Enseñanzas catalanas de un trastorno español

En febrero del desdichado 2017 asistimos en España a un extraordinario experimento social que pasó desapercibido. Me refiero a las reacciones desatadas por el autobús de la organización conservadora de inspiración católica Hazte Oír en el que figuraba la leyenda Los niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Obviamente no pasó desapercibido el autobús. Durante semanas, miles de ciudadanos se mostraron indignados por aquellas dos frases y muchos de ellos reclamaron que se le impidiese transitar. El Ayuntamiento de Carmena intentó retirarlo de circulación y también el de Colau (en las mismas fechas en las que publicitaba en autobuses municipales un referéndum ilegal en favor de la independencia catalana). Sin olvidarnos de Cristina Cifuentes, quien no dudó en activar a la Abogacía General de la Comunidad de Madrid. En fin, todos de acuerdo, incluidos los autoproclamados liberales, en prohibir el mensaje del autobús, el mismo que había circulado sin problemas por otras ciudades europeas.

Yo no me acababa de creer lo que veía: personas que hasta el día anterior suscribían los lemas del autobús y que habían edificado su vida entera sobre el supuesto del dimorfismo sexual estaban dispuestas a quemar en una plaza pública a otros que sostenían esas mismas opiniones, a su yo de 10 minutos antes. De un día para otro renegaron de los guiones con los que habían ordenado sus tratos con el mundo, de su intelección de la cultura humana y hasta sus siestas ante los documentales sobre la vida animal de La 2. Y todo ello sin que en ningún momento se discutieran las razones de los defensores del autobús.

No terciaré en este artículo sobre el confuso entramado conceptual de un debate que nunca llegó a comparecer. Para quienes quieran abordarlo con afán de verdad les recomiendo El laberinto del género. Sexo, identidad y feminismo, el próximo libro de Pablo de Lora que aparecerá en menos de un mes. Ahora me interesa la dimensión política apuntada, esa que pasó desapercibida: el cambio de las opiniones de un día para otro. Y no en asuntos menores, sino enraizadas en la biología y en la psicología. Sin que mediara reflexión alguna, la presión del grupo bastó para que los ciudadanos cambiaran sus opiniones radicalmente. Tan radicalmente que estaban dispuestos a castigar a los discrepantes.

Hay muchas lecciones -casi todas deprimentes- a extraer de aquel experimento natural. Muchas afectan a la formación de las opiniones políticas. Aquí me interesarán las que atañen a las preferencias políticas nacionalistas, en particular a la tesis de los secesionistas, aceptada sin rechistar por el Gobierno, según la cual estamos obligados a ofrecer una respuesta satisfactoria a los millones de catalanes que quieren la separación. Las preferencias se tomarían como dadas, para decirlo con el ortopédico sintagma de los economistas. Lo único que nos quedaría es acatarlas. El número convertido en principio moral.

El argumento, como tal, resulta menesteroso. Para empezar, colapsa. Y es que, si el número avala la calidad de las reclamaciones, estaríamos mucho más obligados a atender las demandas de quienes están en contra de atender las demandas de los nacionalistas. O incluso de quienes lisa y llanamente están en contra del Estado de las autonomías. Son muchos más.

Si, a pesar de tan obvias dificultades, el argumento circula es por una inquietante razón: se entiende que el nacionalismo es una causa justa y, por lo mismo, oponerse a él está mal. Desmenuzado, el razonamiento se sostiene en dos supuestos: primero, que las preferencias son legítimas y, segundo, que, por eso mismo, no cabe pensar en modificarlas: debemos tomarlas como dadas, cuando no alentarlas. Solo aceptando esas dos premisas habría una prioridad de atender al número invocado por los nacionalistas.

El primer supuesto, la legitimidad del nacionalismo, es la mentira fundamental que sostiene la política española desde la Transición, si no antes. Sin ella no se entiende la generalizada comprensión de los Gobiernos de España ante las diversas violencias (morales, legales y materiales) nacionalistas, comprensión que, por ejemplo, no alcanza a las violencias sexuales. Mientras éstas no tendrían disculpa, por detrás de las locuras y los excesos nacionalistas habría buenas razones morales. De ahí el diagnóstico y la línea de acción: una vez resueltas las causas de fondo, desaparecerían los trastornos, simples síntomas de los males reales. La misma lógica que sostiene los indultos. Por eso se disculpa el presidente del Gobierno ante la aplicación de la ley: no está bien castigar a un niño hambriento cuando llora.

