Enseñanza o pedagogismo

Reconocía hace unos días un pedagogo "en redes sociales" algo que le honra y que muy pocos pedagogos han sido capaces de aceptar: que "no se puede enseñar a dar clase". Debo decirles que me reconforta leer tal confesión, ya que reconocer los errores es sin duda el primer paso para rectificar y si algo debería hacer la pedagogía es admitir sus numerosas (y contumaces) equivocaciones (¿para cuándo una Ley de Memoria Pedagogista?). Ya sé, ya, que los profesores también nos equivocamos. Es verdad. Mucho. A diario. Pero es que, así como de la palabra del maestro, hoy, se duda por sistema, a la pedagogía se la ha elevado siempre a los altares y de sus consignas se ha hecho dogma de fe. Por eso urge responsabilizar a cada cual de lo suyo y separar de una vez el grano de la paja porque si algo sobra ahora mismo en la enseñanza es confusión.

No se puede, en efecto, "enseñar a enseñar" (como no se puede "aprender a aprender" sino que se puede enseñar, si se sabe, y se puede aprender, si se quiere), aunque sí se puede aportar y enriquecer la práctica docente. Es ahí donde todos debemos estar dispuestos a la crítica y a la autocrítica; a la reflexión, la actualización, la formación y la innovación (una innovación real y no impostada que no busque lo nuevo por nuevo sino por bueno), siempre teniendo en cuenta que si hemos de fiarnos de alguien a la hora de impartir clase, tendremos que fiarnos del profesor experimentado en el aula.

Enseñanza o pedagogismoDe ninguna manera pretendo afirmar con esto que solamente del profesor experimentado podamos recoger ideas aprovechables. Todos conocemos docentes incapaces y maestros incompetentes cuya mala praxis debe ser denunciada y sancionada mediante los cauces oportunos. Encuentro, sin embargo, más que justificada la desconfianza de muchos profesores hacia lo que llamamos pedagogía, que ha desembocado, al menos en mi caso, en un rechazo frontal al pedagogismo, en tanto que deformación homeopática, emotivista y antiintelectualista de lo que no debió dejar de ser la didáctica, instrumento indispensable en la enseñanza (tan indispensable como el instrumento musical que no puede tocar por sí mismo) como vía de transmisión de los conocimientos.

De este pedagogismo, quizás no mayoritario pero sí hegemónico, se nutren y se engordan los expertos educativos del siglo XXI, que son tan antiguos como los tradicionales charlatanes y que mercadean con descaro con su bálsamo de Fierabrás, obteniendo beneficios de diversa índole y dominando de esta forma el mundo educativo, convertido ya en puro espectáculo y puede que el conocimiento, dentro de nada, en objeto de lujo (cuando me preguntan qué se debe enseñar en casa, contesto que, en un sentido académico, no debería tener que enseñarse nada, pero que si la escuela continúa en esta deriva, en algunas casas se enseñará de todo -ya se hace- y en otras muchas se querrá enseñar, pero no se podrá enseñar nada).

En mi opinión, uno de los grandes desatinos de la pedagogía es el planteamiento según el cual importa el cómo, pero no el qué, cuando es el qué el que determina el cómo. Me explico: antes de buscar la estrategia didáctica más adecuada, hemos de tener claro qué queremos enseñar, pues no hay método que sirva para todo ni para todos. Así, la didáctica debería ser en todo momento auxiliar y no sustituta del saber, sin excederse nunca en su misión de servir al conocimiento, como servimos los profesores, que no somos más que correa de transmisión de aquel ("hacer de la pedagogía una especialidad", decía Unamuno, "es perderse en la técnica pura, en la técnica huera y vana").

