Entre líneas y contracorriente

Hace setenta y cinco años, el 18 de Octubre de 1941, almorzaron el Capitán de la Wehrmacht Ernst Jünger y el Catedrático de Derecho Carl Schmitt en el Ritz del París ocupado. El profesor citó a Macrobio: «No puedo escribir contra quien puede proscribir» (Non possum scribere contra eum, qui potest proscribere). La alusión entre líneas a Hitler era evidente para los demás comensales.

Schmitt había sido militante del Partido Nacional Socialista pero ya en 1941 se había distanciado. Al terminar la guerra fue encarcelado en Berlín por las tropas soviéticas pero enseguida, tras una corta comparecencia, fue puesto en libertad. Luego los americanos lo tuvieron en diversos campos de internamiento durante un año. Unos meses después volvió a la cárcel en Nurenberg hasta que el fiscal Kempner lo liberó sin cargos en 1947. Pero la República Federal de Alemania lo inhabilitó para enseñar.

Schmitt, admirador de Donoso Cortés, fue apreciado por pensadores muy diversos, sobre todo de izquierdas como Walter Benjamin, Georg Lukács, Habermas, Kojève, Derrida, Tierno Galván, los «maoístas» del 68 o incluso, horresco referens, Íñigo Errejón. También, naturalmente, por otros de derechas o conservadores como Francisco Javier Conde, Samuel Huntington o Alain de Benoist. Sobre todo fue muy amigo de Ernst Jünger y se influyeron mutuamente. Pero Schmitt al final de su vida, tal vez por una enfermedad degenerativa, se comportó con odiosa deslealtad hacia su viejo compañero.

Jünger fue muy conservador y por tanto nunca hitleriano. De hecho sí escribió contra Hitler en su novela Sobre los acantilados de mármol, parábola bastante evidente. Pero su «gran fondo de prudencia puntuado por audacias calculadas», según Hervier, su biógrafo, era la seña de identidad de sus dos arquetipos, el Rebelde y el Anarca. Su hijo, sin embargo, no entendió ese requisito del disimulo sin el que no hay odisea posible. Siendo guardiamarina a los 17 años lo oyeron criticar a Hitler. Acusado de derrotismo, pasó como soldado raso a una unidad de granaderos y murió en combate en una cantera de mármol, en Carrara. Al terminar la guerra Jünger fue detenido y en la zona británica de ocupación se le prohibió publicar durante cuatro años.

De los otros comensales, el Coronel Speidel estuvo involucrado en la conjura de Stauffenberg, fue encarcelado por Hitler y después por los americanos hasta 1949, tras lo cual Adenauer lo nombró asesor militar y luego fue General Jefe del Mando Centroeuropeo de la OTAN. El Capitán Grüninger desapareció en el Frente del Este al final de la guerra. El Conde Podewils fue prisionero de los británicos desde 1944 hasta 1946.

Por esas fechas Alexandre Kojève, otro pensador sobremanera multívoco, interrumpió sus reflexiones sobre Hegel y el Fin de la Historia para escribir una Notice sur l’autorité, que según Dominique Auffret, biógrafa y exégeta del ruso francés, «acepta la idea de que, en el caso de que los nazis saliesen victoriosos, habría que contemplar el trabajar con ellos para preparar contra ellos el post-nazismo». No se sabe si tal astucia emula el Pacto Molotov-Ribbentrop o algún proyecto del Mariscal Pétain. Kojève tuvo una doble o triple carrera brillante, como pensador de moda (más tarde inspirador póstumo de Fukuyama) y como alto funcionario, asesor del Gobierno francés en cuestiones de comercio internacional. Nunca ocultó que se consideraba hombre de izquierdas, pero fue muy admirado también por escritores y políticos de derechas. Según Raymond Barre, futuro Primer Ministro, uno de los lemas de Kojève era «la vida es una comedia y hay que representarla seriamente». Mantuvo correspondencia con Leo Strauss, con Schmitt y con otros pensadores conservadores. En 1999 se descubrió que había sido agente de la KGB soviética durante 30 años, desde 1938 hasta su muerte repentina en 1968.

También al comienzo de la Segunda Guerra Mundial trabajaban en uno o en varios servicios secretos a la vez, y celebraban sus éxitos en una buena mesa Philby, Maclean, Burgess y Blunt, todos ellos agentes soviéticos infiltrados en los servicios secretos británicos. La mesa corría por cuenta de un rico angloespañol, Tomás Harris. Fue él quien dirigió al agente doble español Juan Pujol, alias Garbo. Murió en Mallorca en circunstancias sospechosas. Graham Greene escribió a favor de Philby, pero nunca dijo que fue a verlo cuatro veces en Moscú y que luego informó al Director del MI6 británico. Greene decía que un espía comunista en Inglaterra era lo mismo que cuatro siglos antes un espía católico del Rey de España en la Inglaterra de Isabel I.

Mucho peor que los comensales antes mencionados –pero con idénticos recelos políticos– comía Leo Strauss por aquel entonces en su destierro londinense, donde fue a estudiar a Hobbes (por cierto que pese a ser judío lo recomendó Carl Schmitt). Escribió a Kojève, al principio de su amistad, «estoy muy sediento en este momento y no tengo el bueno y barato vino francés. Pero en su lugar tenemos el maravilloso desayuno inglés. Los jamones están demasiado buenos para ser cerdo y por tanto están permitidos por la ley mosaica con arreglo a una interpretación atea; son maravillosos los postres y dulces ingleses; y, además, la gente inglesa es mucho más cortés que los franceses».

Tanto Jünger como Schmitt, Kojève y Strauss tienen dos rasgos fundamentales en común. Su pensamiento es poliédrico, de tantas caras como tiene. Por eso los cuatro cautivaron a diestra y a siniestra. Y su magisterio fue esotérico y no exotérico.

Así pues todos los mencionados escribieron y vivieron entre líneas y a contracorriente. O lo intentaron. Pero no creo que muchos pudieran ver realizado el deseo que expresó Ernst Jünger: «cuando hay que nadar a contracorriente hay que pedir al menos que las aguas sean limpias». Habrá que preguntarse si alguna vez la corriente contra la que se nada es clara y no turbia. Contra las aguas claras no hace falta nadar.

Conviene no olvidarlo. La corrección política, por asimétrica y escorada a babor que sea, es la forma de censura más eficaz desde el ejemplo de autocensura antes citado, que recoge Macrobio. Se lo dijo el poeta Asinio Polión a Augusto. Mas ocurre que Augusto era un emperador ilustrado y la corrección política es igual de imperiosa pero carente de ilustración.

Muchos interlineados a contracorriente habrá que idear para dejar constancia de lo que cada cual piensa. No hay otra solución. Eso o, como Schmitt en aquel almuerzo parisino, declararse y creerse en la misma situación que el Benito Cereno de Melville, capitán de un barco de esclavos amotinados.

Marqués de Tamarón, escritor y diplomático.

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