hace todo el mundo, y me recorría una sensación de terror. ¿Lo había hecho con demasiada rudeza? ¿Estaría aún bien mi nervio congestionado? En una ocasión, cuando corría por el parque, una ráfaga de viento llevó una basurita a mi ojo izquierdo, y entré en pánico: no podía permitirme ningún daño en él. Ya no tenía otro extra.

Las noches eran peores. Si el ojo izquierdo iba a dejarme, quizá lo haría entonces. Tomaba dos, tres, hasta cuatro vasos de agua justo antes de reposar la cabeza sobre la almohada. Con superstición, también me tomaba la aspirina infantil en ese momento. Si por alguna razón me olvidaba de hacer alguna de las dos cosas, brincaba fuera de la cama, sin importar qué tan cerca estuviera de quedarme dormido, para remediar que no lo había hecho antes.

Luego, a media noche, cuando mi vejiga no podía más, dudaba antes de abrir los ojos. ¿Y si me había dado otro “infarto”? Era igual cada mañana: una puñalada de suspenso, luego un suspiro con la fuerza de un vendaval. Aún podía ver.

Y todavía veo. Lo extraño de mi situación —el acertijo emocional— es la distancia entre lo manejable de mis circunstancias actuales y lo que podría suceder mañana. Por el momento, mi discapacidad es menor. Leo un poco más lento que antes y con frecuencia tengo una sensación de compresión y adormecimiento detrás de los ojos. Mis errores al teclear se han multiplicado. Los mensajes de texto que mando son un chiste.

Sin embargo, el cuidado y la determinación adicionales compensan la mayor parte de eso, y he aprendido que la mejor respuesta a la debilidad es la fortaleza: demuéstrate a ti mismo que aún puedes tener logros. Debía entregar una columna tres días después de cuando desperté con mi nueva visión borrosa. La entregué a tiempo y he continuado con mi ritmo normal desde entonces.

Solo cancelé una de cuatro conferencias programadas para los siguientes meses. Devoré más libros, no menos, en parte basado en la teoría de que debía aprovechar mi vista mientras siguiera teniéndola, pero también para entrenarme y tranquilizarme.
Terminé haciendo un inventario de los obstáculos y dolores con los que se enfrenta gente que conozco. Hay hijos con autismo. Padres con enfermedad de Alzheimer. Crisis financieras. Desastres profesionales. Adicciones. Abuso.

Y esos eran los asuntos que podía notar a simple vista. ¿Qué más acecha por debajo de la superficie? Muéstrenme a alguien con un aparente paso firme y un camino libre de contratiempos. Lo más seguro es que esté obstaculizado y atormentado de maneras que no imaginan.

A pesar del trastorno ocular, vivo bien: tengo seguridad económica; acceso a buenos servicios de salud; una relación duradera con un hombre cuyo rostro me deleitará por todo el tiempo que pueda mirarlo y cuya voz, que también adoro, lo hará después. Lo que estoy viviendo es lo que todos soportamos conforme los años se acumulan y el desgaste comienza a aparecer. Es el gran y vívido mandato del envejecimiento. Estoy yendo más allá de mis límites. El truco es descubrir cuándo enfocarme en ellos y cuando no verlos.

Incrementé mi seguro por incapacidad. Borré visitar Machu Picchu, con su gran altitud, de mi lista de cosas por hacer. Encontré todas las horas necesarias para ir a todas las citas oftalmológicas. La tercera inyección fue mi última, y no hay señales significativas de que el tratamiento esté rescatando mi nervio devastado, como se suponía. Pero es muy temprano para sacar conclusiones. Estaré bajo observación durante otros ocho meses.

Trataré de sacar la NOIA-NA de mi mente, excepto por el agua y la aspirina. Joseph Lovett, de 72 años, un cineasta cuyo documental de 2010, Going Blind, presenta la crónica del lento empeoramiento de su visión debido al glaucoma, me dijo que su mejor consejo es: “No puedes pasarte la vida preparándote para pérdidas futuras”. Eso no honra las bendiciones del aquí y el ahora. Además, todos vivimos en un estado de incertidumbre. El mío solo tiene adheridas unas iniciales sonoras y una jerga médica elegante.

Ya no soy apto para subir a grandes alturas, pero hace unas semanas corrí hasta una modesta cumbre. No buscaba la vista, pero ahí estaba; el río Hudson, gris, ondeante y magnífico. Podía ver río arriba. Podía ver río abajo. Afortunado, feliz: podía ver a kilómetros de distancia.

Frank Bruni es columnista de opinión de The New York Times desde 2011. Es autor, entre otros libros, de Where You Go Is Not Who You’ll Be.

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