Entre celebración y descontento

El pasado 25 de mayo, el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner convocó a celebrar diez años de kirchnerismo en Argentina. En un acto con tintes de peronismo clásico (autobuses para trasladar manifestantes, puestos de comida y banderas, pancartas y bombos), la presidenta afirmó que había sido una “década ganada”. Sin duda, los últimos diez años de gobierno, repartidos entre el matrimonio Kirchner, tienen un legado positivo que, a medida que pasa el tiempo, se empequeñece por abusos de poder, acusaciones de corrupción y un grado de intolerancia que deja al descubierto su lado menos democrático.

El legado positivo se concentra en los primeros años del gobierno de Néstor Kirchner, que pudo conducir una negociación de la deuda externa sumamente beneficiosa para una economía golpeada por el desfalco del 2001. Néstor Kirchner también resucitó la política de derechos humanos que había comenzado Raúl Alfonsín con el juicio oral y público a los comandantes en jefe de la dictadura, política truncada por las insurrecciones militares que precipitaron la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Luego llegó el indulto de Carlos Menem y, en el 2003, Kirchner inundó de simbolismos el regreso a la política de derechos humanos que inició Alfonsín. Junto a las políticas sociales para mejorar el salario y las jubilaciones, aumentar el empleo, invertir más en educación y en desarrollo científico, parecía que se inauguraba otro periodo de profundización democrática.

Por ejemplo, en aquellos primeros años pareció vislumbrarse un empeño por mantener la independencia judicial con los cambios implementados en la Corte Suprema de Justicia, que había sido diseñada a imagen y semejanza del menemismo. Asimismo, Néstor Kirchner trabajó para relegitimar la política vapuleada por la crisis del 2001. Sin embargo, su discurso de la transversalidad, que intentaba crear un espacio progresista, quedó en los hechos desplazado por una alianza peronista tradicional con la Confederación General del Trabajo, los intendentes de la zona metropolitana bonaerense y líderes clientelistas de nuevos movimientos sociales como los piqueteros.

Su habilidad para concentrar poder y adelantarse en las iniciativas políticas, que su sucesora ha manejado con la misma eficacia, dio lugar a un periodo de estabilidad política y de atomización de la oposición. La descalificación del opositor usada como arma política trajo aparejada la fortaleza del Frente para la Victoria, pero también una intolerancia nociva. Tanto Néstor como Cristina eludieron el diálogo político con las minorías opositoras, ignoraron a sus propios ministros y cooptaron a los gobernadores a través de alianzas políticas alimentadas con fondos públicos.

La política de crear enemigos, de enfrentar a la sociedad dividiéndola con la terminología de los años setenta entre pueblo y oligarquía, ha creado una dinámica intolerante que llevó a políticas de confrontación con los medios, con empresas y con países aliados.

No se puede desconocer que los Kirchner son una muestra más de una democracia instalada con una concentración del poder en el Ejecutivo, sostenida con leyes que delegan una y otra vez poderes legislativos en la figura presidencial. Como ejemplo cabe destacar que la ley 25561 de Emergencia Pública y Régimen Cambiario, sancionada por Eduardo Duhalde durante la crisis del 2002, ha sido prorrogada múltiples veces y aún tiene vigencia hasta diciembre de este año. A esta situación, los Kirchner le sumaron un poder fiscal en aumento gracias a un periodo de crecimiento económico como consecuencia de precios internacionales positivos para las exportaciones agrícolas y una política de promoción de productos nacionales que ha llevado a una artificial argentinización del comercio.

Este escenario de claroscuros no es sólo obra del kirchnerismo. No se puede achacar a los Kirchner la pobreza de la oposición política, la diáspora del Partido Radical o el escaso impacto a escala nacional de nuevos partidos como Propuesta Republicana (PRO). Los partidos se han fragmentado, incapaces de estar a la altura del proceso de democratización. La lucha por el poder relegó las expectativas republicanas de la transición.

Los Kirchner son el producto de una cultura política y, como otros antes que ellos, dejarán su impronta. La presidenta ha perfeccionado la retórica populista que suscita adhesiones emocionales y rechazos irracionales. Su nivel de confrontación y descalificación política es una estrategia esencialmente autoritaria. Su legado en el mejoramiento de los índices sociales choca con su ceguera frente a una economía inflacionaria. La historia que reescribe se sustenta en el repudio automático de los opositores.

Los festejos del 25 de mayo pusieron en evidencia la división de la sociedad argentina: unos celebran fervientemente mientras otros protestan apasionadamente. En el medio de esta polarización, una democracia vapuleada y sin rumbo todavía espera tiempos mejores.

Rut Diamint, profesora de Relaciones Internacionales en la Universidad de Torcuato di Tella de Buenos Aires; Laura Tedesco, profesora de Ciencia Política en la Universidad de Saint Louis / Madrid Campus

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