Entre premisas anda el juego

Me sucede una cosa curiosa con las opiniones expuestas por Daniel Innerarity (EL CORREO 10, 11 y 28-3-2008) cuando responde a mi previo artículo: que estoy sustancialmente de acuerdo con sus ideas sobre las «reglas del juego» y, sin embargo, estoy en total desacuerdo con sus conclusiones, las que figuran en el último párrafo. Y que, claro está, son las que importan ¿Cuáles son? Que es preciso un nuevo acuerdo político entre el País Vasco y el Estado español y que éste debe necesariamente recoger la regla de bilateralidad en su interpretación y aplicación ¿Y a qué se debe esta ambivalencia en mi juicio? Sin duda, a la circunstancia de que entre su exposición normativa (premisa mayor) y su conclusión final ha introducido una premisa menor radicalmente inveraz: la de que el acuerdo vigente (el Estatuto) no es ya válido porque se ha incumplido, y lo ha incumplido precisamente el Estado al falsificar lo que debía ser un autogobierno político mediante una interpretación unilateral. Esta premisa fáctica, que no se argumenta siquiera sino que se da por probada meramente por ser enunciada, es la que conduce al razonamiento a su fracaso final.

Afirmar que el Estado español ha incumplido flagrantemente el pacto de autogobierno que se contiene en la Constitución y en el Estatuto de Gernika se ha convertido desde hace años en una auténtica salmodia del nacionalismo no violento. Según Innerarity, en España el autogobierno (político) ha quedado degradado en la práctica en una mera descentralización (administrativa). Lo malo es que, por mucho que se repita, esta afirmación no resiste la más somera confrontación con la realidad. Decir aquí y ahora que en Euskadi no existe un nivel de autogobierno político efectivo y operativo no es que sea incierto, es que resulta incluso inverosímil. Cualquiera de los índices que seleccionemos para medir el grado de autogobierno (el gubernamental, el institucional, el de gasto transferido, el de capacidad de financiación, el competencial, el control de la enseñanza o los servicios públicos, etcétera) nos coloca a la cabeza de la lista de federaciones que existen en el mundo. Naturalmente que existen fricciones con el Gobierno central, naturalmente que han surgido competencias nuevas derivadas de los cambios de circunstancias de los últimos veinticinco años que hay que regular (cuando se hizo el Estatuto no estábamos en Europa, no existía inmigración, no se pensaba siquiera en los nuevos pilares del Estado de bienestar como el asistencial a la tercera edad), naturalmente que hay flecos en disputa. Pero lo que no se puede, con un mínimo de seriedad, es decir que el autogobierno ha quedado falsificado o laminado por la acción del Estado. Copio una frase del profesor Ronald L. Watts, uno de los más serios y sistemáticos estudiosos mundiales del fenómeno federal: «España es una federación en todo menos en el nombre, con 17 comunidades autónomas que ostentan una habilitación constitucional para desempeñar un notable grado de autogobierno. España es ahora uno de los países más descentralizados de Europa» ('Comparing Federal Systems', Kingston, 1999).

La negación de la existencia de autogobierno en Euskadi (un punto en que, curiosamente, se está dando la razón retrospectiva a Batasuna, que lo denunció desde el principio) es un paso argumental necesario que el nacionalismo no violento precisa para poder justificar la reclamación de un acuerdo nuevo. Pero en el fondo no es sino una forma de evitar el amargo trance de reconocer que el problema del acuerdo es suyo, exclusivamente suyo, no del conjunto de los vascos. Porque acuerdo ya teníamos, ¿recuerdan? Si hemos llegado aquí es porque el nacionalismo no ha sido capaz de ejecutar un cierre razonable a esa su dinámica ideológica perversa, la que le lleva a impugnar como ilegítima cualquier situación que no sea la que él contempla como autorrealización final del pueblo vasco.

