La libertad de prensa siempre ha incluido la de consultar en las hemerotecas los diarios de hace 20 años para recordar todo aquello que olvidamos 10 días después de haber leído el periódico de hoy, este artículo, por ejemplo.
Pero Internet permite hoy consultar directamente todos los contenidos publicados por un diario desde su fundación y cruzar los datos recopilados con el resto de los indexados por los buscadores al uso para obtener mucha más información.
Así, mi nombre y apellidos -perfectamente olvidables, gracias a Dios- aparecen bastantes veces en la Red de redes y, desde luego, no todas las referencias son banales o positivas, que no se alcanza mi edad sin dejarse pelos en la gatera.
Por esto, muchas personas defienden el derecho al olvido, es decir, la posibilidad de exigir a los buscadores que borren todo rastro de nuestros pasos por este mundo, suprimiendo cualquier dato, embarazoso o no, que pudiera identificarnos.
Es mucho pedir. No estoy nada seguro de que censurar retrospectivamente las hemerotecas de este país para ocultar mis yerros y gazapos sea una buena idea. No lo es, desde luego, si la información era veraz, no invadía mi privacidad y se publicó lícitamente en un diario, en un boletín oficial o en un medio de comunicación, pues todos ellos son fuentes accesibles al público, incluso según la legislación española de protección de datos personales, una de las más estrictas de Europa.
La censura retroactiva de los medios de información es la cara oscura del pretendido derecho al olvido. Su consagración legal produciría efectos perversos e imprevistos por muchos de sus proponentes. Realimentaría nuestros prejuicios, perpetuándolos, en lugar de permitirnos encararlos y superarlos con humanidad. Reforzaría a las élites del poder, las cuales podrían seguir accediendo a los archivos en su soporte originario, y se agrandaría la brecha entre poderosos y desapoderados. Nos devolvería el vicio antiguo de matar al mensajero de nuestros propios recuerdos. Y -fíjense bien- el derecho al olvido combinado con el derecho a la memoria histórica pondría en las manos de cada generación un arma ideológica devastadora, pues los dos derechos juntos propician olvidar al secuaz y a sus desaguisados al tiempo que fuerzan el recuerdo imperecedero del enemigo histórico y los suyos.
Para salir del embrollo, hay que empezar por aclarar qué fuentes primarias de información son de acceso público y cuáles no han de serlo. Esto, en España, nunca ha estado claro y nuestro Tribunal Supremo ha suspendido varios recursos judiciales para preguntar al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas sobre la cuestión (Auto de 15 de julio de 2010, del Tribunal Supremo, Sala 3ª, Sección 6ª).
Luego hay que abordar la problemática general de renovar el derecho europeo sobre Internet, no solo la cuestión aislada del derecho al olvido. El actual ministro alemán de Defensa, Thomas de Mazière, ya advirtió, cuando era titular de la cartera de Interior, de que cualquiera, con un teléfono móvil en la mano, podría muy pronto tomar una fotografía de alguien sentado en la terraza de un bar y cruzar los datos biométricos recogidos con otras informaciones disponibles en la Red para identificar a la persona fotografiada (Bundesministerium des Innern. Datenschutz im Internet, 1 de diciembre de 2010). La línea roja de Internet ha de trazarse sobre las violaciones claras de los derechos de la personalidad, pero a la máxima altura posible, pues Internet es el foro público por excelencia.
Los personajes públicos o aquellos que se proyectan en la arena pública deben estar a las consecuencias de sus actos y la verdad no debería tener fecha de caducidad.
En la misma Alemania, cuando dos personas condenadas por haber asesinado en 1990 al actor Walter Sedlmayr demandaron judicialmente a Wikipedia para que retirara sus nombres de la enciclopedia y ganaron, muchos pensaron que la libertad de expresión había recibido un golpe. En el aire, con todo, pues la edición en inglés reproduce la información.
Tampoco es fácil resolver la cuestión distinguiendo entre actores -cuyos nombres acabaríamos por tachar- y sus actos -que podríamos recordar-. "SpotCrime" informa sobre delitos presuntamente cometidos en cualquier calle de cualquier ciudad norteamericana, algo que interesa a mucha gente. En este país, muchos objetarían que tal información estigmatiza a barrios enteros. Quizás. Pero también apodera a los electores frente a sus alcaldes y jefes de policía.
Entre recordar siempre y forzar el olvido por mandato de la ley, hay alternativas: comprender, perdonar, sonreír. Prefiero comprender, espero saber perdonar -y que me perdonen-, pero detestaría sonreír como un ignorante, sin saber por qué.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra.