Entender a China

China ha representado un país misterioso para los españoles desde tiempos inmemoriales. Su lejanía, su brumosa Historia y su milenaria cultura han conformado un arcano de compleja comprensión por nuestra parte. Ahora bien, no esforzarse por entender a la China actual sería una negligencia de difícil perdón. Es imprescindible asimilar la enorme transformación que vive aquel país para formarse una idea cabal de lo que ocurre en el resto del planeta. Ellos tienen su propia ruta, y nunca mejor dicho.

Mientras Trump pretende gobernar el mundo con su «America First» sin gastarse los recursos necesarios, en China emerge la innovación tecnológica más intensiva del momento. Después de ser durante años los maestros de la imitación y la copia, ahora llevan la delantera en creatividad e investigación.

Insisto, no es posible interpretar correctamente ciertos cambios que operan en el concierto internacional si no se mira sin prejuicios al poderoso gigante asiático. Ahí reside la clave de buena parte de cuanto acontece y, no menos importante, del futuro que ya nos alcanza.

Hay muchas Chinas en China. Un país con más de 1.400 millones de habitantes y la extensión de un continente no puede simplificarse en los cuatro lugares comunes que de modo recurrente manejamos desde esta orilla. Existe una China deslumbrante en Shanghái. Pocas ciudades me han impactado tanto como esta megaurbe de más de veintidós millones de ciudadanos. Su mayor rascacielos, sobresaliente en medio de una jungla de cientos de edificios imponentes, alcanza los 632 metros de altura. Sirva la Shanghái Tower como metáfora de la grandiosidad del país.

Shanghái gestiona el primer puerto de mercancías del mundo. Ya es un récord que da vértigo, pero para atribuirle sus verdaderas dimensiones es preciso saber que siete de las diez mayores instalaciones portuarias del planeta están en China, en el Pacífico.

El potencial es parecido en el ámbito financiero. En el top diez de las instituciones bancarias más grandes del concierto internacional, figuran cinco chinas. El país ha pasado ya a representar el 16 por ciento del PIB mundial y, en cuestión de años, puede igualar la riqueza de los Estados Unidos. El gigante asiático está poniendo todos los medios para ser la primera potencia. Para ello, trata de ganar la batalla en dos frentes: tecnología y comercio. Los dirigentes chinos han comprendido que no pueden liderar el mundo sin ser la referencia naval. De ahí su interés en los puertos, que puede no ser solo comercial.

Habitan muchas Chinas en China, y no todas proyectan el rostro del éxito. El país convive con sus contradicciones, sus luces y sus sombras. A la puerta de la estación de alta velocidad de Pekín, un mozo se ofrece a llevar tus maletas. Se convierte en tu guía en medio de la maraña de gente pululante. Lo agradezco. Lo sorprendente es que tiene ya asignada su tarifa, setenta yuanes, unos diez euros, y los cobra con su móvil, a través de la aplicación WeChat. Casi la totalidad de las operaciones comerciales -en general cualquier transacción- se abonan así. Los billetes y las monedas parecen abocados a desaparecer y las tarjetas tampoco se usan apenas. Hasta en los pequeños mercados populares o en las tiendas más modestas se emplea este seguro y moderno sistema de pago, desarrollado por ingenieros locales. Huawei es uno de sus emblemas, pero no el único.

El teléfono móvil constituye ya un apéndice del cuerpo de los chinos. Observar a la mayoría de la gente enganchada al smartphone para absolutamente todo -pagar, orientarse, divertirse, diagnosticarse, hablar…- nos asoma a algunas simas de la imaginación un tanto tenebrosas.

Caben muchas Chinas en China. También está la de los nuevos ricos que desembolsan fortunas por vino francés picado. Su forma de agasajar al invitado es gastarse 30.000 euros en una botella con etiqueta gala, que en muchas ocasiones no hay quien se la beba. España arrastra aquí una asignatura pendiente, dentro de la enorme falla que supone ser el país europeo con menos sensibilidad e interés hacia ese coloso con tantas oportunidades para nosotros.

El presidente del mayor grupo mediático chino, Shen Haixiong, que controla todo el conglomerado audiovisual del territorio, recuerda que sus vecinos de la infancia vinieron a España hace años a vender zapatos baratos. Hoy se dedican a vender calzado español caro en China. La situación muta por completo: los chinos siguen siendo grandes fabricantes, muy competitivos, pero la transformación reside en que se han convertido en un mercado de primer nivel. Ya compran, mucho y a precio elevado. A pesar de ello, la balanza comercial en España les sigue siendo favorable.

No ocurre lo mismo con Italia, Alemania ni Francia. Aún menos con mercados como Chile, cuyo presidente, Sebastián Piñera, me reconoce que su economía cuenta con una pujanza notable gracias a que China se ha apuntalado como su primer cliente.

El propio embajador de España, Rafael Dezcallar, nos hizo ver en una agradable cena pequinesa que aquí todavía no nos hemos percatado de la extraordinaria y trascendente transformación global que se está operando merced, ya no al despertar de China -tópico antiguo y superado-, sino a la brillante y terca pujanza de un país que ha sabido combinar como pocos, de manera muy inteligente, sus ancestrales virtudes para ocultar sus numerosos defectos.

Ahora bien, nos equivocaremos si ponemos ojos de Tío Gilito y creemos que detrás de cada conversación, iniciativa o empresario chino que conocemos se encuentra una mina de oro. Los lugareños son, por encima de todo, comerciantes. La vieja tradición de la Ruta de la Seda, ahora impulsada por Xi Jinping, así lo demuestra. Ellos quieren liderar el mundo ganando las guerras comerciales. Tratan de desplazar la centralidad del globo hacia el Pacífico, y lo están logrando. Es un pueblo disciplinado, con una inteligencia colectiva poco frecuente. La meritocracia hace que solo los mejores asciendan en la tortuosa y difícil pirámide de la jerarquía del partido único. ¿Se podría gobernar de otra manera? ¿Podría convertirse en la primera democracia del mundo? Pocos osan pronunciarse. En todo caso, es más un deseo de los occidentales que una inquietud china. Ahora mismo están seguros de que son mejores y más exitosos que nosotros; se atreven a afirmar que las viejas democracias europeas han devenido en un fracaso cada vez más palpable. Hong Kong, sin embargo, se ha convertido en su contradicción y en evidencia de su escaso entusiasmo por la democracia.

La clase empresarial española, salvo honrosas excepciones, carece de sensibilidad hacia la descomunal economía asiática. Nuestros políticos viven ajenos a ello. España es la tercera potencia turística del mundo, pero apenas recibimos 100.000 turistas chinos, cuando cada año salen de aquel país 140 millones de viajeros. Algo estamos haciendo mal. Nuestro margen de mejora con China es tan grande y sugestivo que merece la pena reforzar nuestras relaciones. Es el momento de estrechar lazos.

Bieito Rubido es director de ABC.

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