Entender disturbios en Baltimore pasa por entender la desigualdad

Cada vez que tenemos la tentación de decir que Estados Unidos está avanzando en materia de raza – que los prejuicios ya no son lo que eran antes – ocurre una atrocidad que desinfla nuestra complacencia. Casi todo el mundo se da cuenta, al menos eso espero, que el caso de Freddy Gray en Baltimore no fue un incidente aislado, que es único solamente en la medida en que, por primera vez, parece haber una posibilidad de que se haga justicia.

Y los disturbios en esa ciudad, por destructivos que hayan sido, al menos tuvieron un propósito útil: llamar la atención sobre las grotescas desigualdades que envenenan la vida de tantos estadounidenses.

Pero sí me preocupa que el importante lugar que ocupan la raza y el racismo en esta historia trasmita la falsa impresión de que la pobreza y la enajenación social son experiencias exclusivamente negras. De hecho, gran parte de los horrores que vemos en Baltimore, aunque de ninguna manera la totalidad, se refieren más bien a la clase, a los devastadores efectos de la desigualdad extrema y creciente.

Por ejemplo, veamos la salud y la mortalidad. Mucha gente ha señalado que en Baltimore hay numerosos barrios negros donde la expectativa de vida se compara desfavorablemente con naciones del Tercer Mundo. Pero lo que es realmente sorprendente en el ámbito nacional es que la disparidad de clases en la tasa de mortalidad se ha estado elevando incluso entre los blancos.

La mortalidad entre las mujeres blancas se ha incrementado agudamente desde los años 90, y el aumento ciertamente se ha concentrado entre las mujeres pobres y de pocos estudios. La expectativa de vida entre los blancos con pocos estudios ha estado disminuyendo a una velocidad que recuerda el colapso de la expectativa de vida en la Rusia post-comunista.

Y sí, esas muertes de más son el resultado de la desigualdad y de la falta de oportunidades, aun en aquellos casos en que la causa directa reside en conductas autodestructivas. El abuso de medicamentos, del tabaco y la obesidad explican muchas muertes prematuras pero hay una razón de que estén tan generalizadas esas conductas y esa razón tiene que ver con una economía que deja atrás a millones de personas.

Ha sido desconcertante ver que algunos comentaristas hablan de la pobreza como si fuera simplemente cuestión de valores, como si de alguna forma misteriosa, los pobres tomaran malas decisiones y todos estarían bien si adoptaran los valores de la clase media. Es posible que ése fuera un argumento fundamentado hace cuarenta años, pero en este punto de la historia debería ser evidente que los valores de la clase media solo florecen en una economía que ofrezca empleos de clase media.

El gran sociólogo William Julius Wilson alegaba hace tiempo que los criticados cambios sociales entre los negros, como el declive de la familia tradicional, de hecho eran causados por la desaparición de empleos bien pagados en el centro de las ciudades. Su argumento contenía una predicción implícita: si otros grupos raciales se enfrentaran a una pérdida semejante de oportunidades de empleo, su conducta cambiaría de manera similar.

Y así ha resultado. El recorte de los salarios – de hecho, la reducción en términos reales para la mitad de los hombres que trabajan – y la inestabilidad en el empleo han sido seguidos por una fuerte reducción en los matrimonios, el aumento de nacimientos fuera del matrimonio y otros fenómenos.

Como advierte Isabel Sawhill de la Institución Brookings: “Los negros se han enfrentado a problemas únicos y los seguirán enfrentando. Pero cuando buscamos las razones de que los negros menos capacitados no se casen y no se integren en la clase media, se debe en gran medida a las mismas razones de que el matrimonio y la vida de clase media estén eludiendo también a un número creciente de blancos.”

Así pues, como dije, es desconcertante ver que los comentaristas den a entender que los pobres causan su propia pobreza, de la que podrían escapar fácilmente si tan solo actuaran como los miembros de la clase media.

Y también es desconcertante ver que los comentaristas siguen suministrando el mismo mito desbancado de que se gastan enormes sumas para combatir la pobreza sin ningún resultado (debido a los valores, ya sabrá).

En realidad, el gasto federal en programas aparte de Medicaid ha fluctuado entre el 1 y el 2 por ciento del producto interno bruto desde hace muchos años, aumentando en tiempos de recesión y disminuyendo tras la recuperación. Eso no es mucho dinero – es bastante menos de lo que gastan otros países avanzados – y no todo se destina a familias por debajo del umbral de la pobreza.

A pesar de eso, las mediciones que corrigen fallas bien conocidas en las estadísticas muestran que hemos hecho auténticos progresos contra la pobreza. Y haríamos muchos más si tuviéramos siquiera una fracción de la generosidad que imaginamos tener.

El punto es que no hay excusas para el fatalismo al contemplar los males de la pobreza en Estados Unidos. Encogernos de hombros y atribuirla por completo a los valores es un acto de negligencia maligna. Los pobres no necesitan sermones sobre moralidad; necesitan más recursos – que nosotros podemos darles – y mejores oportunidades económicas, que también podríamos darnos el lujo de ofrecerles a través de muchos medios, desde capacitación y subsidios hasta elevar el salario mínimo. Baltimore y Estados Unidos en general no tienen que ser tan injustos como son.

Fred R. Conrad

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