En los últimos 18 años se ha reducido el número de democracias en el mundo. En el 2013 Freedom House logró contabilizar sólo 88 países democráticos y la mayoría no ocupaban el más alto rango en derechos políticos y civiles. El deterioro más notable se ha dado en Rusia, Turquía, Egipto y China. Pero las últimas imágenes de Moscú y Ankara dejan 2013 en muy buena posición si se compara con lo que está ocurriendo a principios del presente año.
Mucho se ha escrito sobre la anexión de la península de Crimea, y lo que realmente exaspera más allá de la política de Putin son las personas que se manifiestan en las plazas: los hablantes rusos en Crimea, los que expresan su apoyo a la anexión en la plaza Roja y, en definitiva, el gran aumento de popularidad de un líder frío y nada conciliador. Es algo así como: un hombre se levanta una mañana, se anexiona un territorio de un país vecino, argumenta que está defendiendo a los compatriotas que viven al otro lado de la frontera y enseguida se encuentra con gente que le aplaude con fervor.
No creo que esas personas de las plazas sean reclutadas o reciban dinero por manifestarse. No es que no haya casos en que pueda ser así, pero el entusiasmo habla por sí mismo: Rusia se halla ante una serie de sanciones a la vista, la bolsa ha bajado, la persona que se manifiesta en la plaza Roja pagará muy pronto el precio por la fanfarronada de Putin y nada bueno le espera al ciudadano ruso por haberse anexionado 26.000 km2, pero aun así aplaude a la persona que le está perjudicando en nombre del orgullo nacional.
En Turquía el panorama aún es más alucinante. Al menos en el caso de Rusia se puede hablar de que se trata de recuperar el regalo que Jruschov hizo a Ucrania y de un asunto vinculado a la lengua, la cultura y la bandera rusas. Alguien puede justificar la anexión por una cuestión nacionalista, y nacionalistas extremistas no faltan en ningún lado. Sin embargo, en Turquía lo que pasa simple y llanamente es que el primer ministro y su hijo son sospechosos de corrupción. Obviamente, la gente lo comenta en la redes sociales y entonces va el primer ministro y prohíbe el uso de Twitter con el fin de evitar que se propaguen los rumores de corrupción. Así que se va a una plaza, grita “fuera Twitter” y dice que no le importa lo que diga la comunidad internacional. Y entonces los idiotas que están en la plaza le vitorean como si les hubiera prometido estudios universitarios gratis o un descuento en el seguro médico. ¿Por qué se reúnen en las plazas? ¿Por qué le aplauden? ¿Cómo es que no les cuesta nada convocar a gente así?
Es fácil culpar a Occidente o a Estados Unidos de no hacer lo suficiente para impedir hechos como estos. Mucho más difícil es hacer propuestas realistas aparte de meras sanciones. La derecha siempre se lamenta de la debilidad del gobierno estadounidense, pero sólo quien ignora la historia puede decir que a Estados Unidos le entusiasma involucrarse en guerras transoceánicas. Es difícil culparle.
Además de las sanciones económicas y el distanciamiento político de países como Rusia y Turquía, se podría plantear la creación de lo que sería el club de los países democráticos. La ONU, con todas sus carencias, constituye el club más importante del mundo, pero como tiene carácter incluyente por definición no puede, por tanto, discriminar entre regímenes. La Unión Europea recibe en sus filas sólo a estados democráticos que cumplan una serie de requisitos, como por ejemplo que no haya pena de muerte, pero por definición únicamente acoge países europeos. Por eso, un club que incluyera los 88 estados democráticos en el mundo y que pudiera expulsar de sus filas a países definidos como exdemocráticos podría resultar interesante para muchos ciudadanos.
Ese club democrático podría conceder a sus socios algunas ventajas en el ámbito económico y en otros, como por ejemplo, la no necesidad de visado y otras facilidades administrativas. Además, se podría diseñar una política en relación con los peligros para la democracia y planteársela a otros organismos como la Unión Europea o la OTAN. Si un país fuera expulsado de ese club, sabría que pagaría un precio alto por ello, y por otra parte otros países se esforzarían por entrar en él.
¿Acaso eso impedirá que algunos líderes se vuelvan autoritarios? ¿Habría impedido que Putin se anexionara la península de Crimea y que Erdogan bloquease Twitter? Es difícil saberlo, pero la creación de un club así, junto con las sanciones correspondientes, podría reducir la posibilidad de que las masas fuesen a las plazas a aplaudir las delirantes conductas de sus dirigentes.
Yossi Beilin, exministro de Justicia israelí, negociador en el proceso de paz de Oslo.