Enterrar a los muertos

Escribe Kolakowski, en uno de sus ensayos que si las nuevas generaciones no se hubieran rebelado contra las anteriores, todavía seguiríamos viviendo en cuevas. Pero que si alguna de esas revueltas hubiera sido total, volveríamos a vivir en cuevas. Ni el inmovilismo radical ni la ruptura total son posibilidades humanas.

Adorno y Horkheimer escriben, a su vez, que la dialéctica de la Ilustración consiste en que los dioses expulsados por ella vuelven de nuevo al escenario con dos agravantes: que los ilustrados no son capaces de reconocerlos en sus nuevas máscaras, pues creen haberse desembarazado de ellos para siempre. Desembarazarse del pasado, de la Historia, es mucho más difícil de lo pensado, nos dicen Horkheimer y Adorno, por no decir imposible, y ello requiere por tanto un esfuerzo permanente y renovado. Como reza el el ya manido dicho de Santayana, quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo.

Estas ideas, conocidas de sobra por quienes se dedican a la enseñanza y al pensamiento, parecen, sin embargo, caer en el olvido o ser anuladas en su significado en cuanto se presenta la ocasión de aplicarlas a algunos desarrollos históricos. En estos momentos en los que parece que el fin de ETA puede estar cerca, y que en este proceso final lo que ha sido su brazo político -ahora con el nombre de Sortu, aún ilegal, o con el de Bildu, ya en las instituciones- trata aparentemente de distanciarse de su mentor, generador y protector brazo armado, da la impresión de que el mandato es el de no mirar atrás, olvidarse, poner en suspenso la Historia, creer en un comienzo sin cargas del pasado, apostar por el futuro sin el aval de haber asumido críticamente el pasado, condenándolo.

Lo importante, se nos dice desde la instancias que construyen el pensamiento correcto, es que Sortu y Bildu apuestan por emplear en el futuro sólo medios políticos, rechazando toda violencia, venga de donde venga -incluyendo también, por tanto, a quien detenta en monopolio el uso legítimo de la violencia, es decir, al Estado-.

Pero no se oye ninguna palabra sobre el pasado, ningún distanciamiento de la historia de terror de ETA, y si en algún debate televisivo alguno de los participantes dirige la pregunta al candidato de turno de Bildu -como recientemente hizo Laura Garrido, parlamentaria vasca por el PP, al candidato a Juntas Generales de Guipúzcoa por Bildu, Martín Garitano- la respuesta es: a esa pregunta no voy a responder. Ni antes de las elecciones ni ahora tras ellas.

Se pretende la existencia de un futuro sin pasado. Un futuro limpio no por enfrentarse críticamente con el pasado, sino por olvido, por ocultamiento, por la negativa a referirse siquiera a ese pasado. Todo queda en manos del futuro, tiempo nuevo, tiempo de esperanza, momento histórico, pero siempre que no miremos atrás, pensando -así nos lo quieren hacer creer- que el pasado dejará de existir, de condicionar el presente y el futuro sólo porque la táctica nos pide ahora fingir que no es importante.

Durante muchos años el nacionalismo del PNV afirmaba que el uso de la violencia por parte de ETA se debía a su marxismo, a su espíritu revolucionario. De la noche a la mañana pasó ese nacionalismo a afirmar que la violencia de ETA era manifestación de la existencia del conflicto político de Euskadi con España. Ahora, tras un nuevo salto mortal no explicado, nos dicen que es precisamente la renuncia futura a la violencia de ETA la que garantiza la solución al conflicto, cumpliendo las previsiones del nacionalismo radical.

Por eso afirman los constructores del discurso correcto que lo único que importa en ETA es su postura respecto a la violencia, que el problema de la banda terrorista radica en haber asumido como elemento nuclear y exclusivo de su ideología el valor de la violencia, de tal modo que la renuncia a la violencia en el futuro implica necesariamente la desaparición de ETA. Con ello queda desmentida, al parecer, la tesis de que lo que diferenciaba a ETA era su base popular, su enraizamiento en el sentimiento de muchos -al menos suficientes- vascos, de no estar reconocidos como pueblo por España.

