Entre la confianza y la sospecha

Un hombre se caracteriza por su implantación fundamental en la existencia, por las metas que persigue y por los desafíos a los que responde. El itinerario de vida auténtica comienza con el recogimiento interior desde la dispersión en la exterioridad, sigue por la admiración, llega al asombro y termina en la alabanza. Es la existencia aposentada en aquella pasividad creadora, que partiendo del propio centro personal se abre a su fundamento y pregunta por su destinación. Pascal hablaba de la necesaria distancia respecto de las cosas y de la paciencia que aguanta la soledad, sin las cuales no es posible llegar al descubrimiento y realización de la vocación propia. Malebranche y S. Weil hablan de una atención absoluta, sin mezcla, que es ya oración.

En la cultura occidental han alternado estas dos posiciones en la comprensión y en la realización de la vida humana: la admiración y confianza por un lado, el recelo y la sospecha por otro. La afirmación de Aristóteles, heredada de su maestro Platón, vale para su época y para todas las siguientes. «Los hombres comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración» (982,10). Cuando se ejerce esta actitud admirativa ante las cosas el hombre queda sobrecogido por su variedad, color, extensión, lugar, servicio. Avanzando en este camino se pregunta no solo por esas cosas que ve sino por el hecho mismo de que existan, de que estén gratuitamente entregadas a nuestros ojos y manos. Ante este espectáculo de las cosas en su ingente diversidad, peso y brillo, dice Platón: «Quedé desfallecido escudriñando la realidad» (Fedón 99,d).

El tercer peldaño de esta escala hacia la vida auténtica es el asombro. Este tiene lugar cuando se da el paso de las cosas a la pregunta más simple. Desde Leibniz hasta Heidegger y Zubiri resuena ese cuestión radical. ¿Por qué hay cosas y no más bien nada? Esta pregunta se puede hacer desde el plano cosmológico o metafísico, pero el hombre, todo hombre, se la hace casi siempre desde el plano existencial, sin palabras pero siempre desde la conmoción de su corazón. ¿Por qué existo yo? ¿Qué va a ser de mí? ¿Cuento para alguien? ¿Alguien espera que yo me ocupe y preocupe de él? Si existe Dios, ¿qué espera de mí y qué puedo yo esperar de él? La historia de Europa está determinada por estas dos preguntas. Una es la técnica, que indaga la estructura, el funcionamiento y construcción de la realidad material puesta al servicio del hombre. La otra es la existencial, hecha unas veces por la filosofía y siempre por la religión. ¿Cuál es el sentido de la existencia? ¿Qué o quién ofrece salvación al hombre, que es finito y mortal, con ansia de santidad y a la vez herido por el pecado?

Ambas preguntas son igualmente legítimas e irreductibles la una a la otra. La actitud general durante gran parte de nuestra historia occidental ha partido de esta implantación admirativa, amable y confiada del hombre en la existencia. Pero a partir de un momento se ha sobrepasado esta actitud característica de las generaciones anteriores pasando de la admiración confiada a la interrogación crítica, a la duda, a la sospecha, a la negación de verdades sustantivas sobre el hombre, la historia, Dios.

Ricoeur ha caracterizado a Marx, Nietzsche, Freud como maestros de la sospecha. Cada uno a su modo invirtió la lectura anterior de la realidad. Marx desde la economía desplazando la comprensión previa de los valores e ideales, para él nacidos de las estructuras de producción y convivencia, no del asombro ante la verdad y la belleza. Nietzsche ha conmovido los fundamentos de la religión y de la moral, inyectando la desconfianza en lo que el hombre había hecho y dicho hasta entonces. No hay ser, dice, no hay hechos; todo es interpretación nuestra, que desde el miedo o ansia de dominación, hemos creado un mundo falso sobrepuesto a este. Reduce así la moral y la religión a fruto del resentimiento y de la voluntad de poder. Freud nos ha asomado a nuestros fondos y trasfondos en un vórtice permanente, en los cuales anidan los bajos deseos con la sexualidad como clave. Y concluyeron: no hay una filosofía pura, una moral pura, una religión pura, frutos de la razón pura. ¿Pero, ¿sólo eso es todo lo que podemos responsablemente pensar y decir? ¿Dónde quedan las grandes cuestiones del último sentido de la historia, del destino del hombre, de la posibilidad de la esperanza y de la realidad de Dios?

La contraposición entre admiración agradecida y sospecha negadora ha configurado generaciones recientes que han pasado a la presidencia de la sociedad y de la cultura. La anterior sospecha de las minorías ha pasado a las masas, incapaces de discernir lo que está en juego y de elegir en correspondencia. ¿Pero es verdad que admiración y sospecha, asombro y crítica, son irreconciliables? ¿Que tengamos que ser científicos en revisión permanente de todo o permanecer crédulos seguidores de una tradición recibida? La confianza ve, en principio, al otro como el amigo, mientras que de entrada la sospecha le ve como un enemigo.

No se trata de defender una postura contra la otra, sino de preguntarnos cuál es el lugar propio de cada una. Los fundamentos de la sociedad no son solo la ciencia, la técnica y la política en su desnudez axiológica. La vida humana, la vivida, gozada y padecida, recibida en el nacer y entregada en la muerte, tiene además de estos, otros fundamentos, asideros y fines. Junto a la lucidez crítica y la instancia que analiza, ¿no son fundantes de una sociedad verdaderamente humana valores como la confianza, la amistad, la generosidad, la piedad, la gratuidad y la gratitud? ¿No necesitan estas un reconocimiento y cultivo públicos? ¿No deben estar en los subsuelos y presupuestos de toda educación humanizadora, solidaria y esperanzada?

Sólo con una confianza acrítica no podemos vivir. Con ella sola sucumbiríamos a la magia, o a los poderes políticos, financieros e ideológicos pero tampoco podemos vivir apoyados siempre en la sospecha. Si solo tuviéramos ésta no serían posibles las relaciones humanas más elementales. A la verdad y a la belleza solo se llega si uno se abre y entrega a ellas. Al prójimo solo le conocemos desde la amistad, deponiendo todo intento de dominación o apropiación. «Nemo nisi per amicitiam cognoscitur» (San Agustín). Ahora bien, la confianza no puede ser identificada con la ignorancia, la ingenuidad, la carencia de puntales de referencia, actualizados siempre de nuevo.

Tampoco la sospecha basta para la vida verdadera. Agradecemos a Marx que nos haya recordado las relaciones existentes entre materia y conciencia; a Nietzsche que nos haya desvelado encubrimientos morales que no son fruto de la generosidad y del amor sino del resentimiento y de la voluntad de poder; a Freud, que nos haya hecho bajar a los subterráneos de nuestros oscuros deseos y pretensiones. Pero solo desde la legítima reducción crítica, absolutizando sus presupuestos, y conclusiones no se puede vivir. No da mejores resultados la sospecha, tanto en la ciencia como en la vida, que la confianza; evidentemente una confianza ilustrada y una sospecha humilde. De lo contrario la sospecha nos conduciría al escepticismo y a la perplejidad que hundirían al hombre en la desesperanza.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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