Entusiasmo, fortaleza, bondad

Cómo negar la existencia de esos grandes males que acechan al hombre continuamente y que a veces le hacen renegar de la vida misma? El dolor, por ejemplo, y no tanto el personal como el que sobreviene cuando vemos sufrir a un ser muy querido. Yo esa realidad la palpo, como bien sabes, todos los días de mi vida. (…) Pero hay que saber vivir con el dolor y ser positivos. Y hasta cuando aparece la primera ocasión, esbozar una sonrisa y apelar al humor». «…Así que procuro salvarme agarrándome a lo que más me absorbe, que es escribir y escribir…».

Con su letra picuda y nerviosa, mi querido compañero de Academia, Manuel Fernández Álvarez, me expresaba en una reciente carta estas reflexiones sobre el cuadernillo que este periódico había editado dedicado al pesimismo y desahogaba en su escritura la tristeza y el amor entrañable y emocionante con el que rodeaba a su esposa enferma que ya no le reconocía y que, junto con sus hijas y sus nietos, formaban su entramado vital y emocional. En ellas es lo primero que he pensado al saber la triste noticia de su fallecimiento, pues como cuenta Fernández Álvarez en su Diario de un estudiante en tiempos de la guerra civil, por ellas había «apretado los dientes y aguantado» las embestidas de su corazón cansado y por ellas y por su querida y ausente enferma había sobrevivido una y otra vez. Imagino con tristeza su preocupación al irse definitivamente ahora, lleno de ilusión por la publicación de su último libro España. Biografía de una nación, sobre el que habíamos hecho los planes para su presentación en la Academia. Todos los que le hemos conocido y todos sus lectores perdemos a un gran historiador y a un hombre de bien.

Sus frecuentes y generosas cartas en estos últimos años, en los que además del cruce de libros y de presentaciones recíprocas o coincidentes respecto a temas históricos que compartíamos, he tenido el privilegio de ir recibiendo -igual que algunos otros amigos de nuestro historiador-, me han mostrado la inmensa humanidad de una persona en la que, por lo demás, el éxito y reconocimiento que desde hace años venía recibiendo por sus libros -varios de ellos convertidos en auténticos best-sellers- no sólo no habían cambiado para nada su bonhomía, sino que habían incrementado su generosidad, su alegría y su vitalidad.

Ese «escribir y escribir», que era para él un refugio salvador frente a las durezas del dolor de los que amaba y de la enfermedad, se ha traducido en los últimos años en un ritmo de publicaciones impresionante, prácticamente un libro nuevo cada año, acogidos con gran éxito, y en los que ha volcado una sabiduría histórica producto de larguísimos años de investigación paciente y de acumulación de materiales documentales y, por otro lado, le ha permitido dar vía libre a su vocación y gusto literario, nunca abandonado pero sí pospuesto.

Desde los títulos antes mencionados a los estudios sobre la princesa de Éboli, el Gran Duque de Alba, Doña Juana de Castilla, Cervantes, Colón, sus imprescindibles aportaciones sobre Carlos V y Felipe II, además de su deliciosa historia de España para niños, sus memorias volcadas en ensayos y en obra directamente narrativa, sus agudas y amenas incursiones en la historia de las mujeres olvidadas (Casadas, monjas, rameras y brujas…), prácticamente ningún género le ha sido ajeno en esta última década de su vida a nuestro gran historiador.

Es una de las pocas y privilegiadas personas en las que la edad no sólo no ha paralizado su trabajo, sino que lo ha multiplicado, siempre activo y abierto a los demás, siempre entusiasta para participar generosamente en todo lo que se le pedía, siempre risueño y alegre, y divertido, en su trato con todos. Su extensa obra, desde sus comienzos hasta el final, con un ritmo siempre creciente, hace honor a lo que otro gran trabajador y gran historiador, don José Antonio Maravall Casesnoves, decía de él al contestarle en su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia en 1987: que, «en plena madurez de su vida y de su labor», demostraba lo que era, «un investigador de cuerpo entero que lo es también de vocación», y al que agradecía «la precisión de ideas, la erudición, la amenidad que ha puesto en sus palabras».

Sólo cabe sumarse de todo corazón a esta acertada descripción de don Manuel Fernández Álvarez, a la que me gustaría añadir lo que una niña de 10 años, de Zaragoza, escribiera a don Manuel con motivo de su Pequeña historia de España, y de la que nuestro amigo me envió una copia orgulloso y emocionado: «Usted no sabe lo feliz que me ha hecho a mí… Me regalaron su libro por sacar buenas notas y además porque yo lo quería». A sus compañeros universitarios y académicos, a sus lectores, también Fernández Álvarez nos ha hecho felices y nos ha enriquecido con sus obras, con su escritura y con su ejemplo y humanidad. Siempre quedará entre nosotros.

Carmen Iglesias, miembro de las Reales Academias Española y de la Historia y presidenta de Unidad Editorial.