Dice, con acierto, el Prof. Nieto que lo primero que hizo el liberalismo constitucional decimonónico fue recoger la herencia absolutista del Príncipe, pero agravando su alcance en el sentido de que, amparándose también en la fuerza, prohibió a los demás agentes sociales su tradicional participación en el universo jurídico, que reservó totalmente para sí mismo. De este modo el Estado pasa a ser un monopolio de la creación, ejecución y aplicación del Derecho. Esto es lo que Wiacker ha denominado el secuestro del Derecho por el Estado. El Estado legitima el Derecho, como éste legitima a aquél, cerrándose así un círculo hermético que se denomina Estado de Derecho. No entro ahora en el apasionante tema de las quiebras del Estado de Derecho especialmente en su ámbito aplicativo, pues lo que me interesa señalar es el monopolio absoluto y asfixiante del Estado sobre todas las cuestiones entre las que se encuentra la muy importante de nuestra vida diaria. Cada vez, y curiosamente a la vez que se predican por unos y por otros políticas liberales, la ambición reguladora es más intensa, más total. Se llega incluso a disponer, por una Consejería autonómica de Agricultura, que «no se podrá labrar la tierra en la dirección de la pendiente cuando la pendiente media exceda del 10 por ciento en cultivos herbáceos, salvo si la dimensión principal de la parcela está orientada en el sentido de la pendiente y la dimensión secundaria sea inferior a 100 mts. o que la parcela presente una forma compleja» ¡¡Qué pensarían de esto los eficaces y rudos labradores de antaño!!
Pero es que el Estado le ha cogido gusto -por defensa, según dicen, de nuestras vidas, del medio ambiente, de la cultura, de la racionalidad económica, etc., etc.- a regular todo y a regularnos todos nuestros actos. ¡No beba, no coma, no fume, practique sexo seguro, no corra, no grite o cante a partir de las 12, no gaste agua, no utilice el masculino sólo al hablar, no toque un matojo... y tantas y tantas más cosas, que sobre todo al tocar el medio ambiente llegan al paroxismo!
Esta omnipresencia del Estado, que quiere «hacernos felices», sin consultarnos sobre el procedimiento ni las formas, hace que la sociedad y los que la componen, los ciudadanos, corramos el peligro cierto del aborregamiento. Peligro de parálisis, de la dejación de la iniciativa en manos del Estado, de abulia, de contraer el virus de la «subvencionitis», de odiar el esfuerzo, de esperar que nos den todo hecho y en definitiva del ocaso de la llamada sociedad civil con todos sus componentes. Con tal ocaso abundan los cortesanos más que los ciudadanos. Cortesanos -en palabras de Pérez Díaz- de actitud obsequiosa y con la espalda convexa, proclive a la deferencia con el poder y al compromiso acomodaticio con éste, teniendo la vista puesta en su medio particular. Y ello frente al ciudadano, que, la espalda recta, mira a sus líderes políticos a los ojos, y los mira, incluso, como si tuviera la vista puesta, a través de ellos, en el bien común.
Quizá por ello las clases políticas de la democracia se han acostumbrado o dan por hecha la pasividad cívica a la hora de resolver los problemas del país, sin atender al hecho, según sigue diciendo el autor citado, de que si los ciudadanos soberanos nos reducimos a ser meros votantes (electorado cautivo), nuestra virtud cívica se atrofia y desaparece. Pasamos a ser borregos, aunque con derecho a voto para la elección del pastor.
De ahí que, para que una sociedad sea pujante, sea necesario que lo sean los que la componen. Que los ciudadanos tomen conciencia de su papel decisivo en la conformación de la sociedad y en su propio destino y felicidad. ¿Es el Estado el que nos debe hacer felices? Sería terrible que la respuesta fuera globalmente afirmativa. El Estado debe hacer lo posible para que podamos ser felices, pero ser felices es una tarea personal. El Estado debe procurarnos unos medios y un campo de juego que propicien la felicidad o, al menos, que alejen la infelicidad, pero nada más. Tales medios son económicos, culturales y sociales, y entre los sociales adquiere un papel primordial la familia. Unas políticas que no contribuyan a la solidez familiar, a su rol decisivo en la educación, y a su prosperidad económica, son políticas ciegas respecto al desarrollo armónico de la sociedad.
Hay que señalar, asimismo, que la omnipresencia del Estado en nuestras vidas nos va acostumbrando a jugar con handicap. Nos gusta poco la adversidad, el esfuerzo personal, la aventura empresarial, en definitiva, el riesgo. Hasta el punto que en las sociedades europeas, y en la nuestra desde luego, los ciudadanos van canjeando dosis de libertad por dosis de seguridad, de bienestar. Sin caer en la cuenta de que con ello van traspasando al Estado -a cambio del silencio y del asentimiento a sus decisiones- dosis trascendentales de su personalidad. Ser gallo, tener la mirada alta y la cresta enhiesta, tiene un coste que cada vez nos cuesta más asumir.
En nuestra propia profesión de abogados, a éstos les cuesta aceptar que son profesionales liberales y prefieren trabajar con sueldo fijo y seguridad contractual. Es un reflejo de lo que pasa en otros campos poco propicios al ejercicio profesional por cuenta propia. La medicina interna es un ejemplo clamoroso de lo que digo. Los médicos rurales, que han sido pieza inseparable de nuestra existencia durante siglos, han desaparecido. Habrá médicos en paro pero ninguno quiere ir a ejercer en un pueblo. En definitiva nos gusta el invernadero y tenemos pánico al páramo frío e inhóspito que, sin embargo, esconde más allá la tierra prometida. De ahí que los trabajadores autónomos y los pequeños empresarios sean en nuestro país una realidad digna de respeto y admiración. Como recuerda un viejo dicho, en España es más fácil trabajar por cuatro que hacer trabajar a cuatro.
¿Y qué hacer? Desde luego si esperamos que sea el Estado el que fomente la participación real y efectiva (y crítica) de los ciudadanos en la vida pública, podemos esperar sentados. Es preciso arrancar desde la propia sociedad, con líderes en los distintos campos de la vida social que sepan encauzar las ilusiones participativas (y vitalizadoras) de tantos y tantos ciudadanos. En esa línea, están las organizaciones cívicas de distinto signo (cultural, económico, social, etc.); los think tank o instituciones de elaboración de ideas, que tanto éxito tienen en el mundo anglosajón y tan poco en el nuestro; el propio mercado, y las empresas con sus reglas de juego establecidas, a los que hay que dejar funcionar, acierten o se equivoquen; las Fundaciones docentes, culturales y de beneficencia, dándoles un tratamiento fiscal mucho más generoso (menos rácano) que el que hoy tenemos, pues al final vuelve por otro camino lo que se da en el otro; y sobre todo necesitamos, desde la infancia, una educación orientada a la responsabilidad de cada uno en las tareas político-cívicas, al afán emprendedor, al amor a la libertad, al compromiso personal. Si por el contrario la educación se basa en el respeto al Estado, la minusvaloración del esfuerzo, la igualdad indiscriminada haga uno lo que haga y la afección proteccionista, poco se podrá hacer luego. Está muy bien que todos tengamos igualdad de oportunidades, pero unavez admitido en el campeonato y con la misma línea de salida, el que más corre llega primero y es el campeón. Estas son las reglas de juego en una sociedad pujante.
Juan Antonio Sagardoy, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.