Entre ‘Narcos’ y el Chapo: la saga del México moderno

A la izquierda, una escena de la serie de Netflix "Narcos: México", en donde el actor Diego Luna interpreta al narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo. A la derecha, una ilustración de Joaquín Guzmán Loera durante su juicio en Estados Unidos. Credit Carlos Somonte/Netflix; Jane Rosenberg/Reuters
A la izquierda, una escena de la serie de Netflix "Narcos: México", en donde el actor Diego Luna interpreta al narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo. A la derecha, una ilustración de Joaquín Guzmán Loera durante su juicio en Estados Unidos. Credit Carlos Somonte/Netflix; Jane Rosenberg/Reuters

En noviembre, unos días después de que comenzara en Nueva York el juicio al narcotraficante más famoso de la actualidad, Joaquín “el Chapo” Guzmán, Netflix estrenaba la cuarta temporada de Narcos, que llegaba a México después de pasar por la Colombia de los carteles de Medellín y Cali. Por su poder mediático, es inevitable que estos dos eventos, aunque de naturaleza y objetivos tan diferentes, marquen en gran medida el imaginario del mundo sobre el poder del narcotráfico mexicano en nuestra época.

La narrativa dominante dice que el narco es la causa de todos los males del México moderno: su destino a través de una guerra particular, marcada por la sangre y el dinero. En ese discurso, las drogas y el cuerno de chivo (AK-47) son el equivalente mexicano al vino y el bistec sobre los que ensayaba Roland Barthes en Mitologías al hablar de la identidad de los franceses. Pero el narco no es el principio y fin de México, sino el catalizador que acelera el funcionamiento del sistema corrupto e impune de un país profundamente desigual. Y una ventana para asomarse a él.

Narcos: México se sitúa entre las décadas de los setenta y ochenta para contar la historia de Miguel Ángel Félix Gallardo, un expolicía que acaba fundando el Cártel de Guadalajara, la primera gran organización de tráfico de drogas en México. Por el camino, además, hay una célebre reunión en la que un grupo de amigos y familiares, la mayoría sinaloenses, crean una corporación para repartirse el país en plazas para la distribución de droga hacia Estados Unidos.

En esta ficción sobre los orígenes de los cárteles, Guzmán Loera todavía es el Chapito, un campesino que con los años pasará de subalterno a ser la cara más visible del negocio. Unos años después, en la vida real, el Chapo será acusado de traficar drogas en cuatro continentes, protagonizará dos fugas espectaculares de cárceles de máxima seguridad en México —una en un carrito de lavandería; otra por un túnel—, aparecerá en la lista de Forbes de las personas más ricas del mundo y tendrá su propia serie en Netflix. Capturado por tercera vez en 2016 y extraditado a Estados Unidos, Guzmán Loera se encuentra ahora sentado en el banquillo en un juicio capaz de paralizar de vez en cuando las calles de la capital neurálgica del mundo.

Es entendible que la biografía de estos hombres de origen humilde se haya convertido en un gran producto de exportación. El crimen se las lleva bien con la ficción porque las vidas de los fuera-de-la-ley son fascinantes y porque la ficción nos muestra algo que la realidad solo nos ofrece a cuentagotas: ver los oscuros engranajes del poder.

En este segundo aspecto, tanto en Narcos como en el juicio a “El Gran Narco” hay un silencio que incomoda.

En los primeros capítulos de la serie de Netflix su habitual ritmo trepidante decae porque, en contraste con Colombia —donde los gobiernos se devanaban los sesos para entender las estrategias del narcotráfico—, en México el poder estatal (representado por el Partido Revolucionario Institucional,PRI) absorbe la corrupción generada por el narco con una naturalidad pasmosa. En Narcos: México, ese poder estatal permanece casi completamente escondido tras la sombra, el anonimato y hasta unos bips que ocultan el nombre de un alto funcionario del gobierno en la escena en la que torturan a Enrique “Kiki” Camarena, el agente de la DEA —la agencia antinarcóticos de Estados Unidos— que se convertirá en el primer mártir del narco mexicano.

Los espectadores percibimos una simbiosis entre lo ilegal y lo legal, pero no alcanzamos a entender el cómo ni el por qué. Ni se sabe si es que nadie escapa al poder de compra de Félix Gallardo o si este narco es solo una pieza de un sistema mucho más grande que su audacia, carisma y ambición.

Lo que se sabe del narcotráfico en México tampoco permite explicar esta simbiosis por completo. El relato periodístico que conocemos es que los narcotraficantes han creado una industria, al margen de las circunstancias sociales y económicas de los lugares donde opera; como si la conquista del territorio y sus riquezas, el control social sobre las personas que habitan en él y los intereses políticos y económicos —que constituyen el modus operandi del narco— no hubiesen sido siempre el motivo principal de las guerras a lo largo de la historia.

