Entre las manos de la Constitución

Por Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos (ABC, 07/12/03):

Estamos en un año de celebraciones, y además, no hay duda, muy significativas. Conmemoramos felizmente el vigésimo quinto aniversario de la Constitución de 1978. Con toda certeza el evento más gozoso, sobresaliente y crucial de la Historia moderna de España. Una Constitución que nos ha investido como ciudadanos, al tiempo que ha hecho posible un ilusionante desarrollo integrado de los pueblos de España que hoy, mirando atrás, nos sigue pareciendo gigantesco y ejemplar.

Una Carta Magna que satisface, como ninguna de nuestras Constituciones pasadas, las más excelsas ideas de libertad y prosperidad, tanto por lo que atañe a sus elevados principios, como en lo que concierne a sus señeras conquistas. Ni siquiera nuestras Constituciones más destacadas, como la liberal de Cádiz de 1812, la democrática Constitución de 1869 o la progresista de 1931, se pueden parangonar con la Norma Fundamental de 1978. Una Ley Suprema que ha incorporado, o por qué no decirlo, ha empujado literalmente a España a la modernidad constitucional. Nos ha equiparado, como Nación del mejor presente, con los Estados democráticos más adelantados de nuestro entorno, ligándonos de este modo en igualdad de condiciones, y como uno de sus artífices principales, al apasionante proyecto de construcción europea.

La Constitución ha sabido aglutinar todo lo eminente de un pueblo, el pueblo español, mientras ha impulsado, de manera impagable, la conformación de la España constitucional: la España pujante y animosa del nuevo milenio. Un Texto que expresa lo mejor de nosotros mismos. Basta a tal efecto con leer las sugerentes palabras de su Preámbulo: «La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad, y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de: Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo».

Ésta ha hecho así realidad el anclaje de un modélico marco de convivencia. Un integrador pacto social, asentado en un contrato constituyente, que supera las recurrentes tragedias cainitas de la parte más convulsionada y azarada de nuestra historia. Una Constitución bien denominada, por lo tanto, del consenso y la tolerancia, en el convencimiento de que el diálogo, la negociación y el compromiso, y no la unilateral imposición, son la única vía para el establecimiento y consolidación de un régimen basado en la libertad y la justicia. Un hito, por todo esto, fundacional, pero además, como todo lo que está vivo, de contornos creativos, abiertos y dinámicos.

Hace unos días, John Elliot, el prestigioso catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Oxford, nos recordaba, en una conferencia impartida en el Senado, «Constitucionalismo antiguo y moderno», la más relevante aportación de la Constitución: haber sabido hilar lo mejor de nuestra tradición más avanzada, iniciada en el año 1188, con la convocatoria en León de las primeras Cortes europeas, y los postulados del progreso más cercano, heredero de las ideas liberales y democráticas de la Constitución de Cádiz, con su afirmación del principio de soberanía nacional. Entre ambos hitos, el discurso tensionado, pero compartido con los demás países en su momento, entre la centrífuga Monarquía compuesta de los Austrias, la que podríamos denominar construcción horizontal de España, y los centrípetos Decretos de Nueva Planta de los primeros Borbones, la llamada España vertical.

Nuestra Norma de 1978 asume hoy, por lo tanto, el contenido intangible que define una Constitución. Aquello que nos permite hablar de verdadera Constitución, y no de burdas imitaciones. En primer lugar, el reconocimiento de un único centro de imputación de la soberanía: el pueblo español, de quien emanan todos los poderes del Estado. En segundo término, una formulación dinámica del principio de separación de poderes, estructurado sobre una ejemplar y moderadora Monarquía parlamentaria; unas representativas Cortes Generales que satisfacen las funciones legislativa y de control del Ejecutivo; un Gobierno que dirige la política interior y exterior del Estado; unos Jueces que desempeñan con exclusividad la función jurisdiccional; y un Tribunal Constitucional que vela por la supremacía de la propia Constitución. Y, por último, la garantía de un amplio elenco de derechos y libertades que garantizan un ámbito de privacidad de las personas, mientras se erigen también como elementos vertebradores del orden político y de la paz social.

Una Constitución vinculada estrechamente a nuestra admirada y admirable Transición Política. De suerte que Constitución y Transición Política se muestran como categorías interdependientes. No se puede entender la Transición sin una referencia a la Constitución, de la que ésta se decanta como su obligada síntesis político-jurídica; ni la Constitución al margen de la Transición, pues en aquélla se vislumbran todas las aspiraciones y anhelos de entonces. Nadie mejor que Don Juan Carlos, en el acto de apertura de la primera Legislatura, el 22 de julio de 1977, para resaltar tal singularidad: «El país tiene pendientes muchos problemas concretos. El primero es crear el marco legal adecuado para las nuevas relaciones sociales, en el orden constitucional, regional o en el de la comunicación humana. La Corona desea -y cree interpretar las aspiraciones de las Cortes- una Constitución que dé cabida a todas las peculiaridades de nuestro pueblo y que garantice sus derechos históricos y actuales».

Ha llegado el momento, y así lo hacemos en estas fechas, de distinguir sus méritos y honrar sus logros. Pero también debe serlo, y ello es lamentablemente una tarea aún pendiente, de apuntalar su vigencia en ciertos ámbitos, respaldar sus bases más sólidas y saber crear un compartido sentimiento constitucional. Una labor que nos compete a todos, poderes públicos y ciudadanos, pues todos somos sujetos activos de la misma e inmediatos y principales beneficiarios.

Quizás nada mejor que las palabras del escritor francés, de origen uruguayo, Jules Supervielle, en su obra El amor y las manos, para poner fin a estas reflexiones: «Y teniendo tus palmas prisioneras en mis manos / reharé el mundo y las nubes grises». Nosotros no requerimos de la Constitución, desde luego, tanto como el poeta, pero seríamos unos necios si no valorásemos lo alcanzado: ¡El refugio que supone vivir entre sus acogedoras manos! Festejemos sus venturosos veinticinco años, con el ánimo de que los venideros serán asimismo afortunados.