Al sureste de Sarajevo, en la región de Romanija, comienza un altiplano que recuerda al Medio Oeste norteamericano. Tambaleantes postes eléctricos se suceden junto a una carretera que discurre entre colinas y bosques hasta llegar al valle del río Drina. En un desvío mal indicado hay un camino rural que se adentra en un bosque y llega a un claro. Allí encontraron hace seis años una fosa con restos de una decena larga de bosnios musulmanes asesinados en 1992, al comienzo de la guerra, tras caer la zona en manos de las fuerzas serbias de Radovan Karadzic y Ratko Mladic. Esa fosa era una más de tantas que siguen apareciendo en Bosnia. Años de cavilaciones internacionales, no ya sobre las complejas opciones de paz sino sobre algo tan inmediato como qué respuesta ante hechos reminiscentes de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial, alentaron la impunidad. Con las cámaras mirando al Sarajevo sitiado, se llevó a cabo la limpieza étnica de casi toda Bosnia oriental, acompañada de sistemáticas violaciones, ejecuciones y matanzas, lo que culminó en el genocidio de Srebrenica tres años más tarde ante los ojos de la ONU (poco después del de Ruanda). Hoy, chauvinistas a este y oeste ponen en cuestión los hechos y a veces también Auschwitz. Vuelve el revisionismo histórico y está de moda la llamada posverdad -la subversión sin rubor de hechos establecidos para lograr la hegemonía política y destruir la democracia deliberativa- que utilizan el Kremlin, la actual Casa Blanca y sus acólitos. Pero a mí, en ese bosque en Romanija, los restos humanos que emergían de la tierra me parecían bastante reales, como ciertos son los datos demográficos de antes y después de la guerra.
No obstante, a pesar de la información sobre matanzas y violaciones o imágenes de campos de concentración, algunos elementos de la izquierda apoyaron al sistema responsable de la mayor parte de esas fosas. Pensaban, ilusos, que Milosevic era un comunista que no se doblegaba ante Occidente, en vez de un oportunista que alimentó el nacionalismo radical para acaparar el poder y eliminar la oposición. Un cínico cuyo aparato de seguridad diseñó la estrategia para armar los serbios del Drina y otras regiones de Bosnia y Croacia, dando apoyo logístico a Mladic y la horda de mercenarios y paramilitares vinculados con el crimen organizado que descendieron sobre Bosnia. Un papel parecido al de Rusia en Ucrania hoy, además de operaciones directas de su ejército regular -amén de los voluntarios y tontos útiles de siempre que piensan que luchan contra el fascismo y no con el fascismo. También otros creían ciegamente en su día que luchaban contra los "fundamentalistas islámicos" de Sarajevo-. Veinte años después, el confuso pero implacable argumentario ideológico y el perfil de gran parte de esa izquierda verdadera que apoya a Bashar Asad en Siria, es casi idéntico a los que apoyaron a Milosevic hasta su entrega a La Haya y después también. Asimismo, por alguna razón que se escapa a la razón lógica, siguen viendo en Putin y su imperialismo un baluarte contra el "imperialismo occidental", a pesar de su xenofobia y represión, Crimea o el MH17. Se tragan a grandes cucharadas esa propaganda con la misma voracidad con la que no pocos crédulos occidentales negaron en su día el gulag. Así, van de la mano de casi todos los grupos fascistas en Europa que ven en la Rusia de Putin un modelo a seguir, parte del nuevo mundo de Le Pen, Wilders y otros demagogos.
El mundo cambia. Los dogmáticos ideologizados, no tanto. El silencio sobre Alepo y las atrocidades y bombardeos indiscriminados contra la población civil en Siria han sido ensordecedores. Cuando éramos veinteañeros, salimos a las calles contra la guerra de Irak de la administración de George W. Bush. Años después, en nuestras calles y foros ha reinado el silencio, salvo alguna voz de la sociedad civil (no tanto en España). Muchos de los que salieron legítimamente a protestar contra los excesos de un presidente de derechas de EEUU no hacen lo propio contra un presidente también de derechas, del otro imperio en Europa, o su aliado sirio. Es otra muestra de nuestra crisis de valores y cierta deshumanización ante el sufrimiento ajeno, más allá de la consternación pasajera como un tuit ante imágenes a menudo sin impacto duradero. Si antes nos indignábamos ante Sarajevo, hoy nos indignamos algo o mucho un rato pero nos acostumbramos rápido a la guerra de atrición en Alepo y hechos similares.
