Enterremos a los muertos

Baltasar Garzón es un jurista tan polémico como notable. Muchas de sus actuaciones como juez instructor han conducido a eficaces investigaciones sobre delitos que, sin su intervención, hubieran permanecido impunes. Soy, por tanto, un sincero admirador de Garzón y valoro tanto su destreza judicial como su valentía, independencia e inmensa capacidad de trabajo. Sin embargo, me temo que el paso que ha dado al recabar información a diversas instituciones públicas mediante la resolución judicial conocida el pasado lunes no se atiene a la prudencia con la que debe actuar un juez porque las bases en que se funda no parecen muy sólidas. Veamos.

Por un lado, se trata de delitos que, en todo caso, jurídicamente han prescrito, la irretroactividad en materia penal debe aplicarse de forma estricta y sin delito a la vista no hay proceso posible. Por otro lado, no parece tampoco que la Audiencia Nacional sea el órgano competente para atender a los demandantes; se hace extraño pensar que la vía penal - única en la que Garzón puede intervenir legalmente- pueda ser un procedimiento adecuado para aplicar lo que establece la llamada ley de la Memoria Histórica, recientemente aprobada, de carácter eminentemente administrativo y todavía por desarrollar reglamentariamente. Por tanto, ni concurren los imprescindibles indicios racionales de criminalidad legalmente perseguibles, ni hay sombra alguna de que la Audiencia a la que Garzón pertenece sea el órgano predeterminado por la ley.

No obstante, a favor de Garzón cabe aducir que efectuar una interpretación amplia del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, más todavía en casos como este en que el desamparo de los afectados dura desde hace tantos años, es una actitud constitucionalmente más que defendible, incluso exigible. Debe recordarse, a su vez, que el juez de la Audiencia Nacional no ha iniciado proceso alguno, su actuación se mueve aún dentro del campo de las diligencias previas anteriores a una admisión a trámite y con su resolución pretende que se adopten simples medidas preliminares para comprobar si hay motivos legales para iniciar un procedimiento judicial. Como Garzón no suele dar, procesalmente, puntada sin hilo, quizás alguna intención nos esconde con su aparentemente extraña decisión.

Ahora bien, si no fuera porque el juez que ha tomado estas medidas se apellidara Garzón o, en menor medida, el órgano que la hubiera adoptado fuera la Audiencia Nacional, probablemente la noticia no hubiera ocupado la primera plana de los periódicos ni hubiera tenido tan amplia repercusión. Sin embargo, esta materia es también noticia porque reabre un contencioso que parecía superado y en los últimos años ha vuelto a aflorar: el debate sobre la llamada "memoria histórica", especialmente centrado en la guerra civil que acabó con el triunfo militar de Franco.

El término "memoria histórica" suele usarse muchas veces en este debate como un arma política e ideológica que poco o nada tiene que ver con la historia ni, incluso, con la memoria misma, sino con la pretensión por parte de algunos de dar una versión oficial de nuestra historia pasada para cuestionar la legitimidad democrática de la transición política ocurrida en España a la muerte de Franco y, en consecuencia, también el actual sistema constitucional.

Para quienes sostienen esta pretensión no estamos todavía en una democracia porque no hemos hecho justicia con el pasado.

Lo experimenté claramente anteanoche al escuchar una tertulia radiofónica de máxima audiencia. Uno de los invitados - ignoro su nombre- mantenía a raíz de las actuaciones de Garzón que el irreconciliable conflicto que se puso de manifiesto en la Guerra Civil y en los años del franquismo seguía abierto en la sociedad española porque la forma en la que se llevó a cabo la transición no supo resolverlo. Tal como se expresaba aquel participante en la tertulia, pude comprobar que la "memoria histórica" significaba para él la manera de perpetuar la inacabable lucha entre las dos Españas, una de vencedores y otra de vencidos.

En efecto, aquel personaje implícitamente sostenía - en uso legítimo de su libertad de opinión- que el modo de acabar con el conflicto, supuestamente vivo todavía, era que los vencidos en 1939 se vengaran de sus vencedores, aquellos que, además, los machacaron implacablemente hasta 1975. Para él, el conflicto sólo terminaría cuando se hiciera justicia y la justicia sólo sería efectiva mediante la venganza. Afortunadamente, los españoles, que ya no éramos los de la Guerra Civil, fuimos mayoritariamente más pragmáticos y, tras varias décadas, preferimos, empezando por el Partido Comunista, la reconciliación al enfrentamiento, siempre que la reconciliación se identificara con la libertad y con la amnistía respecto al pasado.

La ley de la Memoria Histórica está vigente y hay que aplicarla. Su aprobación ha sido un acto de justicia con los marginados por la historia, aunque algunos la consideren un innecesario acto de imprudencia. Con menos parafernalia se hubiera logrado, quizás, la misma justicia. Espero, en todo caso, que se aplique de forma prudente, no con la venganza del tertuliano sino con el espíritu cordial de quien se consideró en 1978 ya suficientemente reconciliado.

Enterremos a los muertos, efectivamente. A todos. Y, sobre todo, no reabramos la tumba de un muerto que está enterrado desde hace treinta años: la idea de una España en perpetuo conflicto civil.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.