¿Era necesario llegar a esto?

Por Soledad Becerril, Senadora por el Grupo Popular (ABC, 28/10/05):

El texto que el Parlamento de Cataluña ha remitido al Congreso de los Diputados es un documento muy largo -más de doscientos veinticinco artículos- y complicado pero perfectamente inteligible en sus propósitos: el estatuto prima sobre la Constitución española y a partir del mismo nada puede hacer el gobierno de la nación en aquella comunidad que no cuente con el consentimiento de sus instituciones de gobierno, ni siquiera en aquellas pocas materias que aún le quedan como competencias. La administración del estado sobra, el gobierno de la nación sobra, las Cortes Generales tienen muy poco que decir y se ven obligadas a modificar legislación básica del estado, y en las instituciones de ámbito nacional deberá haber siempre una o unas personas designadas por la Generalitat. Es decir, el estatuto también decide para los demás.

En materia de impuestos lo que se grave a un empresario que esté domiciliado en Cataluña y que tenga negocios en Andalucía se recaudará en Cataluña, se gestionará en Cataluña y sólo se negociará con el Estado lo que de esto quede para que se redistribuya entre los demás, como cuota de solidaridad. Y para calcularla se tendrá en cuenta el esfuerzo fiscal, lo que significaría que a mayor esfuerzo de una comunidad por tener una renta media alta su aportación sería menor. Así, si Gas Natural absorbiera a Endesa, por poner un ejemplo, los impuestos sobre los beneficios de Endesa en Andalucía serían recaudados y gestionados por el gobierno de Cataluña.

Cuando escuché, hace unos meses, decir al Presidente del Gobierno, en el Senado, que la nación era un concepto discutido y discutible comprendí por dónde iban a ir las cosas, porque no me escandaliza que un profesor diga a sus alumnos de derecho que sobre el concepto de nación ha habido distintas teorías, pero sí que un Presidente de Gobierno no tenga clara y definida su idea de nación y no mantenga una posición sobre la misma. La nación supone la idea y aceptación de vivir juntos, de compartir y repartir, y de dotarse de las instituciones y poderes que hagan posible ese proyecto común. Y esta acción conjunta y compartida es lo que hoy en día caracteriza a una nación. El estatuto no habla de la nación española pero sí define a Cataluña, en su artículo primero, como nación.

¿Era todo esto necesario? ¿Era necesario entablar un debate que divide a los españoles, en un país que tanto ha padecido, en tiempos no lejanos, por grandes divisiones internas? ¿Era necesario que nos preguntáramos ahora qué somos, después de una Constitución que había cerrado la brecha entre la derecha, la izquierda, el centro, nacionalistas y no nacionalistas? Qué poco tiempo nos han durado nuestros buenos propósitos de convivencia.

Parece evidente que ni era necesario, ni había, ni hay, una demanda social que exigiera una revisión de tal naturaleza; sí ha habido una carrera para ver quién llegaba a más entre los partidos presentes en el Parlamento de Cataluña, con excepción del PP, espoleados por los diputados independentistas y con el continuo aliento del Presidente del Gobierno, que no ha hecho más que dar alas a los afanes de esta reforma constitucional.

Se dice, ahora, que el texto ya está y que lo que hay que hacer es tratar de encajarlo en la Constitución y evitar toda ruptura. Lo que haya que hacer no nos exime de denunciar el cómo se ha actuado y la ligereza con la que el Presidente se ha comportado. Tampoco es cuestión, ahora, de no decir nada sobre la actuación de los socialistas de Cataluña. Creíamos que pertenecían a un partido socialista o socialdemócrata con un proyecto para toda España y con firmes convicciones sobre los pilares que sustentan todo estado moderno, entre otros el de la redistribución de la renta entre las personas. Estábamos equivocados: la redistribución es sólo dentro de los territorios y su proyecto no es para toda España.

Dicen personas del entorno del Presidente que este tiene una visión nueva de la Constitución, basada en el republicanismo cívico y en la tradición de la revolución "democrática". Pues no sólo es una visión nueva, lo cual ya es bien arriesgado sino una concepción de ruptura con lo anterior, y la revolución "democrática" es mejor no experimentarla en estos momentos porque también en la Segunda República se defendió y cosechó un histórico fracaso.

Ahora se pide responsabilidad al Partido Popular para arreglar este enorme desaguisado y se afirma que si el PP no pacta unas modificaciones con el PSOE que enmienden y enderecen este estatuto será el responsable de una posición de ruptura.

Todavía esperamos que alguien en el partido socialista entone el mea culpa.