Envíen a Aristóteles

Una investigación de la compañía McAfee, de la que han hablado todos los periódicos, ha llegado a la conclusión de que el fenómeno del spam, es decir, de los mensajes no deseados que nos llegan por correo electrónico, produce un consumo de energía enorme. Un solo mensaje genera 0,3 gramos de dióxido de carbono, equivalente a las emisiones de un coche que recorre un metro de carretera. Parece ser que todo el spam en circulación consume 33.000 millones de kilowatios por hora de energía cada año, lo que equivaldría a lo que consumen tres millones de coches o dos millones y medio de hogares. De ello se deriva un efecto invernadero de 17 millones de toneladas de anhídrido carbónico. Omito otros detalles técnicos y me limito a observar que el spam, por lo tanto, no se limita a ser una molestia y a menudo una forma de robarnos información, sino que influye negativamente en nuestra salud.

Por lo visto, ninguna autoridad del mundo es capaz de reducir el spam, y tampoco los filtros que algunos de nosotros tenemos activados sirven de mucho: muchos mensajes no deseados pasan a través de sus mallas y parece ser que el mayor derroche de energía consiste precisamente en abrirlos o eliminarlos manualmente.

Son cosas que te dan mucha rabia y uno piensa cómo puede defenderse por sí mismo. Como no se me ocurre nada mejor, me entran ganas de vengarme. Se me ha ocurrido una idea, y naturalmente espero que centenares de expertos me contesten demostrándome que es irrealizable o perjudicial, por lo que les aviso de que tiraré a la basura esas cartas (considerándolas spam), puesto que solo pretendo lanzar una provocación.

Bien: dividamos a los que nos mandan mensajes no deseados entre pelmazos industriales y pelmazos artesanales. Me imagino que los pelmazos industriales tienen muchos medios para neutralizar mi protesta, pero hay millares de pelmazos artesanales, como los que en una lengua harto incierta nos dicen que hemos ganado un premio y nos piden nuestros datos, o el malayo que ha recibido una herencia enorme que por algún motivo no puede cobrar y nos pide que participemos al cincuenta por ciento para hacerla efectiva, evidentemente enviando una cierta suma como garantía, etcétera, etcétera.

Los pelmazos artesanales quizá ni siquiera tengan banda ancha y no sé si a ustedes les ha pasado alguna vez que algún majadero les mande todo un volumen de 600 páginas, con fotografías en color incluidas, mientras no estaban en su casa con su hermosa banda ancha sino en un hotel o una casa de campo, con el resultado de que, para descargar semejante basura, el ordenador se quedaba bloqueado durante por lo menos una hora.

Ahora, a este tipo de pelmazos se les puede contestar adjuntándoles la Biblia de Jerusalén. La pueden encontrar en italiano aquí, y tal como les llega tiene 1.226 páginas y pesa 11.574 Kb. Ahora bien, si en dos segundos le cambiamos el formato a doble espacio y a cuerpo 20, se llega enseguida a 6.556 páginas y a más de 14.000 Kb. No está mal: si tienen banda ancha, sale en pocos minutos, y si no, podrían hacer que el ordenador trabaje de noche. Si el que lo recibe no tiene banda ancha, alguna dificultad tendrá. Y si luego no fuera yo el único que se la mandase sino que centenares de usuarios hicieran lo mismo, el desgraciado se quedaría prácticamente inmovilizado.

Ya sé que al hacerlo contribuiría a aumentar la contaminación. Claro que si, por casualidad, a la vuelta de algunas semanas esta respuesta convenciera a una cierta cantidad de pelmazos para desistir, al final el precio energético pagado sería inferior a la ganancia final. Y además, pereat mundus, el placer de la venganza no soporta sórdidos cálculos.

Naturalmente, sin mucho esfuerzo, el plan se podría mejorar. El facsímil de la edición de 1552 de la Retórica y la Poética de Aristóteles, en formato PDF, tiene más de 37.000 Kb y las mismas dimensiones tiene la Summa Theologica en edición bilingüe. La Anatomy of Melancholy de Burton en PDF llega a 32.000 Kb; Los misterios de París, de Sue en edición francesa, él solo, a 76.871 Kb, casi seis veces la Biblia. Si además poseen ustedes una máquina eficiente y la ponen a trabajar de noche, pueden mandar todos los textos que he citado, juntos.

En fin, que también una organización industrial que viera llegar algunos miles de Biblias o de Los misterios de París podría pensárselo dos veces. Preciso, además, que para ver cuánto tiempo se necesitaba, la primera Biblia me la mandé a mi dirección. No conseguía encontrarla en la bandeja de entrada y me di cuenta de que algún sistema de filtros me la había enviado automáticamente a los elementos eliminados. Pero creo que el tiempo de descarga fue el mismo y, por lo tanto, la molestia para el destinatario, igual de consistente.

Umberto Eco, escritor. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción de Helena Lozano Miralles.