En los próximos días, el Partido Socialista Obrero Español debe tomar una decisión trascendente para el futuro próximo de nuestro país: votar no de nuevo a la investidura de Mariano Rajoy como presidente del gobierno, o abstenerse y facilitar la formación de gobierno. Mucho se ha escrito sobre la conveniencia de facilitar el gobierno o la felonía que supondría rendir al principal partido de la izquierda frente al maléfico poder de los herederos del franquismo. Se han argumentado cuestiones políticas —imposibilidad de realizar una oposición tras haber facilitado la investidura, apoyo implícito a sus políticas regresivas—, tácticas —hundimiento del apoyo electoral futuro—, y éticas —imposibilidad de apoyar por activa o por pasiva el gobierno de un partido que tanto daño ha hecho a la calidad democrática de nuestro país. No falta, tampoco, quien atribuye al PSOE un carácter de partido de régimen y que absteniéndose no hará sino cumplir su cometido: apuntalar el decadente régimen del 78 apoyando al Partido Popular. Una muestra más, por lo tanto, del carácter intrínsecamente engañoso de las élites del PSOE, que llevan traicionando su historia prácticamente desde los tiempos de la transición.
Por el lado de los partidarios de la abstención, se señala la necesidad de terminar con el proceso de indefinición política que dura ya demasiado tiempo, la conveniencia de ofrecer cierta estabilidad para poner en marcha una nueva agenda de reformas, la unidad de los partidos netamente constitucionalistas frente al desafío soberanista, o, más recientemente, la necesidad táctica de mantenerse como segunda fuerza política tras el traumático espectáculo ofrecido la última semana de septiembre, posición que seguramente se perdería en unas terceras elecciones.
Ante esta situación, cabe señalar dos aspectos que se están pasando por alto, quizá interesadamente, para analizar ponderadamente la situación. El primero de ellos es la realidad electoral: el Partido Popular ha sido el partido más votado en las elecciones, sacando casi tres millones de votos al segundo partido. Y lo ha hecho en dos ocasiones consecutivas. Números insuficientes para gobernar en solitario, sin duda, pero significativos. Adicionalmente, los partidos de centro derecha han superado a los partidos de centro izquierda e izquierda en el transcurso de las dos elecciones. Si el 20 de diciembre, la izquierda era mayoritaria, hoy lo es la derecha. Es decir, estamos en esta situación porque la izquierda no tiene una mayoría electoral. Conviene no olvidar esto: los partidos de izquierda, en un contexto de descomposición del Partido Popular, acosado por los casos de corrupción y por los efectos de sus políticas de recortes, no han sido capaces de superar al centro derecha.
El segundo aspecto es la imposibilidad fáctica de articular una alternativa mayoritaria. Las esperanzadoras negociaciones de enero y febrero, y la investidura de Pedro Sánchez, terminaron, lamentablemente, en fracaso. Hoy podríamos llevar seis meses de gobierno. Las razones para haber desperdiciado aquella oportunidad las conocen los protagonistas, pero sus efectos los vamos a sufrir todos. Tras las segundas elecciones, “el frente del no” no ha mostrado en ningún momento la capacidad de construir una alternativa, que necesariamente tendría que haber pasado por aparcar explícitamente las tensiones territoriales y en particular la situación de Cataluña. Parece poco viable que en dos meses se pudiera haber llegado a un compromiso a través de una negociación que lleva seis años varada en el inmovilismo de unos y el fervor independentista de otros.
Sobre estas dos realidades, nos encontramos hoy con una España dividida en tres tercios: 8 millones de votantes defienden el inmovilismo, 9 millones defienden la reforma y 7 millones defienden la sustitución del régimen del 78. La alianza reformista fracasó en marzo, no sumó los apoyos necesarios. El inmovilismo lo intentó en septiembre con resultados parejos. Los partidarios de la sustitución no cuentan, pese a sus esfuerzos, con el apoyo necesario para intentarlo. Pedro Sánchez intentó una nueva alianza entre reformistas y rupturistas que no llegó a buen puerto, y ahora el PSOE se encuentra en la tesitura de elegir entre ceder el paso al inmovilismo en el parlamento o cederlo en las urnas.
Desde la postguerra mundial, ningún partido socialdemócrata ha sido partidario de la ruptura. En su ADN está el reformismo gradualista, la evolución. La socialdemocracia es una fuerza de exploradoras, no de chamanes, en palabras de Víctor Lapuente. Su fuerza se basa en los grandes consensos y en la capacidad de atraer a sectores diversos bajo programas de largo alcance, a veces, sí, ambiguos: la socialdemocracia no florece en contextos de alta polarización. Cuando se vuelan los puentes, los socialdemócratas menguan, como el PSC en Cataluña o los laboristas en Escocia. El PASOK griego implosionó por no saber posicionarse frente al ajuste en Grecia, para ceder el paso a SYRIZA, partidaria del “no”, que termino aceptando el “sí” entre presiones internacionales. Si los extremos tiran de la cuerda, como ahora, el reformismo se quiebra. Tanto el PP como Podemos y las fuerzas soberanistas lo saben, para mayor provecho electoral de estas formaciones.
En términos éticos, que forman parte del debate, los socialdemócratas han sido impelidos a no apoyar al Partido Popular por su trayectoria, perjudicial para las instituciones y la calidad democrática de nuestro país. Así, parece claro lo que se debe hacer. Pero cabría preguntarse también, desde un punto de vista ético, si apostar por el diálogo, el reformismo, y por evitar una mayor polarización entre inmovilistas y rupturistas no es un bien superior a preservar.
La pregunta que debe contestar el PSOE es si quiere contribuir a la creciente polarización, o jugar un papel moderador en la vida política Española. Si quiere contribuir a la moderación, tendrá que soportar los descalificativos de los polarizadores, poco amigos de la ambigüedad. Si quiere contribuir a la polarización, que cuente con la desaparición de su proyecto, pues nada hay más pernicioso para una formación política que asumir un papel que históricamente no le corresponde.
Todo habría sido más fácil si el polo reformista hubiera mantenido la mayoría política y social que tuvo en el pasado. Pero no ha sido así, por múltiples razones, algunas ya señaladas por Ignacio Urquizu en este mismo diario. Y ahora toca decidir si quieren reconstruirla o la dan por finiquitada. Este es, y no otro, el debate al que se enfrentará el PSOE las próximas semanas.
José Moisés Martín Carretero es economista y autor de España 2030: Gobernar el futuro (Deusto 2016)