Un despropósito que ignora la naturaleza de la patología. E invierte el orden causal: el nacionalismo no es el epifenómeno de la enfermedad, sino el origen. Lo sabido. Lo sabido y autoproclamado: el nacionalismo, según él mismo reconoce, aspira a destruir la comunidad compartida de convivencia. Al servicio de ese objetivo, recrea problemas a los que se ofrece como solución. Lo demás, la falta de reconocimiento de la fantasmagórica identidad o el expolio económico, son excusas, falsos problemas que ocultan el problema real, el propio nacionalismo. El problema no son los negros sino los racistas: los negros son un problema para los racistas, no para los demás. Encelarse con los falsos problemas impide cualquier solución al problema real. Cuando se habla de que hay que hacer algo nuevo para acabar haciendo lo de siempre, cediendo ante las exigencias nacionalistas, lo único que se asegura es agravar el problema. En realidad, desde que nos inventamos el Estado de las autonomías, no hemos hecho otra cosa.

El otro supuesto, el más repetido en estos tiempos, es el que me interesa ahora: las preferencias son inmutables. O debemos tomarlas como tales, pues son justas. Ese es el supuesto que, con renglones torcidos, desmintió la historia del autobús. Opiniones profundamente arraigadas cambiaron de un día para otro. No fue la primera vez. Ya había sucedido con hábitos profundamente arraigados, incluso anclados en mecanismos biológicos o neuronales, como el tabaquismo o el machismo. Estaban atados a nuestra bioquímica y, sin embargo, no nos resignamos. Con más razón podemos cambiar opiniones que hace apenas 20 años solo interesaban a un 10% de los catalanes. Algo que, dicho sea de paso, los nacionalistas evitan recordar, pues ese dato convive mal con la nación milenaria: si Cataluña es una nación porque así lo creen muchos catalanes, la nación catalana apenas tiene un par de décadas; un asidero indiscutiblemente frágil para el mito de la ancestral opresión nacional.

La tarea importante, la genuina respuesta política, es examinar si las preferencias resultan justas, mostrar su entraña moral. Como se hizo con el sexismo o el racismo, sin importar el número de los sexistas o racistas. Por eso resultan atendibles las demandas de unas minorías (discapacitados, gais) y no de otras (privilegiados, fundamentalistas religiosos): la condición de minoría no es un argumento porque el número no es un argumento. Y no hay más. En resumen: si no se combaten las preferencias secesionistas, si se las toma como dadas, es porque se las considera santas y buenas. Y no lo son.

Cambiar las opiniones forma parte de todo proceso emancipador: de otro modo estaríamos instalados para siempre en el esclavismo. Contraviniendo opiniones muy populares, hemos combatido el racismo, consolidado el matrimonio homosexual y contemplado los derechos de los animales. Los votos no son un principio de fundamentación de las ideas, sino de aceptación de la legitimidad de los gobiernos. No estábamos obligados a ser nazis en el Berlín de los años 30 o nacionalistas en el País Vasco de hoy. Mi defensa del socialismo no espera a ver si gobierna Pedro Sánchez, ni siquiera a la lectura de su obra. Acepto la legitimidad de su Gobierno, mientras no se salte sistemáticamente las leyes, pero no la calidad de sus ideas, tan mudadizas por lo demás.

El orden correcto en la mejor democracia, el que se violentó en aquel aciago 2017, es el inverso: primero se debate, se valoran las opiniones de todos a la luz de los mejores argumentos, y, cuando toca, se revisitan, pues -con Borges- todos deberíamos estar de acuerdo en preferir que los otros tengan razón, porque algo habremos aprendido en la conversación. Solo entonces, después de la deliberación, se vota. Nada más alejado de nuestro mundo: primero se toman las decisiones, en las redes o en el Gobierno, y ya luego aparecerán los artículos dispuestos a servir a esos señores, a discutir el Tribunal Constitucional, el de Cuentas, a defender los indultos y, no se sorprendan, es cuestión de horas, los avales a los malversadores. Los argumentos que nunca se expusieron asomarán en la pluma o la boca de quienes hasta ahora permanecían callados o solo aparecían para apoyar a esos mismos amos, incluso cuando sostenían lo contrario que ahora. Lo vemos cada día, en las tertulias o en las cátedras.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona. Su libro más reciente es Secesionismo y democracia (Página Indómita).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *