Entre el renacer y la resignación

¿Qué es lo que más añoran los monjes?... Un nuevo repique de campanas. En este monasterio triste e inerme en que se ha convertido Argelia, todas las campanas están mudas. Con su sonido desgastado, lastimoso y grotesco, están acabando con nuestras esperanzas. Es la fanfarria preferida de nuestros gobernantes, siempre rogando, arrodillados ante el único dios al que reconocen: el Poder.

Desde la independencia del país el 5 de julio de 1962, los falsos adictos al régimen rechazan rectificar, alzar la cabeza para ver el atolladero que han producido por su empecinamiento en imponer una conducta obsoleta y estéril que todos rechazan. Rechazan cuestionarse y ponerse a trabajar. Pero, ¿qué trabajo? Nunca han sabido lo que significa eso. Como buenos hipócritas, son especialistas en taparnos los oídos a base de eslóganes estúpidos; nos infantilizan, nos embrutecen año tras año, conjugando elecciones vacías con elecciones falsas, hasta volvernos locos.

Estos artífices de nuestra derrota nunca dejan de decepcionarnos. Tras cada bancarrota nos prometen revisar sus copias y corregirlas, olvidando lo esencial: no son sus copias lo que está en cuestión, sino ELLOS mismos.

En las últimas legislativas, el pueblo argelino ha sido claro. No yendo a votar ha querido demostrar que ya no los quieren. Nunca un nivel de abstención había sido tan expeditivo. ¿Se ha entendido ese grito de desesperación? ... ¡No! El sistema esclerotizado trata de mantenerse a flote cueste lo que cueste, gracias a su hipocresía. Los mismos incompetentes nos proponen las mismas desgracias. Los mismos oportunistas amenazan nuestro hipotético devenir. ¿Qué se puede hacer? ¿Dónde darse de cabezazos? ¿A qué santo invocar? Lo que transita por nuestras calles es la perplejidad, el hastío, la rabia. ¿Qué esperar de un sistema en desfase total con la globalización desenfrenada a punto de tragarse todo el planeta? ¿Qué esperar de un sistema de gobierno que ha deteriorado nuestras escuelas y universidades; ha puesto de rodillas a nuestras instituciones y empresas; ha agravado la fuga hemorrágica de cerebros; ha ampliado las fracturas sociales; ha corrompido las relaciones humanas; ha envilecido a la ciudadanía; ha tergiversado nuestros sueños y ha desnaturalizado nuestras aspiraciones antes de potenciar la marejada islamista y arrojar al país a la crecida de los horrores y de la sangre? Los años de terror y de asesinatos, los millares de muertos y de atentados no han servido para que nuestros gobernantes recapaciten sobre la realidad. Al final, nuestras aldeas masacradas, nuestras ciudades envilecidas, nuestros ídolos inmolados como los corderos en la Aid el Kebir no han servido para nada. Las mismas bocas nos hablan desde lo alto de las tribunas, la misma espada de Damocles pende sobre nuestras cervices inclinadas. Después de tantos duelos y laceraciones, el pueblo argelino se encuentra en el punto de partida, rehén de un sistema podrido y ante las mismas incertidumbres. La corrupción ha alcanzado proporciones sin precedentes. Para conseguir un certificado de nacimiento o el documento más nimio para casarse, es imprescindible untar al funcionario de turno. Todos chantajean a todos: el funcionario de prisiones, el policía, el administrativo, el fontanero, el carnicero, el basurero. Los atropellos, las injusticias y las humillaciones cotidianas están a punto de convertir a nuestro país en una jungla inextricable y mortal. Ante un fiasco de tal naturaleza, la rabia alimenta otros discursos sediciosos que pretenden sumergir de nuevo a la sociedad en un nuevo decenio negro cuando aún no se ha extinguido el duelo por el terrorismo.

Los argelinos están cansados. Son conscientes de las desgracias que les acechan, pero al sistema eso le importa un bledo. Nuestros gobernantes sólo piensan en sus negocios, en sus chanchullos y en sus tráficos de influencias. Incluso las alimañas se dan cuenta del peligro, pero no nuestros gobernantes. Son insaciables, siempre al acecho del beneficio, sin preocuparse por sus abusos o la peligrosidad de su irresponsabilidad.

Nuestra juventud ha tocado fondo. No vislumbra nada más que dos salidas: irse a Europa o unirse al terrorismo. No tiene otra alternativa porque permanecer en el país, entre cuatro paredes, es aceptar pudrirse como la fruta que cae del árbol antes de madurar. Todas las tardes, grupos de adolescentes suben a embarcaciones improvisadas y ponen rumbo hacia España o hacia Italia, listos para morir ahogados en el mar oscuro antes que soportar un día más el estado de desolación múltiple que reina en la aldea o en el barrio. Todos los días, una administración estalinista se encarga de aplastar iniciativas positivas. Jóvenes emprendedores proponen proyectos de inversión, estudios para el relanzamiento económico, que son verdaderas bocanadas de aire fresco y, todas las veces, el sistema logra desalentarles con trabas burocráticas insensatas y sobornos.

Es evidente que Argelia no está muerta. Rebosa de talentos, incluso de genios. Sigue siendo amada por sus ciudadanos que no piden nada más que ayudar al país. He hallado a estas personas en Europa, en Asia, en EE UU, en cualquier parte. Son hombres y mujeres espléndidos, con una energía inmensa, que sólo sueñan con devolver a Argelia su belleza, su dignidad, sus sueños perdidos. Tenemos un país magnífico, rico y todavía virgen, un Eldorado en barbecho, un futuro gran Estado capaz de resplandecer en el Mediterráneo. Argelia es una América ignorada. Reúne todas las capacidades para rivalizar con los países de la otra orilla, para participar en el desarrollo de la cuenca mediterránea y contribuir a la emancipación del Magreb. Es una realidad evidente, pero existe otra incuestionable: el sistema debe desaparecer. Nuestros gobernantes deben saber que su puesto está en el museo de la necedad humana. Es imprescindible que den paso a la frescura de energías nuevas, modernas, a esas élites que han sido expulsadas o descalificadas, a esos argelinos portadores de esperanza y de competencia, bellos como sus sueños, puros como sus convicciones. Sólo entonces surgirá una era resplandeciente en nuestro país, en donde el islamismo, producto de la decadencia y de las humillaciones, no tendrá razón de ser, en donde la democracia, el trabajo, la libertad y la inteligencia serán los grandes puntos de referencia de los argelinos de mañana y de siempre.

Yasmina Khadra es el seudónimo literario del escritor argelino Mohamed Moulessehoul. El atentado (Alianza) es su último libro publicado en castellano. Traducción de Valentina Valverde.