Entre el ajedrez y el boxeo

El patriotismo es la virtud de los sanguinarios (Oscar Wilde)

Como a gran parte de los españoles educados durante el franquismo y obligados a cumplir el servicio militar, las apelaciones al patriotismo que acostumbran a hacer los señores de uniforme me producen cierto escalofrío. De modo que cuando he escuchado repetidamente al general José Julio Rodríguez, candidato cunero de Podemos por la circunscripción de Almería, declarar con desparpajo que los auténticos patriotas militan en su partido, compruebo que casi cuatro décadas de democracia no han servido, no lo bastante, para eliminar la suposición impostada y falaz de que los jefes del Ejército poseen mejores atributos que el resto de los ciudadanos a la hora de interpretar el verdadero significado del servicio a la patria.

Después de lo que le costó a este país someter las decisiones de los militares al poder civil, llama la atención que los líderes de un partido originariamente antisistema, que nació contra el “régimen caduco del 78” y en defensa según ellos “de los de abajo contra los de arriba”, elijan a todo un teniente general para formar parte de su Gobierno en la sombra como eventual ministro de Defensa. El propósito declarado de Izquierda Unida de sacar a nuestro país de la OTAN mal se aviene con que un antiguo mando de la alianza, Jefe del Alto Estado Mayor de la Defensa en época aún reciente, y responsable directo de las operaciones bélicas de nuestra Fuerza Aérea en la guerra de Libia, figure de forma privilegiada en sus listas electorales. El hecho de que el condecorado militar se presente ahora por un distrito diferente al que salió derrotado, sin someterse a ninguna votación primaria que lo avale, demuestra que, al menos en su caso, las elecciones de hoy no son una segunda vuelta de las de diciembre y que, a juicio de los patrocinadores de Rodríguez, era necesario que obtuviera un escaño a cualquier precio. Con lo que puede colegirse que, al margen de la irrelevancia personal del candidato, su designación no constituye una anécdota sino un símbolo. Esto es lo interesante del caso, no la peripecia de quien tras dedicar toda una vida a la milicia declara con candoroso desparpajo que es tan antimilitarista como el que más. Tenga por seguro nuestro general de cuatro estrellas que hay millones de españoles que lo son mucho más que él.

Entre el ajedrez y el boxeoEntre los numerosos temas ausentes en los debates de la campaña electoral, me ha llamado la atención el que se refiere a los presupuestos militares, el papel de las Fuerzas Armadas en nuestra democracia y nuestra relación con la política de seguridad y defensa de Europa. Sobre todo cuando una guerra de proporciones desastrosas, que ha causado ya cientos de miles de muertos, empuja a millones de refugiados a las costas del Mediterráneo Norte sin que nuestros Gobiernos, y desde luego no el de España, sean capaces de dar respuesta a la catástrofe humana que se avecina. En la Grecia de Tsipras, decenas de miles de víctimas de la guerra en Siria, Irak y Afganistán se amontonan en campos de concentración a la espera de ser devueltos manu militari, en vulneración de muchos de los tratados internacionales al respecto, a las costas de Turquía, que ha pasado de ser el enemigo histórico de Grecia a convertirse en generoso amigo del populismo de izquierdas que gobierna en Atenas. Este cierre de las fronteras del Mediterráneo Oriental ha potenciado otras vías de escape para los refugiados en el norte de África, y los países de la OTAN se plantean con preocupación la seguridad de su frontera sur. La propuesta de construir campos de concentración en Libia está sobre la mesa, lo mismo que una nueva intervención militar de la Alianza para ayudar y dar estabilidad al Gobierno legítimo del país —el más débil de todos los poderes que actúan en la zona—. Pues frente a quienes piensan, como los militantes de Unidos Podemos, que la OTAN es una organización obsoleta, el propio general Rodríguez se encargó de aclarar cuando era JEMAD y pertenecía al mando operativo de la Alianza que el propósito fundamental de esta “es salvaguardar la libertad y seguridad de todos sus miembros mediante mecanismos políticos y militares”.

