Entender bien la corrupción

Acabo de regresar de la India, en cuyo Parlamento pronuncié una conferencia, en la misma sala en la que el Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, había hablado recientemente. El país estaba muy escandalizado. Un chanchullo gigantesco en el nivel ministerial y en el sector de los teléfonos móviles había desviado muchos miles de millones de dólares para beneficio de un político corrupto.

Pero varios de los diputados al Parlamento se habían quedado también desconcertados al descubrir que, cuando Obama les habló, estaba leyendo en un teleapuntador “invisible”, lo que había hecho pensar equivocadamente a su auditorio que estaba hablando improvisadamente, destreza muy valorada en la India.

Se consideraron los dos episodios formas de corrupción: uno tenía que ver con el dinero; el otro, con el engaño. Evidentemente, las dos transgresiones no son iguales en vileza moral, pero el episodio de Obama ilustra una importante diferencia transcultural en la evaluación de hasta qué punto es corrupta una sociedad.

Transparencia Internacional y a veces el Banco Mundial gustan de clasificar los países por su grado de corrupción y después los medios de comunicación no cesan de contar el puesto que ocupa cada uno de ellos, pero las diferencias culturales entre los países socavan la legitimidad de esas clasificaciones, que, al fin y al cabo, están basadas en encuestas al público. Lo que Obama hacía era un uso bastante común en los Estados Unidos (si bien se podía esperar algo mejor de un orador tan brillante); no así en la India, donde semejante técnica está considerada, de hecho, reprensible.

Desde luego, en la India hay corrupción, como en casi todos los países, pero, además, en ese país se acostumbra a dar por sentado que todos los que participan en la vida pública son corruptos, mientras no se demuestre lo contrario. Incluso un ciego dirá a Transparencia Internacional: “Lo vi aceptar un soborno con mis propios ojos”. De hecho, un distinguido burócrata indio, hombre de carácter irreprochable, me contó en cierta ocasión que su madre le había dicho: “¡Me creo que no eres corrupto sólo porque eres mi hijo!”

De modo, que, en caso de que se pregunte a los indios si la gestión de los asuntos públicos de su país se caracteriza por una corrupción generalizada, responderán con convencimiento: ¡sí! Pero su exageración influye negativamente en la posición mundial relativa de la India frente a países de mentalidad más empírica.

Un prejuicio similar se debe a la tendencia ocasional a considerar el clientelismo político de otros países más corrupto que el del propio. Por ejemplo, cuando estalló la crisis financiera del Asia oriental, hubo a continuación un intento sistemático de echar la culpa a los países afectados: supuestamente, ¡el “capitalismo de compadreo” había arruinado en cierto modo sus economías! Dicho de otro modo, los conocidos y los benefactores de los dirigentes del Asia oriental eran “compadres”, mientras que los de los dirigentes de los EE.UU. eran “amigos”.

En realidad, estaba claro que los culpables eran el Fondo Monetario Internacional y el Tesoro de los EE.UU., que habían fomentado un cambio a la convertibilidad de la cuenta de capital sin reparar en que la defensa de la libre circulación de capitales no guarda simetría con la del libre cambio.

Pero allí donde se puede encontrar inequívocamente una importante corrupción, como con frecuencia ocurre, hay que reconocer que no es una característica cultural. Al contrario, con frecuencia es el resultado de políticas que la han alimentado.

En el decenio de 1950, la India tenía una administración pública y una clase política que eran la envidia del mundo. Aunque hoy parezca asombroso, la pérdida de la virtud se remonta al omnipresente “raj de los permisos”, con su imposición de licencias para importar, producir e invertir, que alcanzó proporciones colosales. Los burócratas de alto nivel no tardaron en descubrir que se podían trocar las licencias por favores, mientras que los políticos vieron en ese sistema el medio de ayudar a quienes los respaldaban con importantes contribuciones financieras.

Una vez que hubo arraigado el sistema, la corrupción se filtró hacia abajo, desde los burócratas y políticos superiores, a los que se podía sobornar para que hicieran lo que no debían, hasta los burócratas de nivel inferior, que no hacían lo que debían, a no ser que recibieran sobornos. Los funcionarios no facilitaban los datos de los archivos ni expedían un certificado de nacimiento o una escritura de propiedad de una finca, si no se los untaba.

Pero, si bien las políticas pueden crear corrupción, igualmente cierto es que el costo de la corrupción variará según las políticas concretas. El costo de la corrupción ha sido particularmente elevado en la India e Indonesia, donde las políticas crearon monopolios que brindaban rentas de escasez, adjudicadas después a familiares de los funcionarios.

Semejante corrupción “creadora de rentas” es muy costosa y erosiona el crecimiento. En cambio, en China la corrupción ha sido en gran medida de la variedad de “reparto de beneficios”, conforme a la cual los familiares reciben una participación en la empresa, por lo que sus ganancias aumentan con el aumento de los beneficios: es un tipo de corrupción que fomenta el crecimiento.

A largo plazo, los dos tipos de corrupción erosionan, naturalmente, el respeto y la confianza que requiere la buena gestión de los asuntos públicos, lo que ya en sí puede socavar los resultados económicos, pero no por ello quedamos absueltos del deber de definir la corrupción adecuadamente... y reconocer las evidentes e importantes diferencias culturales en la forma de entenderla.

Jagdish Bhagwati, profesor de Economía y Derecho en la Universidad de Columbia e investigador superior de International Economics en el Consejo de Relaciones Exteriores. Es autor de Termites in the Trading System: How Preferential Trade Agreements Undermine Free Trade. Traducido del inglés por Carlos Manzano

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