Con el juicio del Chapo, los mexicanos tienen la esperanza de entender por qué muchas partes de su país están desgarradas. Hasta el martes lo que se habían encontrado es la misma historia de unos criminales extremadamente violentos que se amigan, se enemistan y trafican droga por tierra, mar y aire del punto A al B, esta vez con detalles asombrosos contados por algunos de sus protagonistas: las latas de jalapeños usadas por el Chapo para esconder cocaína, sus vínculos con las Farc, las desorbitantes ganancias de un kilo de cocaína que viaja de Sudamérica a Nueva York, los asesinatos, los equilibrios de poder en el Cártel de Sinaloa. Un nombre surgió por encima de todos: Ismael “el Mayo” Zambada, alguien poco conocido fuera de México, pero que desde la sombra ha extendido el legado de Félix Gallardo.

El juez del caso, Brian M. Cogan, con el argumento de que el objetivo es solo procesar al Chapo, había frenado la exposición pública de otras líneas argumentales que podrían arrojar luz a la parte más oculta del narcotráfico: las acusaciones sobre sobornos a altos funcionarios mexicanos y hasta a los dos últimos presidentes o el papel de la DEA, del tráfico de armas y de Estados Unidos en operaciones como Rápido y Furioso. El 15 de enero, sin embargo, un testigo, Álex Cifuentes Villa, afirmó que Enrique Peña Nieto había recibido un soborno de 100 millones de dólares del Chapo.

Si es cierta, la acusación de Cifuentes Villa, traficante colombiano que trabajó con Guzmán Loera, significaría que la corrupción ha llegado hasta el máximo escalafón. Podría convertirse en la primera línea de un nuevo relato para el país. La corrupción no solo sería una compra de voluntades de un poder legal rendido por la plata y el plomo de los delincuentes que han puesto en jaque al segundo país más poblado de América Latina; si se investigara y se probara el soborno al expresidente sería más bien una cuota que unos aspirantes pagan en un exclusivo club para ser admitidos.

El personaje que ni el periodismo ni la ficción ni la justicia acaban de perfilar y que solo aparece como un actor pasivo que se corrompe es el Estado —representado por políticos y funcionarios de todos los niveles, corrompidos hasta el tuétano—. Ese mismo Estado que inició una guerra que solo ha traído más violencia y sobre el que pesan denuncias de violaciones de derechos humanos y ejecuciones extrajudiciales. Y, también, al que se le escapó dos veces el único preso que nunca se le debería haber escapado.

El problema con la saga del narcotráfico en México es que, a pesar de los más de 200.000 muertos en poco más de una década, aún no sabemos cuál es su extensión real ni tampoco qué lección nos enseña. Siempre que he entrevistado a víctimas y victimarios (muchas veces a personas que son las dos cosas) su última preocupación es si manda el grupo X o el Y. O si Joaquín Guzmán está preso o libre. Es una existencia carente de épica.

La libertad de la ficción en una serie como Narcos: México ayuda a poner el foco sobre la íntima relación entre el poder legal y el ilegal, aunque ese aporte suela quedar reducido a un lugar común fácil de digerir para sus audiencias masivas. En esta bruma, a medio camino entre la realidad y la ficción, lo único concreto es la violencia: amenazas, extorsiones, secuestros, desplazamientos forzados, asesinatos, desapariciones.

Hay una corriente en el periodismo que piensa que abordar el tema alimenta el mito y ensalza a los criminales y que es mejor dejar de hacerlo. Y es que el reto de investigar y contar el narcotráfico y la corrupción a su alrededor es muy complicado. Si esta historia solo se tratara de traficantes de droga audaces, carismáticos y temerarios, ese riesgo de idealizar al criminal quizás no valdría la pena. Pero en un país donde se mata con tanta impunidad, incluyendo a los periodistas, la violencia obliga.

Lo que deberíamos hacer desde el periodismo, la academia y la sociedad civil es investigar para desentrañar esta saga mexicana, como hacen los arqueólogos con los mitos de la antigüedad. Solo así sabremos qué hay de verdad y qué de leyenda moralizante que el poder nos cuenta para defender sus intereses. Esa es la diferencia entre dejarnos asombrar por el mito o cumplir con nuestra función: contarle a la gente la compleja y sangrienta historia del presente.

José Luis Pardo Veiras es periodista independiente, coautor de "Narcoamérica: de los Andes a Manhattan, 55.000 km tras la ruta de la cocaína" y fundador, junto con Alejandra Sánchez Inzunza, de Dromómanos, que actualmente investiga el homicidio en América Latina.

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