Éramos una colonia feliz

El Proyecto 4645 organizó una instalación con miles de pares de zapatos frente al Capitolio en San Juan en representación de las más de 4000 personas que murieron a consecuencia del huracán María en Puerto Rico. crédito Alvin Báez/Reuters
El Proyecto 4645 organizó una instalación con miles de pares de zapatos frente al Capitolio en San Juan en representación de las más de 4000 personas que murieron a consecuencia del huracán María en Puerto Rico. crédito Alvin Báez/Reuters

El otro día conduciendo por San Juan me topé con un semáforo que marcaba la luz roja y la verde a la vez. Ante la imagen confusa esperé y avancé en una especie de mediana infracción.

A un año del paso del huracán María por Puerto Rico los semáforos que sí operan, aún lo hacen con problemas e interrupciones, como el resto de los servicios y como el resto del país. De tan obvia, la metáfora de la isla sin luces que la dirijan incomoda y recuerda lo evidente: no siempre es posible vivir dos verdades a la vez.

Es cierto que muchos ya hemos vuelto a tomar baños de agua caliente, a conseguir alimentos frescos en el supermercado y a encender luces en la noche. Pero no lo es que la normalidad haya regresado. Aún hay familias en rincones olvidados que han visto pasar un año en el desamparo. Otras se han ido de la isla ante la imposibilidad de conseguir trabajos, salud; una vida digna. De esto ya casi nadie habla.

Y sucede porque es casi imposible seguirle el rastro a esta historia sin perderse.

El juego de ambigüedades con el número de muertes a causa del huracán ha sido tan cruel como el escenario político actual. Me aferro a los casi 3000 pares de zapatos, con sus historias escritas, que personas de toda la isla llevaron hasta el Capitolio en San Juan para crear un espontáneo y efímero monumento en honor a las víctimas. Un estudio de la Universidad de Harvard estima 4645 muertes, otro reporte, comisionado por el gobierno de Ricardo Rosselló a la Universidad George Washington, coloca la cifra en 2975. Y el presidente Trump —atacando una vez más al país— dice que el número de muertos es una conspiración para hacerlo quedar mal.

Poco después del paso del huracán, el Centro de Periodismo Investigativo ya advertía que eran muchas más víctimas de las que se reconocían de manera oficial; que mantener la cifra en 64 era un ejercicio violento de desinformación. Ahora, aunque se revisen una a una las actas de defunción, la duda ha sido sembrada. Hay personas que creen que el número de muertos se ha politizado y otras no dudan de que nos siguen matando. Al centro de estos opuestos existe una verdad que quizás no saldrá a flote. En la era de la posverdad, el ruido intenta vencer una vez más.

Pero aquí, en la isla, estamos claros: sabemos que murieron miles. Los conocimos, fueron nuestros vecinos y familiares. Tenemos la verdad muy cerca. Y la vivimos y la encaramos, incluso cuando pareciera que a diario una nueva tragedia cotidiana se presenta y se vuelve a crear un escenario abrumador que abona a ese ambiente de distorsión de la realidad.

Una semana aparecen en distintos municipios vagones llenos de suministros —algunos ya expirados— que nunca se entregaron, y otra encuentran lo que podrían ser millones de botellas de agua abandonadas en la pista del aeropuerto de Ceiba, una muestra más de la incapacidad de las autoridades locales y estadounidenses de manejar la emergencia.

Durante los meses más difíciles después del paso del huracán, se anunció el cierre de más de doscientas escuelas. Y, mientras tanto, el gobierno de la isla abría la puerta ancha al flexibilizar aún más las leyes 20 y 22, que ofrecen generosos incentivos fiscales a extranjeros para hacer negocios y adquirir propiedades en Puerto Rico. Gente que no tendrá que pagar ningún impuesto sobre la ganancia patrimonial o sobre los intereses y dividendos que saquen de la isla. Son las mismas personas que, de pagar 55 por ciento en contribuciones en sus estados en Estados Unidos, cuanto mucho pagarán un 4 por ciento en Puerto Rico.

Lo pienso al pasar por la emblemática calle Loíza en Santurce y me pregunto si en un par de años esta zona histórica tan nuestra y de nuestros hermanos dominicanos terminará siendo la pantalla de las imaginadas utopías tropicales de los extranjeros multimillonarios que poco a poco nos están comprando. Algunos de ellos se hacen llamar “puertopians”.

