Entre la UVI y el cementerio

Por Gonzalo Fanjul, coordinador de investigaciones de Intermón Oxfam (EL PAÍS, 29/07/06):

En la primera mitad del siglo XIX, Gran Bretaña se convirtió al libre comercio. Aunque en casa el poder de los privilegios adquiridos mantuvo muchos aranceles intactos, esta misma regla no se aplicaba en el exterior. Cuando encontraba barreras comerciales en otros países, Gran Bretaña desplegaba todo el celo de un converso tardío. La "misión civilizadora" de la nación, a los ojos de sus líderes políticos de entonces, era eliminar todas las restricciones a la importación, mediante la persuasión, cuando era posible, y por la fuerza si era necesario. Cuando China prohibió la venta de opio a la compañía británica East India por razones de salud pública, el primer ministro, Lord Palmerston, decidió hacer valer el derecho al libre cambio: envió una escuadra naval a bombardear Cantón y otros puertos. El resultado fue el Tratado de Nanking de 1842, bajo el cual el emperador chino se vio forzado a establecer zonas comerciales abiertas.

Fue uno de los primeros tratados de libre comercio del mundo.

Más de 150 años después, las grandes potencias no han perdido gancho. De hecho, el bombardeo del mundo en desarrollo es el único recurso al que los países ricos no han recurrido para forzar un acuerdo en las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Tras cinco años de intensas discusiones, la Ronda del Desarrollo ha saltado por los aires, tal vez para siempre. Se pueden buscar eufemismos diplomáticos para explicar esta situación, pero lo cierto es que las inaceptables exigencias de los países ricos han tensado la cuerda hasta romperla. Con ello no sólo han hecho descarrilar este proceso, sino que amenazan el futuro de un comercio basado en un sistema multilateral de reglas.

En ningún ámbito la hipocresía de los ricos es mayor que en el de la agricultura, un sector del que dependen 900 millones de familias pobres en África, Asia y América Latina. Las cifras del proteccionismo agrario se acercan de nuevo este año a los mil millones de dólares diarios, la mayor parte destinados a grandes terratenientes y compañías multinacionales. Junto con los elevados aranceles de este sector, las ayudas a la agricultura fomentan la saturación de los mercados internos y la exportación de excedentes subvencionados, lo que hunde los precios internacionales y roba los medios de vida de millones de familias que carecen de alternativas económicas.

Con la suspensión de las negociaciones, las promesas de racionalizar este sistema se han evaporado. Una vez más, los poderosos lobbies agrarios de Europa y Estados Unidos han conseguido boicotear las reformas que exige una verdadera Ronda del Desarrollo, lo que supone una victoria inexplicable pero indiscutible. En una nota de prensa publicada tras el anuncio del colapso, la organización agraria francesa FNSEA (generosamente subsidiada por los contribuyentes europeos) declaraba que "el fracaso de la OMC es una buena noticia para todos los que piensan que el mundo debe ser solidario y tener un alma, y es una mala noticia para los liberales". La realidad, lamentablemente, es menos poética. Sólo en el sector del azúcar, el dumping de la Unión Europea destruye cada año 30.000 empleos en países tan necesitados de ellos como Zambia o Mozambique.

Hacer del comercio una herramienta para erradicar la miseria en la que se levanta cada día la mitad del planeta no sólo es una obligación ética, sino parte del interés propio. En ausencia de alternativas económicas que permitan a las personas pobres permanecer en sus países, iniciativas como el Plan África se reducen a un mero ejercicio de ilusionismo político. ¿Qué se espera que haga un padre de familia senegalés cuando el precio que recibe por su algodón se ha hundido a la mitad en cuatro años debido a la competencia desleal de los Estados Unidos?

Como declaró recientemente el ministro indio de Comercio, la Ronda del Desarrollo no ha muerto todavía, "está a medio camino entre la UVI y el cementerio". La única posibilidad de sacarla de esta situación es un cambio radical en la actitud y en las propuestas de los países ricos. Es hora de que Washington y Bruselas abandonen los reproches infantiles en los que se han ocupado durante los últimos días y hagan de una vez lo que se comprometieron a hacer cuando estas negociaciones se pusieron en marcha hace ahora cinco años: enfrentar con valentía la maraña de intereses creados por años de proteccionismo y poner el comercio al servicio del desarrollo y el sentido común.