Ahora bien, incluso siendo falso el hecho en que pretende fundamentarse su reclamación, no deja de ser legítimo que el nacionalismo reclame una regla de juego tan obvia como la de que no puede haber pacto si no hay garantía de su control e interpretación imparcial. Porque los contratos cuyo cumplimiento está sometido al arbitrio de una sola de las partes no son verdaderos pactos, lo dice hasta el Código Civil. Ahora bien, de nuevo hay que examinar la premisa menor: ¿Es cierto que el pacto estatutario está sometido en España a la aplicación unilateral del Gobierno central?

La respuesta, en cualquier Estado federal como el nuestro, es negativa por definición. En una federación el autogobierno de las entidades federadas está constitucionalmente blindado y sustraído a la voluntad unilateral de cualquiera de los dos niveles de gobierno. Entre nosotros el blindaje llega a tanto que cualquier modificación, por mínima que sea, de un Estatuto requiere que sea el Parlamento autonómico quien la solicite y quien apruebe los nuevos términos, así como que la población los ratifique en referéndum. El Gobierno central no puede ni siquiera iniciar un proceso de cambio, no ya llevarlo a cabo. Y para garantizar ese blindaje en lo que se refiere a la interpretación y aplicación del texto existe siempre en las federaciones un órgano ajeno a ambos gobiernos que arbitra las diferencias entre ellos. Puede ser el poder judicial en general o bien un órgano constitucional creado 'ad hoc' como sucede con los tribunales constitucionales europeos y también en España. No puede por tanto afirmarse que en nuestro país las diferencias entre los gobiernos central y autonómico sean resueltas unilateralmente por el Estado central. Son resueltas, como todos sabemos, por un órgano constitucional independiente que se limita a aplicar el bloque de legalidad formado por la Constitución y el Estatuto.

Supongo que el nacionalista me dirá raudo: ¿Claro, pero el Tribunal Constitucional es también parte del Estado, con lo que es el Estado al final el que resuelve! Y le tendré que decir: Cierto, es así, pero si hablamos de Estados federales no hay otra solución. Porque todo Estado, por compuesto y federal que sea, es un único Estado. Si usted quiere otra regla, nos salimos fuera del sistema federal y del Estado mismo, y entramos en otra dimensión distinta, la de las llamadas 'confederaciones de Estados' o 'Estados asociados'. Que es por donde van hoy los tiros del nacionalismo vasco.

Con esa nueva regla que se exige pasa algo bastante obvio: que aceptarla es tanto como dar por determinado el resultado del juego. Porque lo que Daniel Innerarity plantea como nueva regla del juego, sin la cual no hay acuerdo posible según la parte nacionalista, es nada menos que aceptar de entrada el esquema confederal de bilateralidad perfecta entre poderes equivalentes. De forma que al Estado español se le plantea como condición previa de cualquier acuerdo el que previamente acepte renunciar a sus propias reglas constitucionales y reconozca la estructura confederal del acuerdo con los vascos. Se produce así un caso lógico de 'hacer supuesto de la cuestión': en la nueva regla de juego está ya contenido el resultado del juego mismo. Vamos, que no estamos tan lejos de Ibarretxe cuando exige un acuerdo, «pero desde el previo reconocimiento del derecho a decidir del pueblo vasco». La regla de juego contiene implícito el resultado buscado por una de las partes. Y así no vale.

Reconozco la legitimidad de cualquier impugnación (pacífica) de las vigentes reglas del juego territorial y de reclamar prudentemente (no mediante 'golpes de mano' tipo 'consulta') la discusión clara de la conveniencia de otras. Estoy de acuerdo en que las reglas hoy existentes no pueden utilizarse como valladar que impida discutir unas nuevas, ciertamente. Soy partidario de que se reconozca en la legalidad española la posibilidad de la secesión de partes del territorio o población. Pero creo que nunca puede exigirse que una discusión vaya precedida por la aceptación 'a priori' de una nueva regla que predetermina su resultado inexorablemente, como lo es la del arbitraje confederal o, lo que es lo mismo, que ambas partes son soberanas. Porque, aceptado eso como punto de partida ¿qué quedaría por discutir?

J. M. Ruis Soroa