Entonces recuerdo la mirada acusatoria con la que muchos nos han mirado a lo largo de nuestra historia reciente. Una mirada en la que retumba la frase: “Ustedes ya se habían vendido”.

Aunque se pronuncie poco, la palabra “vendido” está ahí, en medio de las conversaciones que solemos tener los puertorriqueños cuando salimos de la isla y nos vemos en la agotadora obligación de explicar cómo es que somos y no somos, cómo es que vivimos con el semáforo confundido, con dos himnos y dos banderas, en un hiato histórico que el huracán María vino a romper.

Fui una niña en la década de los noventa, en los años en que el gobernador Pedro Rosselló —padre del actual gobernador— bailaba La Macarena en sus campañas y en todo el país soñábamos con ser la sede de las Olimpiadas de 2004.

Eran también los años de la guerra contra las drogas y del underground, género del cual saldrían años después algunas de las principales voces del reguetón. En 1992 se llenó el puerto de San Juan de los barcos de la Gran Regata Colón y en 1993 una puertorriqueña ganó el certamen de Miss Universo.

A mis 9 años sabía que esto era importante: éramos parte del mundo y del país más poderoso del mundo. Todo eso hablando español y defendiendo nuestra cultura. “Lo mejor de los dos mundos”, el último eslogan del Partido Popular Democrático —bajo el cual se creó el Estado Libre Asociado, el estatus actual— aleteaba en las calles de mi niñez.

En 1996, comenzaría el descalabro de nuestra economía con la desaparición de la sección 936 del código de rentas internas —que servía de base económica a través de una política de exenciones contributivas y condiciones atractivas para el establecimiento de industrias en la isla—, pero en ese momento no lo vimos. Puerto Rico era una colonia feliz. Éramos tan felices que figurábamos en las posiciones más altas de los índices mundiales de felicidad.

Pero había algo extraño en todo eso. Era una “felicidad” sostenida sobre una viga de cartón. El derrumbe era inminente.

Ni la colonia más feliz del mundo puede serlo si los servicios esenciales ya no están garantizados, si su economía está quebrada, si cada día perdemos el derecho a ser parte de la modernidad y su gente se ve obligada a migrar. Situaciones extremas obligan a imaginarios extremos, y ahora acepto que durante demasiadas décadas la condición colonial fue para la mayoría de los puertorriqueños un estado de feliz inmovilismo. Ya no más. Todo esto quedó expuesto tras el paso del huracán.

Pensarlo provoca preguntas amargas. ¿Consolidándonos como un país independiente o convirtiéndonos en un estado de Estados Unidos se resolverían nuestros problemas? ¿Será posible descolonizarnos a estas alturas? ¿Para qué queremos los puertorriqueños tener un país?

Esta última es la peor de todas las preguntas y aunque no ha habido voluntad política en el Congreso de Estados Unidos para atender el caso de Puerto Rico, nada detiene el curso de la historia. Muerta la colonia feliz, una nueva era se manifiesta.

La veo en las personas que ante la negligencia del gobierno se han organizado y han resuelto las necesidades de barrios completos. Gente que sin hablar de política —por lo polarizante que resulta— lleva adelante proyectos de energía sustentable, agua potable e independencia alimentaria. La veo en Adjuntas, en Casa Pueblo, una organización sin fines de lucro para la vigilancia ambiental, que lleva años trabajando con energía solar y se convirtió en modelo y oasis. La veo en el Proyecto de Apoyo Mutuo Mariana, en Humacao, donde amigos lideran una gestión comunitaria para garantizar agua, electricidad y alimentación en el barrio a través de una red de contactos locales e internacionales que han respondido al margen del gobierno.

El gobierno debería estar estudiando y reproduciendo en todo el país los modelos efectivos que las comunidades han puesto en marcha. En 2016, por ejemplo, el Fideicomiso de la Tierra del Caño Martín Peña ganó el Premio Mundial Hábitat que otorga la Organización de las Naciones Unidas, el principal reconocimiento a iniciativas innovadoras y reproducibles en el campo de la vivienda. Las soluciones están aquí.

A un año del punto más bajo en la historia reciente de Puerto Rico, nos toca seguir haciendo lo que hicimos aquella mañana después del huracán: levantarnos, abrir caminos y reconstruir. De lo contrario, ya no valdrá la pena ni preguntarse para qué queremos un país.

Ana Teresa Toro es periodista puertorriqueña y escribe para el Nuevo Día de Puerto Rico.

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