Entre el miedo y la esperanza

El anuncio de Zapatero de que no será candidato en las próximas elecciones generales abre dos procesos de reflexión: el primero gira en torno al balance de una época que termina; el segundo trata de vislumbrar el horizonte que se abre a partir de este momento.

En relación al primer punto, creo que es deseable comenzar la reflexión recordando cómo se han producido las salidas de los presidentes de Gobierno a lo largo de estos últimos 30 años. Si comparamos la decisión tomada por Zapatero con lo ocurrido con Adolfo Suárez, Felipe González o José María Aznar, veremos que existen diferencias notables. Suárez, candidato a la presidencia del gobierno por la UCD en 1979, se presentó a las elecciones del 82 encabezando las listas de un nuevo partido (el CDS), y lo hizo en un momento en que Fernández Ordoñez se incorporaba a las listas del PSOE (con su partido, el PAD); Óscar Alzaga encabezaba una formación democristiana que se coaligó con Alianza Popular; y sólo quedaban dentro de la UCD, aguantando la debacle, Landelino Lavilla y Leopoldo Calvo-Sotelo. Este último, presidente en aquel momento, ni siquiera salió diputado.

Por muchos paralelismos que se quieran establecer entre Suárez y Zapatero (y existen algunos por el grado de odio que ambos han desatado), no hay manera de hacer equiparables ambas situaciones. Tampoco es equiparable con lo vivido por Felipe González, quien no halló la manera de controlar los tiempos y facilitar su relevo. No la encontró antes de las elecciones del 96 y tampoco cuando decidió marcharse un año después, anunciando sorpresivamente su retirada e imponiendo a Joaquín Almunia como secretario general. Esa imposición, contraria a la voluntad de la mayoría de los delegados de aquel congreso, se quiso subsanar con unas elecciones primarias que Almunia perdió. La victoria de Borrell y todo lo vivido en los meses posteriores es una experiencia que conviene recordar para aprender la lección de que, sin lealtad, no hay bicefalia que funcione.

El anuncio de Zapatero se parece más a lo ocurrido con la decisión de Aznar de no repetir como candidato. Con una diferencia notable: Aznar se reservaba la decisión del sucesor.

Todavía recuerdo aquel agosto de 2003 cuando los militantes del Partido Popular de Asturias jaleaban a Rodrigo Rato como futuro presidente del Gobierno. Pocas horas después, el dedo de Aznar acababa con la ilusión de muchos militantes populares a los que se les privó de poder elegir a su candidato a la presidencia del Gobierno.

La decisión de Zapatero no implica la escisión del partido, como sucedió con Suárez, ni la incapacidad de González para controlar los tiempos, ni tampoco supone aceptar como normal el dedo antidemocrático de Aznar. Estamos ante la decisión más democrática y, precisamente por ello, la que abre más interrogantes, la que deja todo abierto, la que sume a muchos en la perplejidad. Es una decisión que fomenta el miedo, el temor a que todo acabe en un estropicio. Pero se trata al mismo tiempo de una decisión que incentiva la esperanza de iniciar una nueva etapa, con una legitimidad nacida desde abajo, como tiene que ser en la auténtica democracia. El dedo de Aznar fue todo lo eficaz que se quiera pero no fue democrático.

¿Por qué entonces el miedo? Formalmente todo es sencillo y claro: tenemos presidente hasta que haya elecciones generales en marzo de 2012, y el mismo Zapatero seguirá siendo secretario general del PSOE hasta que se produzca un congreso tras esa cita con las urnas. Son claros también los tiempos: sólo a partir del próximo 22 de mayo, tras los comicios municipales y autonómicos, se verá si hay varios candidatos que compitan por encabezar la candidatura socialista a las próximas generales. Todo es claro, y sin embargo, el miedo a que se complique y acabe en un desastre subsiste.

Si nuestro sistema fuera presidencialista no habría problemas en que un diseño formalmente tan preciso sufriera algún tipo de contratiempo. Pero, aunque la deriva presidencialista es cada vez mayor, nuestro sistema es parlamentario. Tenemos una democracia de partidos y para que un experimento de este tipo salga bien hay que conjugar dos principios: la participación directa de los afiliados en la elección y la colaboración del aparato del partido con el candidato elegido.

Durante un año viviremos una situación de bicefalia. Por ello es tan importante recordar lo vivido en los años 90 y así evitar la comisión de los mismos errores. En aquel momento la bicefalia se hizo inviable porque el secretario general del PSOE mantuvo el cargo pese a su derrota en las primarias. En esta ocasión, sin embargo, el secretario general no compite, ha anunciado su retirada, ha iniciado un proceso que da por finalizada su carrera política. Y, por pura lógica, es el más interesado en que su apuesta por las primarias salga bien.

Esa legitimidad desde abajo, que las primarias posibilitan, juega a favor del candidato o candidata que triunfe. Pero tendrá en contra, aun contando con toda la lealtad del aparato partidario, un panorama político muy desalentador. Ese desánimo nace de dos circunstancias muy diferentes, pero que cualquier aspirante tendrá que tener en cuenta. Hay, en primer lugar, un clima de enconamiento en contra de Zapatero que recuerda mucho al odio del que fue objeto Adolfo Suárez. Es un odio alimentado por los que no han aceptado su apuesta por la laicidad, ni su defensa de los derechos cívicos, ni su reconocimiento a la memoria republicana ni su entendimiento federal de España. Sea por el matrimonio homosexual, por la llamada Ley de Memoria Histórica, por el Estatuto de Cataluña o por su defensa del legado de la Segunda República, Zapatero levanta una enorme animadversión en muchos sectores de la derecha.

Hay que recordar que estos odios ya existían en marzo de 2008 y, sin embargo, volvió a ganar las elecciones. Se respiró una enorme dosis de crispación en la primera legislatura de Zapatero, y quizá ello redundó precisamente en una concentración del voto de izquierda, que no quería que todas aquellas reformas fueran derribadas. La diferencia con el momento actual, y aquí surge el segundo motivo de preocupación, es que la base social de la izquierda está hoy mucho más erosionada que entonces. Que las reformas de Zapatero enfadaran a la Conferencia Episcopal o que su política exterior provocara el enojo de Bush no sólo no le quitaba el sueño al votante socialista, sino que le animaba a ir a votar.

Hoy la situación es distinta, todo ha cambiado y de ahí el miedo a que ningún experimento democrático logre resucitar la esperanza de los electores de izquierda. Desde el 12 de mayo de 2010, cuando Zapatero anunció un drástico plan de medidas para atajar el déficit público, la ciudadanía se siente invadida por el recorte de derechos laborales y prestaciones sociales. El modelo social europeo comienza a parecer una quimera.

Es aquí donde radica la dificultad. Por más que sectores añorantes del socialismo de la época de Felipe Gónzalez abominen de Zapatero por haber puesto en cuestión los pactos de la Transición, no está ahí el problema para la base electoral del PSOE. Es el mundo crudo de la crisis económica el que genera tal desaliento, tal desafección, tal malestar.

Acabar en el pozo negro de la abstención electoral es una posibilidad cada vez más real. Se puede decir que es un problema que afecta a la derecha y a la izquierda en todos los países europeos, y es verdad, pero, hoy por hoy, en España la derecha está movilizada y la izquierda no. El proceso de primarias puede ser un incentivo para conseguir esa movilización, puede ser un buen momento para hacer balance de lo ocurrido en estos años y para imaginar un horizonte de futuro para la izquierda.

Estamos ante un proceso que va más allá de las caras, de las generaciones, de las experiencias vividas por los protagonistas del felipismo, cuando el PSOE tenía como misión sustituir a la burguesía progresista, o por la generación zapaterista, que apostó por el republicanismo cívico y se encontró inmersa en una crisis económica donde se ha impuesto la implacable dictadura de los mercados y las deliberaciones acerca de la democracia se han aparcado en el baúl de los recuerdos.

Este es el mundo que ha sufrido el último Zapatero y que tanto le ha transformado, aunque no tanto como para recurrir a lo fácil y optar por imponer desde arriba una solución decidida por unos pocos. No lo ha hecho. Hay que decir en su honor que ha optado por la fórmula más democrática. El no utilizar el dedo le separa de José María Aznar y el anunciar la decisión con tiempo, de Felipe González. Los aspirantes pueden aprovechar estas semanas para calibrar apoyos, sondear opiniones e imaginar programas. Es un mérito de Zapatero despedirse siendo coherente con lo mejor de su legado, permitiendo que la participación de los afiliados de su partido se haga realidad. Los afiliados del PSOE se lo agradecerán siempre, mientras que los militantes del PP echarán en falta el no poder ejercer un derecho democrático tan elemental y básico como participar en la elección de quien les tiene que representar.

Por Antonio García Santesmases, catedrático de Filosofía Política de la UNED.

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