Entrando en el segundo túnel

Estábamos saliendo de la crisis, se decía, pero hemos entrado en otro túnel: el de la crisis política. Todos sabíamos, incluso los más optimistas, que la salida de la crisis sería lenta. Tan lenta, que no puede ofrecer esperanza verdadera ni a los millones de parados, ni a las clases medias depauperadas ni a los jóvenes. Seamos sinceros. A los jóvenes, no se les ofrece más que dos salidas: o exilio económico o resignación (ciertamente, existe otra salida: el éxito autoempresarial, aunque es evidente que se trata de una salida minoritaria. Sólo llegan a buen puerto los jóvenes emprendedores que tienen suerte, contactos o un talento excepcional).

Consiguientemente, son los jóvenes los que están detrás de las primeras manifestaciones de la crisis política: el éxito de Podemos y el conflicto de Can Vies (una violencia fabricada artificialmente, pero cultivada sobre un dato real: el malestar juvenil). Muchos se burlan del radicalismo neocomunista o bolivariano de Podemos. Y sin duda, estos componentes ideológicos tan peligrosos para la libertad y para el progreso económico forman parte del discurso de este nuevo partido. Pero la displicencia no conseguirá reducir el impacto emocional de Podemos, que ya en su mismo nombre apela a la recuperación colectiva de una fuerza de la que, individualmente, los jóvenes carecen.

Agudo y sarcástico, Juan José Millás contrastaba en El País la primera persona del plural de Podemos con su versión negativa: “No podemos negar a los bancos su derecho a dejarte sin casa. No podemos perseguir a los defraudadores fiscales. No podemos meter en la cárcel a nuestros amigos corruptos”. Lo de Millás es una caricatura, pero toda caricatura parte de una realidad: la política de Rajoy (iniciada por Zapatero) se caracteriza por una suspensión parcial de la democracia y por un fatalismo impotente. Nuestra democracia “no puede” cambiar nada, porque los mercados no se lo perdonarían y las instituciones supranacionales no se lo permitirían. En España la crisis no se ha explicado con claridad y los gobiernos se enfrentan a ella con gran confusión. Los recortes no han sido uniformes. Los servicios básicos han pagado el pato. No se sabe por qué determinadas obras públicas ruinosas siguen avanzando. El funeral de las cajas ha costado una fortuna, pero otros sectores económicos han sido abandonados a su suerte. No se sabe nada. Las élites extractivas siguen sorbiendo la riqueza que genera la sociedad. Muchos de nuestros recursos no están al servicio del progreso económico, sino de intereses inciertos. No hay posibilidad alguna de contrarrestar tal estado de cosas. En nombre de los problemas de la deuda, sólo nos permiten un camino, que se ofrece en forma de dilema absoluto: “O lo toma y aguanta; o lo deja y allá usted”.

¿Puede extrañar, en este contexto, que los universitarios se dejen arrastrar por una propuesta de cambio radical, aunque sea revisitando a lo vintage, fórmulas caducas y totalitarias?

Lo mismo puede decirse de Can Vies. El nacionalismo arcádico catalán (que sueña con un corte limpio, indoloro, con España) lamenta estos días, con una mezcla de irritación y tristeza, que los pelos de la realidad ensucien la maravillosa sopa que estaban cocinando. Tanta historia romántica, ha impedido entender lo que pasó en la Catalunya del primer tercio del siglo XX. Existió Solidaritat Catalana, sí, pero también la Setmana Tràgica. El noucentisme de Prat de la Riba formuló, sí, una sugestiva idea Catalunya: la Suiza mediterránea; pero Barcelona era la Rosa del Fuego en la que imperaban el pistolerismo derechista y anarquista. Puig i Cadafalch, heredero de Prat, explicó a Josep Pla que el dictador Primo llegaba como mal menor: sabían lo que costaría su llegada, pero era preferible al desorden. Existió el catalanismo transversal de Macià en 1931 (tan parecido al de Junqueras). Pero abrió la puerta de 1934. En 1936 fue desbordado por la FAI. Todo esto también es historia de Catalunya. Mucho cuidado. La historia no es un parque temático. Ni un museo. En todo caso, el museo de los horrores.

El fundamentalismo neoliberal, que impregna los desprecios que se leen en la prensa de Madrid contra Podemos y en la de Barcelona contra la CUP y Can Vies, no está menos vacío de contenido que el neocomunismo que parece florecer. Lo que necesitamos en este tiempo de zozobra y dificultades, no es fundamentalismo legal, sino cuatro ingredientes reformistas y regeneradores: 1. transparencia absoluta en la contención presupuestaria; 2. limpieza a fondo de los armarios de la corrupción; 3. sobriedad radical en la política, en las finanzas y en las élites que no están siendo perjudicadas por la crisis (el ajuste no ha llegado a las alturas, lo que convierte en injusto el recorte popular y hace perder credibilidad a la exigencia de la ley y al orden), y 4. ceder el paso. El imperio de la ley no puede sostenerse con integrismo, en estos tiempos de malestar. El verbo ceder, es el único que puede serenar los ánimos y concitar acuerdos. Ceder: equilibrar, compensar, evitar el choque.

Si nuestra democracia no impone a las élites sobriedad, transparencia, limpieza y cesión del paso, la crisis política se desbordará. Quizás entonces, desearemos fervorosamente que sea verdad lo que Marx escribió: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”.

Antoni Puigverd

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