La pobreza argumental de los debates electorales no ha permitido dedicar ni un solo minuto a estas cuestiones de guerra y paz, pilares históricos del ejercicio del poder. Probablemente se deba a la indigencia intelectual de algunos candidatos, aunque no es ese el caso de Pablo Iglesias. Su obra publicada, sorprendentemente parva en el caso de un profesor que lleva años en el ejercicio de la docencia, es no obstante muy precisa en lo que se refiere a su entendimiento del poder y las necesidades que conlleva. Resulta constante su referencia a la dialéctica permanente entre la política del ajedrez y la que entiende la democracia como un pugilato; su proclamada admiración por la serie televisiva Juego de tronos le ha llevado a apreciar además el valor de la violencia en la conquista del poder. “Es difícil encontrar transformaciones profundas en la historia que no se hayan producido como consecuencia de un escenario político de boxeo”, comenta para referirse a dos episodios históricos de honda significación para la izquierda: el destino final de la política de Allende en Chile y la de Chávez en Venezuela. El primero “demostró ser uno de los socialistas con mayor talento político del siglo XX”, pero cuando sus enemigos desencadenaron el enfrentamiento en el terreno militar, fue derrotado “por mucho que contara con el apoyo de la mayoría social y electoral”. En cuanto a Chávez, “quizá no tuviera los encantos y habilidades de Allende, pero tenía lo fundamental para parar un golpe de Estado: las garras y los dientes”. Porque “al final”, sentencia, “de una u otra forma decide el Ejército”.

Consuela saber que Iglesias considera a Allende uno de los socialistas más admirables, y esperemos que no ose equipararlo a su otro gran ejemplo de líder carismático, el presidente Zapatero, histórico responsable de la decrepitud de su partido y de alumbrar la llama que encendió la agitación independentista en Cataluña. Pero su entendimiento de la naturaleza del poder (power is power) y su veneración por las tesis del leninismo clásico han acabado por llevarle a combinar en el cóctel electoral que encabeza tal variedad de ingredientes contradictorios que, sea cual sea el resultado de los comicios de hoy, puede degenerar en una mezcla auténticamente explosiva. Él ha construido un relato creíble y fundamentado sobre las debilidades y carencias de nuestro actual sistema político pero —como Rajoy— parece fiarlo todo a su instalación en el poder a la hora de solucionar las cosas. Para eso necesita proyectar la imagen de un poder fuerte y nada mejor que las estrellas de un general henchido de patriotismo a la hora de iluminar el firmamento del cielo que pretende asaltar. Quizás piense que esa imagen tranquilizará a “los de arriba”, contra los que ha construido toda su táctica política. A muchos de los que vivimos la Transición y el golpe de Estado nos genera sin embargo una fundada perplejidad.

La argumentación de que toda gran transformación histórica se ha llevado a cabo por la violencia es por lo demás gratuita. La caída del muro de Berlín y el nacimiento de la civilización digital son solo dos ejemplos de que existen cambios estructurales en la geopolítica y mutaciones formidables en las relaciones sociales que no son impulsados, ni pueden ser detenidos, a lo Muhammad Ali. La dialéctica del boxeo no es siempre la regla imperante en la resolución de los contenciosos políticos, aunque la fuerza ocupe un relevante papel en el devenir de la Historia. Todo el empeño de la Ilustración consiste por eso en someter la fuerza a los dictados de la inteligencia y sustituir las soflamas patrioteras destinadas a inflamar a las masas por los debates parlamentarios y las elecciones libres. Sin embargo soplan malos vientos para la democracia representativa y en nombre precisamente del patriotismo los ingleses han dinamitado esta misma semana el proyecto político de paz y concordia más relevante de cuantos se han puesto en marcha desde la gigantesca masacre de la II Guerra Mundial. Ojalá los votantes que se acerquen hoy a las urnas de la todavía joven democracia española no lo hagan solo hinchados de fervor patriótico sino guiados por la voluntad de defender los intereses comunes, al margen de la rabia, la frustración o el miedo que alberguen en sus corazones. Y presten de esa forma tributo a la política del ajedrez.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

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