Entre numantinos y demoledores

De repente, tenemos la sensación de que todas las instituciones han envejecido. Las paredes maestras de nuestra vida pública se derrumban. Los grandes partidos se hunden. El presidente del Barça huye, el rey abdica, Rubalcaba abandona, Duran tiembla, Navarro dimite, pero la instrucción de Millet y Bárcenas nunca termina. Estos pícaros simbolizan el fracaso moral de una época que empezó cargada de grandes esperanzas, pero que ya sólo deja malestar, hastío y agresividad.

En la acera opuesta, avanzan los que se sienten perjudicados por el envejecido sistema. Son los jóvenes que ayer se indignaban y ahora abanderan unas ideas revolucionarias que se dieron por superadas. Son los republicanos que enviarían a la basura el pacto que Santiago Carrillo y Adolfo Suárez realizaron en la transición (el que posibilitó el reconocimiento entre sectores que hasta entonces se habían relacionado a tiros). Y son los catalanistas, reconvertidos al soberanismo: dispuestos a dar el portazo, convencidos de que una España plural es imposible.

A la inmovilidad con que la España institucional se encierra en sus miserias, responden los disconformes con respuestas extremosas. Una vez más en la triste historia de España empieza a prepararse un choque maniqueo. Una vez más, quieren dividirnos entre numantinos y demoledores. Nadie (excepto, por lo visto, la Casa Real) parece convencido de la necesidad de una regeneración. La democracia española podría asimilarse a uno de estos edificios modernos que se alzaron en los años setenta. Ya no se construyeron con cementos aluminosos, pero sus formas están pasadas de moda, tienen graves problemas de funcionamiento, no están adaptadas a las exigencias de ahorro y funcionalidad. Necesitan una reforma a fondo.

Hay que repintar la fachada, por supuesto, para dar entrada a rostros nuevos. Pero los cambios de fachada no servirán de nada si no se remoza de arriba abajo la estructura, si no se modernizan las instalaciones, si los acabados no sintonizan con las nuevas necesidades y sensibilidades. Hay que renovar las estructuras para que sean eficientes, representativas y transparentes a fin de que se adapten a las exigencias y necesidades de las nuevas generaciones. Y hay que hacerlo ya, sin dilaciones. De otro modo, la lógica frentista se impondrá.

Los optimistas, los conformistas y los escépticos (a veces creo que son lo mismo) impugnarán mi diagnóstico. Europa -dirán- ha incorporado para siempre el orden democrático y la paz. Sí, pero no debe olvidarse que la pax europea reposa sobre un único fundamento: el reparto equilibrado de la prosperidad en el interior de cada Estado y en todo el territorio europeo. La pax europea se fundó sobre la promesa de confederar los estómagos, que no los corazones, de los europeos. La promesa incluía la seguridad de que, con esfuerzo y aplicación, todos podrían sumarse a las prósperas clases medias. Y así fue hasta que llegó la crisis económica. El severo plan de estabilización europeo planificado por la troika, en lugar de posibilitar la ampliación de las clases medias, las restringe. Son ya enormes los segmentos de la sociedad que están en fuera de juego, atendidos en las cunetas, no por el Estado, sino por las organizaciones caritativas y por las familias. El empobrecimiento y desplome de las clases medias es un hecho. Consiguientemente, se esfuma el auténtico pilar de la identidad europea: la igualdad.

El famoso Thomas Piketty, en El capital en el siglo XXI (que estudia la relación entre el capital y las rentas del trabajo), demuestra que entre los años 1870 y 1910 los ingresos del capital eran un 600% superiores a los del trabajo. Después de la revolución rusa y las dos guerras mundiales esta relación cayó a la mitad. Sostiene Piketty que desde 1970 está subiendo de nuevo. Nosotros ya entramos en una Europa que se desdecía de su voluntad equilibradora. Sostiene Piketty que la dinámica de la economía actual conduce de nuevo al 600%. El análisis de este economista que las estrellas del neoliberalismo sólo consiguen enmendar en datos menores, es reformista, es decir, preventivo. Anuncia que las desigualdades acabarán provocando el retorno de los conflictos bélicos y las tensiones sociales del primer tercio del siglo XX.

El panorama político que las elecciones europeas han dejado es la demostración de que la tesis de Piketty empiezan a tomar cuerpo entre nosotros. El sistema, en manos de un PP inmovilista, se encierra en un búnker, mientras una fuerza rupturista se está configurando en la acera de enfrente. El hundimiento de los partidos centrales (PSOE, CiU, PNV) regala espacio a la confrontación. Una confrontación que va a ser territorial y social a la vez. El PP (que también se desploma) cuenta con un as en la manga para persistir en cabeza: la carta del miedo. Un PP abanderando el miedo, educado en la lógica aznariana de la estrategia amigo-enemigo, puede ganar otras elecciones, pero atraparía al nuevo rey en su lógica defensiva. Lo encerraría en su búnker. Y, por consiguiente, los cambios y reformas que el rey podría inspirar serían abortados. A gran velocidad nos acercaríamos de nuevo a los años treinta.

Estamos en un cruce histórico. O se acuerda una reforma a fondo del edificio para acercarlo a las nuevas generaciones, para repartir los costes de la crisis y para renovar el pacto territorial; o se avanza estrepitosamente hacia el pasado, hacia los choques maniqueos de recuerdo trágico.

Antoni Puigverd

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