Enseñar a leer literatura: el papel de la escuela

“Al otro lado del espejo”: Alicia en el País de las maravillas, Peter Pan, Coraline, Harry Potter, pero también la pintura de El Bosco o Dalí y la película El viaje de Chihiro. Este es uno de los desarrollos posibles de uno de los itinerarios propuestos para la educación literaria de los estudiantes franceses entre los 12 y los 15 años. Las indicaciones prescriptivas son pocas en el país vecino: cuatro bloques temáticos que se repiten en cada uno de los cursos, aunque con concreciones diferenciadas, y un corpus sugerido que combina obras literarias de diferentes épocas, géneros, contextos culturales y otras manifestaciones artísticas.

¿Qué ha venido proponiendo nuestro sistema educativo para los 14 años, edad que marca el punto de inflexión en el abandono de los hábitos lectores? Un repaso exhaustivo a la literatura española medieval y de los Siglos de Oro.

Tercero de ESO es, sin duda, el curso clave. Hasta entonces, niñas y niños constituyen el sector de población con mayor hábito lector en la sociedad española. Entre los 14 y 18 años se produce una caída en picado, de la que solo una pequeña parte se recupera. Las causas son de muy diferente naturaleza, pero cabe preguntarse si la escuela está acertando a ensanchar las posibilidades de disfrute de los textos literarios, o si más bien las está sofocando.

Según el último estudio de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez sobre Jóvenes y Lectura (2022), en el que se entrevista a un total de ochenta y ocho estudiantes acerca del impacto del centro educativo para fortalecer el interés por la lectura, “los participantes han repetido, una y otra vez, manifestaciones sobre su distancia ‘sideral’ respecto a las propuestas curriculares en cuanto a la literatura de ficción.[…] La visión es hipercrítica: se le atribuye [a la escuela] la capacidad de disuadir de la práctica de la lectura”.

El asunto merece, cuando menos, una reflexión. Hace años que tanto la psicología cognitiva como la teoría de la literatura subrayan el papel central del lector en la construcción del sentido del texto. Hace años también que la didáctica de la literatura insiste en que la selección de los textos ha de hacerse atendiendo tanto a las características de los mismos ―su menor o mayor complejidad― como a las de los lectores a que van destinados ―sus habilidades lectoras y su universo de experiencias―, y no en función del orden que dichos textos ocupen en las historias de la literatura. ¿Por qué, entonces, mantener unas inercias que se han revelado tan contraproducentes?

Una primera cuestión que sale al paso es si tiene sentido aún hoy, a estas alturas del siglo XXI, limitar el corpus de textos canónicos a los clásicos de la literatura nacional. Una segunda, si hemos de mantener ambiciones de exhaustividad, pretendiendo escudriñar cada rincón de nuestra biblioteca colectiva. Una tercera, si la educación literaria ha de tender puentes con otras formas de ficción y otras manifestaciones artísticas, a la manera del currículo francés. Y una última, en relación a la importancia que la literatura tiene en la construcción de los imaginarios compartidos, si no es hora de incorporar otras miradas sobre la condición humana ―las de las mujeres, por ejemplo― que den cuenta de la enorme diversidad de maneras de cifrar nuestra experiencia y nuestro lugar en el mundo.

Cabría entonces preguntarse qué valor social se le atribuye hoy a la literatura para decidir con mayor claridad qué expectativas depositamos en el tratamiento que de ella se hace en la escuela. La literatura nos procura una experiencia íntima, vinculada al disfrute, que nos construye y nos enriquece culturalmente, y que en ocasiones tiene un componente de afirmación personal, de autoconcepto. Por tanto, en esa búsqueda de conciliar el valor social de la literatura y la manera en que la entiende la educación formal, ya no se trataría tanto de enseñar literatura como de enseñar a leer literatura, de situar a chicos y chicas en un camino de progreso que abra puertas a lecturas cada vez más complejas y elaboradas.

La defensa de la centralidad de la lectura en el aula no es algo nuevo. Pero quizá sí lo sea el empuje de un mundo hipertecnologizado que ha colonizado los tiempos de ocio de nuestros adolescentes y que, con mayor razón, fuerza a la escuela a responder ofreciendo espacios donde leer sea de facto un hábito democratizado. El consenso social sobre la responsabilidad de la escuela en la trasmisión de un legado literario común, si queremos que aspire a algo más que a un mero recordatorio de nombres y obras, y si pretendemos que supere el riesgo de desafección y renuncia de muchos adolescentes cuando se les deja a su suerte con la lectura trimestral de los clásicos, debe estar anclado en la lectura en el aula y debe estar guiado por el docente. Y debe contar, además, con el apoyo de un currículo que, sin sobrecarga de contenidos, deposite en el profesorado la confianza para garantizar la conquista de esa lectura en profundidad, detenida y placentera. La servidumbre a un currículo excesivo termina expulsando la lectura del aula.