En estos casos, los políticos e intelectuales tienen la responsabilidad de ejercer liderazgo moral en una sociedad. Mayormente, no lo han hecho. Peor, ese segmento político e ideológico teóricamente anti-autoritario ha virado entre la ambigüedad y la negativa a apoyar en el Parlamento europeo o asambleas nacionales resoluciones críticas con Asad (o Putin). Algunos incluso han rendido visitas de pleitesía y amistad a tales déspotas. Los argumentos son los de siempre y reflejan una notable mezcla de simpleza, adoctrinamiento, contradicciones, incredulidad extrema ante hechos acreditados junto con la credulidad más extrema ante teorías de conspiración, estilo Trump.
Un argumento recurrente es el y tú más: como también hay violaciones de derechos humanos en países como Arabia Saudí, no condenamos las de Siria, Venezuela o Rusia. El hecho es cierto, la conclusión absurda: uno puede y debe procurar condenar todo abuso -incluidos los de países occidentales en la guerra contra el terrorismo- para erradicar la impunidad internacional, lo que no es incompatible con establecer prioridades en crisis como ésta. ¿Se imaginan que nuestras autoridades se quedaran quietas ante ejecuciones sumarias en una calle o región por unos individuos, alegando que lo mismo sucede en otra cercana, por otros? Pues, en síntesis, ese mundo sin ley es lo que postulan estas fuerzas, con la tranquilidad de que ellos no sufren las consecuencias. Otro argumento es el maniqueo todo es culpa de Occidente, que confunde Irak 2003 con Siria 2011-2017. Este argumento, repetido hasta la extenuación, está basado en una cuestionable pero cómoda superioridad moral que les exime de la complejidad de abordar las causas de los conflictos y asumir la responsabilidad de definir posiciones que se salgan de la línea marcada. De fondo, uno intuye cierto reflejo pseudo-colonialista: otros pueblos no tienen su propia opinión de cómo quieren ser gobernados y, pobres, son manejados siempre por la CIA, Soros y demás agentes del Mal. Así, contribuyen indirectamente a debilitar cualquier plataforma democrática y moderada en estos países, alentando que los radicales ocupen el espacio público, como ha ocurrido en Siria (qué lejos quedan las protestas pacíficas de 2011) y ocurrió en Balcanes.
Al sureste, Siria y el bloqueo de Naciones Unidas confirman que la falta de una decisiva intervención multilateral en fases clave puede animar a una escalada de violencia y la injerencia desmedida de actores regionales y más subguerras, llevando a peores escenarios que los iniciales. Para nuestras sociedades democráticas, fraguadas con muchos sacrificios y guerras, algunos de los dramas en Siria muestran también la necesidad de repensar un uso limitado de fuerza militar, más allá del énfasis en la lucha contra el terrorismo, para procurar evitar masacres y atrocidades por actores estatales y actores no estatales. En tiempos de contrarrevolución política y cultural, miedo y autócratas en el poder mundial, y sobre todo tras Afganistán, Irak o Libia, la idea de los 90 de la responsabilidad de proteger individuos y poblaciones es aún más problemática. Pero si los europeos aún valoran la seguridad humana, no pueden abandonar estos principios. Hay fuerzas políticas en la izquierda, como el Partido Verde alemán y otros partidos escandinavos, que lo entienden.
La débil socialdemocracia tiene la oportunidad de definir una posición propia desde la izquierda, normativa y realista, para que ante crisis como Siria o próximas Bosnias no seamos esclavos de la geopolítica militar de unos ni de las utopías inhumanas de otros. Una posición que marque líneas rojas básicas, como que el uso de armas químicas no puede quedar sin respuesta (la horma del zapato de Obama tras el ataque de Ghouta en 2013, atribuido a Damasco) y el recurso a tribunales internacionales por crímenes de guerra. La respuesta militar ante la línea roja final -otro bombardeo de un mercado en Sarajevo en agosto de 1995- contribuyó a terminar (tarde) la guerra en Bosnia en pocos días y acelerar las negociaciones. Siria es quizá ya inmanejable, pero en el 2000 bastaron 150 paracaidistas británicos en Sierra Leona para acabar con los teóricamente invencibles West Side Boys, una milicia notoria por sus atrocidades, y acelerar la paz.
Es un mundo cruel. Quizá muchas veces no podamos evitar estos hechos y crear falsas expectativas es contraproducente. Intentar terminar la guerra no resuelve el problema de la paz, como muestran los acuerdos de Dayton en 1995. Pero no renunciemos a hacer todo lo posible y más para no dejar morir a la gente, sin esperanza, como en esas colinas de Bosnia.
Francisco de Borja Lasheras es director del European Council On Foreign Relations Madrid y autor de Bosnia en el limbo: testimonios desde el río Drina (Ed. UOC, próx.).