Entre la basura y el violín

Por Luisa Castro, escritora (ABC, 23/09/06):

EN casa, a la hora en que los niños llegan del colegio, enciendo la televisión de un país supuestamente culto y desarrollado y veo a tres energúmenas sentadas en blandos sofás despotricando sobre vidas ajenas e íntimas. Suelen ser mujeres sin estudios, pero con una gran escuela de la vida: saben ganar dinero sin hacer otra cosa que denigrarse a sí mismas y a los demás. En este país supuestamente avanzado esto se gratifica con más audiencia y mayor caché para las invitadas. Miro el reloj, son las seis de la tarde, y me pregunto si ésta es la programación infantil. Pues sí, no hay otra. Ésta es. Repaso todos los canales que están a nuestro alcance, y la cosa no mejora. Estos son los programas de televisión con los que mis hijos se tropiezan nada más llegar a casa, si quieren distraerse mientras meriendan. Recuerdo que a su edad a mí me gustaba ese rato de televisión, antes de ponerme a hacer los deberes. Era algo que me servía para desconectar de la realidad, un tiempo de relax tras la jornada del colegio. Nunca vino nadie a apagármela o a censurarme éste u otro canal, pues la programación infantil estaba perfectamente definida. No había nadie que te vigilara. Entonces, a eso de las siete te levantabas, con tu ración diaria de chocolate y fantasía, y te ibas tan contenta a preparar los deberes para el día siguiente. Aparte del caso que te hicieran tus padres, mucho o poco, ese rato de televisión no era sólo un tiempo de distracción, además te dejaba con la sensación agradable en el cuerpo de que alguien, un ser abstracto, indefinido y familiar velaba por ti. Alguien, en algún lugar del país, desde un ente misterioso, se agazapaba en la parte trasera de los televisores y te regalaba esos cuarenta minutos de dibujos animados o de series infantiles. Y no costaban nada. Y eran para ti. No tenías que convencer a tu madre para que pagase canal Plus o canal Satélite. Nadie venía a apagarte la tele y a chillarte diciéndote que ese programa era malo, que ver la tele era malo.

Hubo un tiempo en que la televisión española jugó un papel importante en nuestro país, un papel tan aparentemente intrascendente como es el de pensar en los niños. Pero eso tocó a su fin. En este país los niños ya no existen, se les ha dado de baja desde hace bastantes años y no se cuenta con ellos ni cuando vuelven a casa. Sólo cuentan como valor de mercado. Madrugan como trabajadores del extrarradio, cogen sus autobuses con una ruta de media hora o más, desembarcan en colegios masificados e impersonales, comen comida precocinada e industrial en comedores semicarcelarios, en muchos casos no ven ni al padre ni a la madre hasta que se acuestan, y cuando llegan a casa agotados de la jornada escolar una chica les abre la puerta y los pone delante de la pantalla de la tele, con tres marujas chillonas e ignorantes recién pasadas por la peluquería, que les hablan de cuernos, de sexo, de robos, de anorexia y de enfermedad. También pueden escoger alguna telenovela donde las chicas son siempre o tontas o perversas y el dinero y la riqueza la gran ambición de sus protagonistas.

El tiempo pasa tan deprisa que se nos olvidan las promesas del día anterior. Nuestros hijos madrugan, hacen sus deberes, se comen lo que sea que les ponen en el plato, pero ¿qué hacemos nosotros por ellos?

Hace un par de años en este país estrenamos el nuevo curso hablando de la protección del horario infantil. Hace sólo un par de años. Fue la primera muestra de un poco de cordura en el degradado panorama de las televisiones. Por aquel entonces se estudió y se aprobó una ley que protegía a los niños contra la televisión basura, al menos recuerdo que esa era la intención de la ley. Ciertos programas no debían ser vistos a ciertas horas, y el lenguaje y los contenidos de los canales en abierto pasarían un control. ¿Qué fue aquella ley del gobierno que hace dos años pretendía proteger el horario infantil? No sólo no se llevó a cabo sino que la situación de los programas de televisión en horario infantil empeoró espantosamente, como si aquella ley fraudulenta y mentirosa sólo sirviera para lavarse las manos de lo que estaba por venir.

Lo que pasa con las televisiones es sólo una muestra más del desprecio con el que estamos tratando a los niños en nuestro país. A veces da la impresión de que los quisiéramos borrar del mapa, de que nos quisiéramos deshacer de ellos. Esta muestra de inhumanidad es sólo una prueba de lo pésimamente gestionada que está la televisión en España, y lo suicidas que estamos siendo. Si sus responsables no toman nota de ello y no lo corrigen es nuestra obligación, la de los padres que no queremos o no podemos pagar canales privados, recordarles que nuestros hijos y nosotros también somos ciudadanos, que lo somos desde que nacemos y nos inscriben en el registro civil, y que lo seguimos siendo cada año que pasa y que cumplimos con nuestros impuestos. Este vacío que la televisión pública está haciendo a nuestos hijos no es desde luego una cuestión de madre, secundaria y sentimental, es toda una prueba de la degradación política y social que sufrimos. Una degradación que comienza con la hipocresía política, esa falsedad que nos habla de inserción social, de ayudas a las familias, de apoyo a la mujer, cuando en realidad lo que estamos experimentando de día en día es la marginación y la opresión más salvajemente capitalista sobre quienes menos pueden, las familias con rentas más bajas, los niños y las mujeres. No hablo de mujeres trabajadoras porque esto me parece un pleonasmo, perdónenme.

Hace menos de dos años, el nuevo gobierno de Zapatero puso a la cabeza de Televisión Española a una mujer. Tenemos también una vicepresidenta y una ministra de Educación. La feminización que tantos retrógrados se temían con la llegada de mujeres a los órganos de gobierno debería de empezar a sentirse, porque no se siente, y ya se sabe que lo sensible es el comienzo de lo racional. No hay otro camino para la razón y la civilización que lo sensible. Las imágenes que vemos, las palabras que escuchamos, los actos que repercuten sobre nuestro cerebro y nuestro corazón. De poco nos van a valer las clases de Ética y la nueva asignatura para la Ciudadanía si no aprendemos antes a querernos y a querer a nuestros niños. Un pueblo no existe si niega a sus niños. Enciendan por un momento la televisión a las seis de la tarde, siéntense en el sofá, y díganme si no es deplorable lo que se ve y se oye, lo que se siente, desde este espantoso hogar que estamos empezando a construir. ¿En dónde van a esconder ustedes a sus hijos entonces? ¿en clases de violín?