Epílogo triste

A lo largo de varios meses las dos mujeres han entrevistado al hombre importante en su despacho de la Diagonal. Sentados los tres en unos amplios sofás de cuero muy claro, muy confortables, con una coca-cola o un agua mineral o una infusión ante ellos -abstemios todos, al menos a estas primeras horas de la tarde-, pendiente la primera mujer -a la que podríamos llamar la Historiadora, que sabe un montón de cosas y quiere averiguar más- de que funcione correctamente la grabadora, mientras va tejiendo preguntas y respuestas en un tapiz impecable, implacable a veces, y admirada la segunda mujer -a la que podríamos llamar la Escriba, que se siente a menudo un poco inútil por no intervenir apenas en la conversación- de la pericia de su compañera, y de la espontaneidad sin tapujos con que el hombre le responde. Sintiéndose un poco inútil, pues, pero tan cómoda y relajada que a punto está de quitarse los zapatos, cosa que ni se le pasaría por la imaginación en las entrevistas con Narcís o con José, y no digamos con Jordi (aunque hay que reconocer la generosidad con que estos tres hombres, también importantes, les han concedido parte de su tiempo, y agradecerles su extrema amabilidad).

Donde sí se descalza la segunda mujer, la Escriba, es en las reuniones que tienen lugar con la esposa del hombre importante en el piso de la "casa grande", feudo ancestral del clan. Pues, si la Historiadora mantiene con Artemisa, y al parecer con toda la familia, una vieja amistad (y es este conocimiento personal de los protagonistas uno de los motivos que las han impulsado a escribir el libro), ella ha quedado fascinada. En palabras de Artemisa, se diría que se ha producido un feeling instantáneo. Tan encantadora, tan simpática, tan directa, "tan suya" le ha parecido la dueña de la casa, le hace tanta gracia el modo en que cuenta las cosas, la naturalidad desenfadada con que responde a las preguntas, las expresiones que usa, que le sugiere a su compañera que sus funciones de Escriba son innecesarias, y que pueden limitarse a transcribir las entrevistas y publicarlas tal cual, pero la Historiadora ni siquiera responde. Sólo ríe. Ríe también cuando la Escriba, que pese a sus muchos años sigue siendo una insensata, afirma con vehemencia que conocer a esta pareja habrá sido lo mejor, lo más gratificante, de la aventura, aunque tal vez, reconoce, esto haga más difícil para ella la objetividad.

También el protagonista de la historia, aunque ya no sea joven y esté enfermo, es un tipo encantador. Cariñoso, simpático, socarrón. Un seductor nato. Uno de esos hombres que se muestran solícitos, pendientes de ti, de si tienes sed, de si sientes frío, uno de esos hombres que te cogen por el brazo al cruzar la calle, y no te molesta, sino todo lo contrario, que te pasen confianzudos y protectores un brazo por los hombros, sobre todo si estás ingresando en la tercera o en la cuarta o en cualquiera sabe qué tardía edad, como es el caso de las dos entrevistadoras. Es muy probable que también a muchos hombres les haya parecido encantador.

Nada de esto aparece en lo que graba la cinta, pero no es preciso, la Historiadora y la Escriba y cualquier hombre de la calle saben que ha jugado un papel primordial en su carrera. ¿Cómo no iba a ser importante para un político tener carisma, tener "gancho"? Y nuestro protagonista los tiene, y lo sabe y los ha utilizado a fondo. Le es fácil hacerse querer, le ha sido fácil relacionarse con gente de muy distinta condición, aunque es seguro también que muchos otros le habrán detestado y envidiado.

No es tan seguro, pero sí posible -la Escriba piensa que tendrá que discutirlo con la Historiadora- que estas ventajas iniciales no vayan ligadas a muchos de los defectos que se le achacan y que le han hecho en ocasiones vulnerable. Dicen que es caprichoso, imprevisor, fantasioso, optimista en exceso, demasiado confiado en los demás, y sobre todo en sí mismo, lento por tanto en advertir las amenazas, poco previsor, poco respetuoso con las normas, propenso a palabras y actos impremeditados e inaceptables en la posición que ocupa... Dice Artemisa, una Artemisa leal y enamorada cuyo testimonio no merece entera confianza, que una de las características de su marido es la honestidad. ¿Será eso cierto? ¿Puede un político permitirse el lujo supremo de la honestidad sin pagar por él un altísimo precio?

El hombre carismático dialoga con las dos mujeres en su despacho, mientras oscurece despacio tras los ventanales y, como nadie prende la luz, van quedando sumidos en la penumbra. Ha desaparecido la última secretaria, se ha fundido el hielo de la coca-cola y del agua mineral, se ha enfriado la infusión. En un grado mayor de intimidad, el hombre contesta con prolijidad de detalles a las preguntas -incluso cuando giran en torno a temas dolorosos como los espinosos problemas de sus hermanos, o su propia enfermedad-, bromea socarrón y pasa luego largo rato recitando o leyendo o buscando la traducción más correcta a una expresión difícil de los sonetos de Shakespeare. Le encanta leer en voz alta, le encanta el cine, la música. Tiene la suerte de que le gusten e interesen muchas cosas.

De su enfermedad ha hablado con total normalidad, sin dramatismos, sin culpar a nadie ("el estrés y los disgustos pueden provocar una depresión, pero no modificar una proteína"), sin alardes ("¡dicen que soy muy valiente! ¿Valiente, por qué? ¡A la fuerza ahorcan!"). Siempre combativo, siempre dispuesto a ir a por todas, siempre optimista, luchará -codo a codo con Artemisa- contra la enfermedad. Es posible que se descubra a tiempo un remedio eficaz que la cure o haga más lento su avance. Es posible que no. Pero en el peor de los casos, ese hombre carismático, todavía atractivo, que lee con entusiasmo en la penumbra los sonetos de Shakespeare, ha sido un afortunado. Puede afirmar, con Neruda, "confieso que he vivido". La historia, que tiene la última palabra, será generosa con él, porque, en un ámbito limitado pero que es el nuestro, ha mejorado su curso, ha convertido una ciudad de tantas en una gran ciudad, ha intentado, y a veces -no siempre- conseguido, lo que nadie había intentado, ha sido aclamado por multitudes, ha sido amado. En su lápida podrían escribir: "Aquí yace un hombre que supo hacerse querer". Y además, aunque llegue el olvido, algo ha de subsistir. Al margen del cerebro, una piel reconocerá el contacto de otra piel, la piel de su mujer seguirá siendo la de siempre, y la amará aunque crea que la toca por primera vez. Y resulta terrible -terrible, pero también maravilloso- fantasear que descubre las Variaciones Goldberg y se pregunta admirado cómo puede no haber oído antes algo tan hermoso, fantasear que las ha oído mil veces y disfruta de ellas con el placer supuestamente irrepetible de la primera vez.

Esther Tusquets, escritora.