Si de verdad queremos hacer realidad el acercamiento a la Odisea, a Las mil y una noches, al teatro de Shakespeare, al Quijote, a Frankenstein, a Pardo Bazán, a Lorca, a García Márquez, a Wislawa Szymborska ―o a cuantos hitos del patrimonio nacional y universal estimemos que tienen cabida en la planificación de itinerarios lectores―, encomendemos el tratamiento de la educación literaria a la lectura (a veces fragmentaria, pero siempre significativa) de los mismos. Esa travesía que conecta el umbral de intereses del alumnado con una selección cuidadosa del canon literario puede contribuir poderosamente al desarrollo del perfil lector de los adolescentes a la salida de la educación obligatoria.

En este intento de acompasar el tratamiento de la educación literaria a la dimensión social de la lectura, la conversación sobre los textos aparece como una práctica fundamental, pues trae consigo implicaciones cruciales. El coloquio alrededor de la lectura permite a chicas y chicos integrarse en comunidades lectoras cuya interpretación en torno al sentido –y a la dimensión emocional, simbólica, moral y sociohistórica– de las obras leídas se construye de manera colectiva. El trazado que va desde las respuestas más o menos espontáneas del alumnado a una interpretación iluminada por la atención a la forma y a cuantos elementos esclarezcan el sentido de los textos marca el camino que ha de seguir la labor mediadora del docente.

Todas estas reflexiones están en la base de la nueva propuesta curricular emanada de la LOMLOE. En ella se presta atención tanto a la lectura libre y autónoma ―que debe ser cuidadosa y delicadamente orientada por los docentes, y para la que es imprescindible contar con buenas bibliotecas escolares―, como a la lectura guiada en el aula. En relación a esta última, y en lo relativo a la Educación Secundaria Obligatoria (12-16 años) se apuesta por la lectura de obras relevantes del patrimonio nacional y universal así como de la literatura actual, inscritas en itinerarios temáticos o de género que atraviesen épocas, contextos culturales y movimientos artísticos, dejando en manos del profesorado el diseño y la concreción de dichos itinerarios: “Héroes, heroínas, heroísmos”; “Querido diario”; “Lejos de casa”; “El ser humano y la naturaleza”; “Los amores contrariados”; “Poesía de lo cotidiano”; etc. podrían ser algunos ejemplos de los itinerarios desplegados en las aulas.

Cada uno de estos itinerarios ha de girar en torno a la lectura guiada en el aula de una obra ―Jasón y los argonautas, el Diario de Ana Frank, Persépolis, Colmillo blanco, Romeo y Julieta, la poesía de Gloria Fuertes, podrían ser las obras elegidas para los ejemplos apuntados― y completarse con un abanico de textos clásicos y juveniles, literarios y no literarios, así como con otras manifestaciones artísticas ―pintura, cine, fotografía, música― que ayuden a tender puentes tanto con el horizonte de producción de las obras como con su contexto actual de recepción.

Quizá de esta manera el alumnado podría llegar al último curso de la secundaria obligatoria en condiciones de aproximarse a algunas obras clásicas de la literatura española. Un itinerario en torno a La construcción del héroe en la narrativa española: de los cantares de gesta al Quijote o a los Personajes femeninos en el teatro español de los siglos XVII, XVIII y XIX, abiertos también a la lectura en contrapunto de textos literarios de ayer y de hoy, mantendrían la coherencia con el planteamiento de los cursos precedentes, asegurarían un mapa de referencias comunes con respecto a la tradición literaria que nos es más cercana y allanarían el camino a quienes, ya en bachillerato, están convocados a la lectura e interpretación de algunos clásicos de la literatura española e hispánica.

Convendría que pensáramos qué encierra la literatura para haberle reservado un lugar privilegiado en las sucesivas leyes educativas. Nunca estará lo suficientemente reivindicada la democratización del derecho de los adolescentes a poder disfrutar de la cultura literaria.

Deberíamos hacer esfuerzo por asegurar que chicos y chicas ―todos sin excepción― salgan de la educación obligatoria siendo depositarios de una preciosa herencia literaria, con unos hábitos lectores y con unas habilidades de interpretación que les permitan ir ampliando, si así lo desean y ya de por vida, su propia biblioteca personal.

Guadalupe Jover y Rosa Linares son profesoras de Lengua castellana y literatura y han participado en la elaboración de los nuevos currículos de la materia.

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