¿Era Franco de Krypton?

Si hay que hacer caso a quienes reclaman un proceso constituyente, Arias Navarro nos mintió: Franco no ha muerto. Excluidos espiritistas, quienes participan de esa opinión, por lo común, lo que nos quieren decir es algo así como que el dictador atinó cuando afirmó que lo dejaba todo “atado y bien atado”. Una opinión ligeramente menos espiritista que la anterior, pero no menos disparatada. Y es que cuesta pensar que, entre las trayectorias posibles de lo “atado y bien atado”, Franco contemplara el divorcio, el matrimonio homosexual, el aborto o la presencia institucional de un partido entroncado con ETA. Franco, sencillamente, habría votado en contra de la Constitución con lemas parecidos a los que asomaron en la cartelería de aquellos días: “Frente al SÍ del comunismo, el NO de los católicos”.

Con más modestia la fórmula Franco no ha muerto viene a ser un modo económico de afirmar la existencia de importantes continuidades entre la dictadura y el régimen del 78, por utilizar una expresión de cierto tráfico. La Constitución sería la cristalización más precisa de una Transición tutelada por el Ejército franquista. Para decirlo con el léxico de la época, la reforma se impuso a la ruptura.

Era Franco de KryptonUna descripción que esconde una trampa: quien habla de “reforma” ya ha establecido, de rondón, la continuidad. Por definición, reforma conlleva continuidad: si se reforma una casa, la casa sigue siendo la misma. Naturalmente, los juegos de palabras, eficaces en las bataholas televisivas, no sustituyen lo que requiere análisis de contenidos y pruebas documentadas. Para ver que, en lo que importa, no hubo continuidad basta con hacer un paralelo con la situación actual: las propuestas de reforma constitucional no suponen acabar con la Constitución. Pues bien, en ningún sentido esa hipotética reforma se parecería a la reforma de entonces. Sencillamente, la Constitución no fue una reforma de las leyes del Movimiento. Fue resultado de un genuino proceso constituyente.

Con mayor detalle, la tesis continuista se desglosa en tres variantes: como continuidad histórica entre nuestra democracia y la dictadura; como continuidad de legitimidad entre el régimen de Franco y la Constitución, algo que se mostraría, en primer lugar, en el caso de la Corona, impuesta por decisión de Franco; como continuidad jurídico-política, en tanto el nuevo marco constitucional no arranca de los proyectos de la oposición sino de la legalidad de Franco. Los tres juicios son, en cierto sentido, verdaderos, pero, el sentido en que lo son, resultan irrelevantes para lo que pretenden avalar.

La primera continuidad, por inevitable, resulta insustancial. Se limita a reconocer una secuencia: la democracia siguió a la dictadura. Nuestra democracia continúa el franquismo como el franquismo la República. No tan lejos, pues, de esos historiadores conservadores que defienden la dictadura porque “estableció las condiciones de la democracia” y que, de ser consecuentes, deberían admitir que, a su vez, la República fue condición de posibilidad del régimen de Franco y, por lo mismo, de todo lo demás. Una locura, sí, pero extendida. Después de todo, algunos sostienen que el origen de la I Guerra Mundial está en la decisión de dividir el Imperio Romano entre un Occidente que hablaba latín y un Oriente que discurría en griego.

También resulta inexacta la afirmación de que Franco impuso la Monarquía. La Monarquía de Franco no es la actual como tampoco el átomo de Demócrito es el de Bohr o la Generalitat de 1359 es la que encuentra su legitimidad en la Constitución, por más que los nacionalistas repitieran que Mas era el ciento no sé cuantos presidente de la Generalitat. El Rey de Franco significaba “el rey con el poder estipulado en las siete leyes del Movimiento”, el que, por ejemplo, podía nombrar presidentes de Gobierno. A partir del 29 de diciembre de 1978 “Rey de España” significa otra cosa, lo que especifica la Constitución, algo muy parecido a “rey de Suecia”.

La última continuidad nos devuelve a una vieja disputa de la Transición, entre quienes aspiraban a reformar las leyes del Movimiento hasta hacerlas compatibles con una democracia tutelada y quienes sostenían que solo cabía la ruptura. Una disputa desenfocada: en realidad, no se refería a cómo se construía lo nuevo sino a cómo acababa lo viejo, si con el suicidio legal, tal y como fue, o con una suerte de revolución, al modo portugués. Lo importante era otra cosa, un resultado final que parece indiscutible: la Constitución, sin continuidad con las leyes de Franco, acabó con la legalidad anterior. Otra cosa es que algunos lo ignoren, como Alfred Bosch, diputado de ERC, cuando, con el apoyo de PNV y CiU, solicitó “al Parlamento español la restitución de la soberanía de Cataluña mediante la derogación del Decreto de Nueva Planta promulgado en 1715”.

Despojada de aditamentos, la tesis continuista se apoya en un contrafáctico: la Constitución quedó contaminada por la tutela de fuerzas franquistas. En ausencia de éstas, se dice, habría sido otra, verdaderamente democrática. Una comparación, entre lo que fue y lo que pudo ser, que, aplicada debidamente, no deja obra humana en pie. Desde luego, no se salvan la Constitución norteamericana de siempre, la republicana del 31 o la alemana de ahora: unas no las votaban mujeres o negros y otras se escribían al dictado de potencias extranjeras. En comparación, la nuestra parece redactada por el departamento de Filosofía de Harvard recluido en Davos durante dos años. La comparación con lo que pudo ser o se puede imaginar, desatada, nos entrega a la resignación, sobre todo, si ampliamos el foco hasta concebibles horizontes morales, por ejemplo, los que contemplan la ciudadanía animal (Kymlicka, p.e.).

Por lo demás, el cuadro histórico continuista de la Transición resulta incompleto. Aquellos eran otros tiempos en muchos sentidos. Nuestra Constitución se redactó en una atmósfera intelectual señoreada, en España y en Europa, por una izquierda que elaboraba sus programas pensando en el socialismo, utilizaba “socialdemócrata” como insulto y consideraba al Estado de bienestar como un trampantojo. Podemos, en aquellas coordenadas, se enmarcaría entre las familias de UCD. Esos aires se respiran en muchas de las esquinas de la Constitución, en menciones a la propiedad, las nacionalizaciones, la planificación o los derechos sociales. No creo que las cosas mejoraran con un nuevo proceso constituyente, ese abracadabra que muchos utilizan para soslayar respuestas reales a problemas reales. Bueno, sí, de hacer caso al parlamentario de Compromís que expresó al Rey su deseo de recuperar en la próxima legislatura los Furs de 1261 —eso sí, “adaptados al siglo XXI”—, mejorarían para unos, los empeñados en romper nuestra unidad de democracia y de justicia.

Félix Ovejero Lucas es profesor en la Universidad de Barcelona.

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