Envenenar las aguas

Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía en la Universitat de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC (LA VANGUARDIA, 23/01/06):

Se repite mucho en los últimos tiempos la idea de que una de las razones primordiales por las que resulta poco menos que imprescindible modificar el Estatut de Catalunya es el hecho de que en los años transcurridos desde que se aprobó han tenido lugar enormes transformaciones en muchos ámbitos, tanto a nivel catalán, como español, europeo o mundial, transformaciones que requieren su reflejo en nuevas normas legales. Es una idea ciertamente sensata, que no seré yo quien discuta. Pero me preguntaba, intentando no restringir el planteamiento al estricto plano jurídico, si no se podrían hacer consideraciones análogas en otros planos. Estoy pensando, concretamente, en el tema de la lengua. Porque también han pasado muchas cosas en Catalunya en los últimos años a este respecto. Me viene a la cabeza el tópico según el cual en Catalunya sólo son bilingües los catalanohablantes, correspondiéndoles a los castellanohablantes el cuasimonopolio del monolingüismo. Sin duda ésa era la situación de partida veinticinco años atrás. Pero las cosas han experimentado una enorme transformación. No podemos seguir hablando como si tantos años de escolarización en catalán, de medios de comunicación propios, de administraciones autonómicas y locales empeñadas en la promoción de la lengua, etcétera, no hubieran transformado la situación de partida, como si se pudieran mantener indefinidamente unos planteamientos resistencialistas, basados a menudo en una identificación, de todo punto falaz, entre lenguas minoritarias y lenguas amenazadas (cuando no en peligro de extinción). Lo que estoy intentando plantear es la necesidad de que de todas esas transformaciones se haga una lectura más rica y compleja de la que creo que se viene haciendo. Una lectura que a mi entender debería incluir forzosamente una dimensión autocrítica, que atendiera no sólo a la distancia que nos separa del punto de partida, sino a la posibilidad de que en más de un momento hayamos equivocado el trazado del camino. El que la cuestión de la lengua reaparezca, una y otra vez, en términos de problema, cuando no de conflicto, algo debería hacernos reflexionar. Quizá sea el modelo de sociedad que se ha estado intentando construir en Catalunya lo que resulte preciso reconsiderar. Un modelo en el que la lengua catalana desempeñaba una misión fundamental, la de ser el eje en la edificación de una presunta comunidad nacional (y, por ende, el pilar básico de cohesión de ésta). Algunos lo han planteado de forma tan sencilla como aparentemente inocente: un visitante extranjero que llegara a este país lo primero que percibiría es que sus habitantes hablan un idioma diferente del que hablan en los países vecinos, esto es, tienen una lengua propia. Es verdad el planteamiento, sólo que no es toda la verdad. Porque, aunque fuera cierto que un visitante extranjero repararía en un primer momento en ese rasgo, no lo sería menos que ese imaginario visitante en un segundo momento probablemente se asombraría de la facilidad con la que la mayor parte de esos mismos nativos pasan de una lengua a otra, que consideran tan suya como la anterior. Dicho de otra forma: ¿tan difícil resultaría asumir que nuestra especificidad (y no sólo una ventaja de orden práctico) viene constituida precisamente por esta riqueza, por esta doble alma? Por lo que hemos podido constatar a lo largo de todos estos años, deben de existir severas dificultades, a la vista del empeño demostrado por nuestras autoridades políticas en dictar normativas en las que daba la sensación de que la coexistencia fluida y armoniosa de catalán y castellano era el principal peligro que evitar. Obrando de esta manera, jugaban a un juego extremadamente peligroso, el juego de envenenar las aguas. Sin duda, tan peligroso juego ha proporcionado cuantiosos réditos políticos a algunos. En gran parte comprensibles, todo hay que decirlo. La lengua es ese material intangible en el que toman cuerpo sueños, emociones y recuerdos. Precisamente por ello constituye a la vez un material altamente inflamable. Apenas nadie soporta las burlas o las humillaciones a la propia lengua, a la particular manera de hablar del grupo al que pertenece. Ello explica y justifica en gran medida la persistencia de las viejas heridas en tantos catalanes, víctimas del inadmisible trato sufrido por su lengua, especialmente durante el franquismo. Pero quienes lo han padecido están en condiciones de -y, si se me apura, vienen obligados a- extremar la sensibilidad sobre tales asuntos, justo porque saben lo que se juega en ellos. Porque mucho más grave que prolongar de manera indefinida -y, lo que es peor, muchas veces artificiosa- un agravio sería generar uno nuevo, de signo opuesto. Urge por ello, en mi opinión, sustraer a las lenguas del debate político, reenviándolas a la esfera de la que probablemente nunca debieron salir, e intentar fundar ahí un nuevo modelo de cohesión social (prepolítico, en el sentido de condición de posibilidad de una vida pública mínimamente aceptable) en el que queden desterrados de una vez por todas el recelo y el malestar que ahora nos atraviesa. Para ello harán falta más cosas que la retórica de las grandes ocasiones o las tópicas declaraciones autocomplacientes sobre una presunta ejemplar convivencia entre lenguas (que, por cierto, si es tan ejemplar no se acaba de entender por qué motivo necesita de tantas oficinas y negociados que la controlen): harán falta gestos en la dirección indicada, claramente identificables por la ciudadanía. Aunque a muchos lectores jóvenes les pueda sonar extraño, hubo un tiempo, no demasiado lejano, en que ciudadanos de este país defendían en castellano entre nosotros, con orgulloso énfasis, su condición de catalanes. Hoy eso resultaría rigurosamente insólito, en la frontera misma de lo impensable. Tanto quienes tuvieron como quienes en la actualidad tienen responsabilidades de Gobierno no deberían estar satisfechos de lo que ha terminado ocurriendo. Más bien al contrario: deberían sentirse un poquito -aunque sólo fuera un poquito- avergonzados. Sin embargo, es curioso, se les ve contentos.