De la misma forma en que el discurso oficial quiere limpiar la Historia por olvido u ocultación, pretende limpiar el proyecto de ETA por reducción a la ideología de la violencia, sin rastro alguno de su enraizamiento en pretensiones nacionalistas radicales. El libro Vasconia no significa nada, ni la apropiación de las tesis de Franz Fanon, ni la autocomprensión como Movimiento de Liberación Nacional. Nada de todo esto ha existido. Sólo haber sido seducidos por el valor exclusivo del uso de la violencia. Todo lo demás no existe, ni la reclamación del derecho de autodeterminación, ni la reclamación de la territorialidad, ni el odio a España y todo lo que pueda ser tildado de español.

El proyecto nacionalista radical queda limpio de toda violencia. El futuro queda limpio de todo pasado. Hemos cumplido la verdadera rebelión: nos hemos librado del todo de la cueva de la Historia. Hemos cumplido la verdadera Ilustración: nos hemos librado del Dios de la violencia. Pero este discurso correcto, oficial, táctico por encima de todo, se olvida de que volvemos a vivir en cuevas, de que los dioses vuelven al escenario bajo nuevas máscaras, de que la libertad sigue en peligro en Euskadi porque ahora el proyecto nacionalista radical de ETA -excluyente de todo lo que no sea nacionalista- se puede llevar a cabo como proyecto que viene cual rama de olivo en el pico de la paloma de la paz. Se han dedicado a llamar al lobo, incuso le han regalado el vestido de cordero. Y ahora que ha llegado saben que se trata de un lobo, y están asustados.

Hace años un amigo me regaló la siguiente frase: el problema de los vascos es que no acabamos de enterrar a nuestros muertos, que desde las guerras carlistas los llevamos a cuestas en nuestra mochila, y huelen a podrido. Otro buen amigo me ofreció recientemente la misma frase: seguimos sin enterrar a nuestros muertos. No lo vamos a hacer tampoco ahora, en los momentos en los que parece que ETA puede desaparecer y hemos abierto las puertas de las instituciones a sus acompañantes.

Y NO VAMOS a poder enterrar a nuestros muertos porque no los reconocemos, porque les estamos hurtando su significado político, ése que no está a disposición ni de las asociaciones de víctimas ni de nadie, porque es la razón por la que ETA los asesinó, constituyéndolos en víctimas del terrorismo -ellos, los asesinados son las verdaderas víctimas del terrorismo-.

Si ahora los construimos como víctimas de la seducción que ejerció la violencia sobre un grupo de personas, descontextualizamos totalmente a las víctimas asesinadas, les hurtamos cualquier significado, las ubicamos en la pura abstracción, para que no nos estorben en la construcción del futuro de Euskadi, para que su asesinato no tenga consecuencias de ninguna clase, especialmente políticas. Todo un proceso de limpieza del pasado para que no tenga presente ni futuro. Desde posiciones que se caracterizaban por ser capaces de entender todos los acontecimientos históricos engarzados en sus respectivos contextos sociales, nos regalan ahora un discurso descarnado de toda significación social y política, un discurso limpio, puro, sin historia, sin contexto, con una violencia aislada en su mera existencia violenta, sin intención, sin engarce ideológico, sin significado alguno.

El final de ETA requiere algo más que la desaparición de la organización terrorista. Requiere enfrentarse abiertamente con el proyecto nacionalista radical que ha dotado de sentido, de significación y de legitimación al terror de la banda. En caso contrario, seguiremos sin enterrar a los muertos, pensando que así desaparecerán y dejarán de entorpecer nuestros sueños de futuro, pero algún día tendremos que volver a acordarnos de Kolakowski, de Adorno y Horkheimer, y de Santayana.

Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno vasco, escritor y ensayista.

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