Pero hay otro planteamiento que me parece igual de dañino y que proviene, en realidad, de una total falta de confianza en el propio conocimiento. Se trata de la idea de que los profesores debemos "hacer interesante el conocimiento", no porque crea que a mis alumnos les tiene que interesar lo mismo que a mí sino porque precisamente nuestra responsabilidad es aproximarlos a lo que a priori no les interesa ("empujar una puerta abierta", decía el maestro uruguayo Álvaro Pierri, una expresión muy acertada y llena de humildad, pues el que enseña transmite algo que no le pertenece y sencillamente explica cómo empujar una puerta que ya se encuentra abierta y a disposición de quien la quiera cruzar).

¿"Hacer interesante" lo que ya es interesante? ¿No deberíamos, más bien, ponerlo a disposición de nuestros alumnos, hacérselo inteligible? Pensar en aportar interés a aquello que ya tiene interés es, en realidad, desconfiar de que efectivamente lo tiene. Tenemos, pienso, que convencer a nuestros alumnos de lo interesante (mejor, de lo apasionante) que es aquello que les enseñamos. Para eso es imprescindible que lo dominemos, que lo amemos y que estemos firmemente comprometidos en nuestra labor de contagiar entusiasmo por la materia que impartimos y, en general, por el saber y la cultura; por el emocionante viaje que es aprender.

Consecuencia del mensaje pedagogista es la insistencia en demonizar el sistema de acceso a la función pública mediante oposición, sistema este (siempre) mejorable, pero más que válido como procedimiento. Nadie, por otra parte, ha sido capaz de proponer una alternativa seria y más justa que la oposición, salvo ocurrencias vaporosas que llaman sin disimulo al amiguismo. Se llega a sugerir incluso que estos exámenes sean sustituidos por entrevistas personales y la valoración de conceptos tan subjetivos como la vocación o la motivación. Imaginen al presidente de un tribunal hablando con un opositor: "Tiene usted un 1 en el examen, pero no se preocupe porque ha obtenido un 7,5 en vocación, un 8 en motivación y un 8,5 en la entrevista personal(salúdeme-a-su-cuñado-que-hace-tiempo-que-no-nos-vemos). Bienvenido, pues, a la función pública".

Y así volvemos al comienzo: si no se puede enseñar a enseñar, si no es posible adivinar quién enseñará bien (no es siquiera posible ponerse de acuerdo en qué significa enseñar bien), intentemos seleccionar a quien más conocimientos demuestre en un examen. Partamos de la premisa de que uno es didáctico cuando sabe hacer comprensibles al alumno los conocimientos que tiene que adquirir, luego para poder serlo es imprescindible que disponga de ellos. Cuanto más en profundidad lo haga, más garantías habrá de que sabrá hacérselos llegar a sus alumnos. Por supuesto que no es suficiente, pero es el fundamento de todo.

Desde ese hondo conocimiento, cuanta más pasión sienta por aquello que enseña, más posibilidades habrá de que sus alumnos lo consideren fiable y no un impostor. Cuanto mayor sea su compromiso, más indagará, cavilará y estudiará hasta dar con el método adecuado en cada momento, con la herramienta propicia para cada alumno, con la fórmula (no mágica; nunca es mágica) más eficaz para lograr el éxito en su trabajo, que no consiste en obtener buenos resultados (pues esto se puede lograr de muchas formas y no siempre honestas) sino en irse a dormir con la tranquilidad de conciencia de haber hecho todo lo posible por contribuir a la formación de sus estudiantes y por sembrar en ellos lo que únicamente a través del conocimiento (y de todo lo que uno hace para ser merecedor del mismo) se puede sembrar: curiosidad, sensibilidad, inquietud y, quizás en el futuro, esa necesidad de calmar aquello de lo que hablaba Carmen Laforet en Nada: la sed de belleza.

Alberto Royo es músico y profesor de instituto. Es autor de los ensayos Contra la nueva educación (2016), La sociedad gaseosa (2017), Cuaderno de un profesor ( 2019) y Breviario antipedagogista (2022), todos ellos en Plataforma Editorial.

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