Entiendo lo que querían los simpatizantes de Trump en 2016. Pero ya no estamos en 2016

Nicole Rifkin para The Washington Post
Nicole Rifkin para The Washington Post

La llamaré Annie. Ese no es su nombre, pero servirá para esto. En septiembre de 2016, Annie trabajaba en una tienda de conveniencia no muy lejos de donde vivo, en el oeste de Maine. Todavía compro gasolina allí, pero ya no la veo por estos días. Durante el verano siempre estaba adentro, ocupada atendiendo las compras de la gente del verano: six-packs de cervezas, tanques de combustible Blue Rhino para el asado, papas fritas y salsas, billetes de lotería. Sin embargo, después del Día del Trabajo, la gente del verano se va a sus casas y, con mayor frecuencia, Annie pasaba el tiempo ahora afuera, apoyada en la pared del costado de la tienda con su delantal rojo manzana, fumando un cigarrillo. En aquel momento yo le calculaba unos 60 años, quizás unos 50 con una vida dura. Líneas profundas en su rostro, voz ronca de fumadora, una yanqui de Maine desde su ordinario cabello rubio teñido en casa hasta las suelas de sus zapatillas deportivas rojas.

Un día, a principios de ese otoño, me le acerqué a su rincón de fumadora para raspar un billete de lotería de cinco dólares con mi moneda de la suerte, y le pregunté por quién iba a votar en las elecciones presidenciales. Esperaba que dijera Hillary Clinton, porque estúpidamente asumí que, como mujer, a Annie le encantaría ver a una mujer presidenta, pero también porque las encuestas en Maine y en los otros 49 estados habían dejado claro que Trump iba a perder por paliza.

“Trump”, dijo Annie.

Quedé impactado. Creo que le dije: “Estás bromeando”.

Annie me miró con una expresión que decía: ¿Te sorprendí, eh?

“Pero, ¿por qué?”, le pregunté, y luego utilicé un adjetivo que Joe Biden usaría en un debate con Trump casi exactamente cuatro años después: “Es un payaso”.

“Me agrada”, dijo Annie. “No es como los demás. Dice que lo que piensa y si no te gusta, pues ya sabes por dónde metértelo”. Y esta vez su mirada decía: Eso también va para ti, chico escritor.

Señalé el hecho de que Trump no tenía experiencia. Annie asintió como si ese fuera exactamente su punto: “Eso me gusta. Es un hombre de negocios. Sacudirá las cosas, pateará algunas carretillas de manzanas”.

Cuatro años después, henos aquí. Estados Unidos está más en contra de sí mismo que en cualquier otro momento desde la Guerra Civil, y Trump es la causa. No es un mero pateador de carretillas de manzanas, es esa peligrosa combinación de baja presión y agua caliente en torno a la cual se forman los huracanes. Las encuestas dicen que no ganará, pero ya habían dicho eso en 2016. Una buena porción de republicanos convencionales han abandonado a Trump y se quedarán en casa o votarán por Biden en silencio. Sin embargo, el apoyo de base de Trump se ha reducido muy poco, y se ha endurecido. El contingente MAGA es una roca apolítica escondida en una bola de nieve republicana.

La lista de las rebeliones de Trump contra el comportamiento político y presidencial normal —sus patadas a las carretillas de manzanas— es larga (se han escrito libros al respecto, libros gordos), y cada una de ellas hace que sus partidarios se regocijen.

Porque no es como los demás. Trump está en contra del sistema.

Y, por supuesto, está aquí para Estados Unidos. Hay fotos que lo demuestran, como una que lo muestra sosteniendo una Biblia y otra en la que está abrazando una bandera estadounidense con una sonrisa extasiada (y para mí, al menos, falsa) en su rostro.

Trump ha logrado establecer una conexión directa con el ello estadounidense. Ha cristalizado teorías de conspiración que solían ser etéreas como la de QAnon y el presunto Estado profundo. Le ha dado voz a los prejuicios que nuestro pensamiento lógico —nuestro lado más humano, si se quiere— nos señala como adictivos y dañinos. Entendemos lo que dicen los científicos sobre la necesidad de protegernos del COVID-19 y aplanar la curva, pero esas cosas parecen laboriosas y prosaicas. Los rumores en línea (las vacunas causan daño cerebral, el calentamiento global es un engaño, los demócratas violan niños y luego se los comen) son mucho más atractivos. El ello es odioso; también es temeroso. Trump, un hacedor de lluvia que se atribuye el mérito de la lluvia incluso ante la sequía inminente, ha basado sus dos campañas presidenciales en una serie de oscuros mitos. Realmente no es como los demás.

Los estadounidenses que se preparan para ir a las urnas se enfrentan a una encrucijada única en la historia de la nación. Un camino conduce a Trump y a la validación del ello y todas las creencias oscuras que alberga. El otro camino conduce a Biden. Un voto para Biden no es un voto para el superyó —Biden no está libre de culpa— pero al menos es un voto para el yo: la parte de nosotros que es racional y que está dispuesta a asumir la responsabilidad (aunque sea a regañadientes) de las acciones individuales y los males sociales.

Me tomó cuatro años, pero ahora comprendo lo que quería Annie en 2016, y comprendo lo que quieren todos esos simpatizantes gritones, sin cubreboca y con gorras rojas en los mítines de Trump. Entiendo el deseo de patear la carretilla de manzanas y luego simplemente alejarse. Pero también entiendo la necesidad de avanzar de forma racional, aunque a veces esa forma sea laboriosa y dolorosa. Trump pateó la carretilla. Millones de votantes estadounidenses lo ayudaron. Biden está prometiendo enmendar el daño… pero todos tendremos que recoger las manzanas del piso.

Stephen King es el autor, más recientemente, de la colección de novelas cortas ‘La sangre manda’.

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