Los críticos del presidente turco Recep Tayyip Erdoğan en el extranjero lo consideran un megalómano cuasidictatorial. Pero ahora Erdoğan (que fue primer ministro de Turquía durante once años antes de ser elegido presidente en 2014) también es un apostador imprudente. Turquía ha comenzado a desplegar tropas en Libia a pedido del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), que tiene el respaldo de Naciones Unidas y lleva ocho meses rodeado en Trípoli por el avance de las fuerzas del Ejército Nacional Libio (ENL) comandadas por el mariscal Khalifa Haftar.
Será una locura en sentido militar y diplomático. Erdoğan ya tiene al lado de Turquía el perturbador ejemplo del conflicto sirio. ¿Realmente imagina que enviar algunos pocos cientos (o incluso muchos miles) de soldados turcos para ayudar al asediado GAN resolverá de algún modo la tragedia sangrienta que se desarrolla en Libia, resultado en sí misma de la intervención de potencias extranjeras que en 2011 derribaron el régimen del coronel Muammar el-Qaddafi?
Si Erdoğan espera una victoria del GAN o un acuerdo de paz en breve, se engaña. El bien equipado ENL de Haftar tiene apoyo de Egipto, los Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita, Rusia y (al menos en forma encubierta) Francia. Con mercenarios de Rusia y Sudán de su lado, seguramente Haftar se siente bastante más optimista que Fayez al-Sarraj, primer ministro del GAN. El apoyo al GAN de Turquía y Qatar (escudado en el reconocimiento de la ONU) pesa bastante menos en el equilibrio militar.
Entonces, ¿cómo se explica la entrada de Turquía como nuevo beligerante en el terrible conflicto por intermediarios que se desarrolla en Libia? Un factor, que a menudo desconcierta a los observadores externos, es la influencia ideológica y política que ejerce en todo Medio Oriente (o al menos, en las partes donde impera el Islam sunita) la Hermandad Musulmana. Esta organización, fundada en Egipto hace casi un siglo, promueve una transición (pacífica, siempre ha sostenido) hacia la teocracia. Como proclama su eslogan: “El Islam es la solución”.
Eso es un problema para las familias gobernantes de Arabia Saudita, los EAU y Bahréin, que consideran a la Hermandad una organización terrorista que quiere socavarles el poder. Lo mismo piensa el opresivo régimen egipcio encabezado por el presidente Abdel Fattah el-Sisi, que organizó el golpe militar que en 2013 puso fin al desastroso año de gobierno de la Hermandad en el país árabe más poblado del mundo. Sólo Turquía –en concreto, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdoğan– y el minúsculo Qatar (que mantiene varios desacuerdos con la vecina Arabia Saudita) ven a la Hermandad con entusiasmo en vez de alarma. Con la premisa bastante frívola de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, Turquía y Qatar toman el apoyo a Haftar de Arabia Saudita, los EAU y Egipto como excusa suficiente para apoyar a Sarraj y el GAN.
Pero una razón mayor para el aventurerismo de Erdoğan en Libia es que concuerda con su deseo de que Turquía tenga un papel determinante en la región por primera vez desde la desaparición del Imperio Otomano (al que Libia perteneció). Superficialmente, esa ambición suena bastante razonable. Turquía tiene una población de más de 80 millones, el segundo ejército más grande de la OTAN y una economía relativamente desarrollada. Merece ser tratada con respeto (por eso la evidente renuencia de la Unión Europea a facilitar el ingreso del país al bloque es un golpe al orgullo turco).
Pero la búsqueda turca de liderazgo regional tuvo un alto precio. Cuando hace casi dos décadas el AKP llegó al poder en Turquía, Erdoğan tenía como mentor a Ahmet Davutoğlu, un académico que luego fue ministro de asuntos exteriores y más tarde primer ministro. Davutoğlu estaba ansioso de extender la influencia de Turquía en el extranjero, pero con la consigna “cero problemas con los vecinos”.
Resulta pues irónico que casi no haya vecino con el que Erdoğan no haya creado problemas. La UE no puede aceptar el horroroso historial de derechos humanos de Turquía, especialmente después del fallido intento de golpe militar de 2016. Israel no puede tolerar el apoyo turco a Hamás (alineado con la Hermandad Musulmana) en Gaza. Y casi todos están exasperados por la política turca en Siria, que incluye ataques a los kurdos (los combatientes más eficaces contra Estado Islámico) y una postura ambivalente hacia diversos grupos yihadistas. Es elocuente el hecho de que Davutoğlu haya roto relaciones con Erdoğan y formado un partido político rival.
Es verdad que los simpatizantes de Erdoğan pueden decir con razón que Turquía se ha vuelto un actor regional al que hay que tener en cuenta. Si la UE no le da generoso apoyo financiero, Turquía puede permitir que cientos de miles de refugiados sirios y de otras nacionalidades inunden Europa huyendo de la guerra y la pobreza. Rusia e Irán (que apoyan al régimen del presidente sirio Bashar al-Assad) saben que cualquier solución al conflicto sirio está supeditada al aval de Turquía; de allí la continuidad del proceso tripartito de paz iniciado hace tres años en Astaná (Kazajistán). Incluso Estados Unidos con el presidente Donald Trump tuvo que tragarse una cuota de humillación: Turquía mantiene su decisión de comprar un sistema ruso de defensa aérea, haciendo caso omiso de las sensibilidades de la OTAN y de las amenazas económicas estadounidenses.
Pero la aventura en Libia puede ser la gota que rebase el vaso. El 5 de diciembre, el parlamento turco ratificó un acuerdo entre Erdoğan y Sarraj que establece una frontera marítima entre ambos países. El acuerdo bilateral pasa por alto el derecho internacional, como han señalado la UE, Chipre, Grecia y Egipto. También pasa por alto la geografía, ya que entre ambos países se alza la isla griega de Creta. Y pone en riesgo el acuerdo de enero de 2019 entre Egipto, Israel, Grecia, Chipre, Italia, Jordania y la Autoridad Palestina para la explotaciónń de las reservas de gas del Mediterráneo oriental.
Erdoğan es la encarnación misma del moderno líder político autoritario. Pero cuando su apuesta en Libia termine mal (como es inevitable), se encontrará de pronto sin suerte y sin amigos.
John Andrews, a former editor and foreign correspondent for The Economist, is the author of The World in Conflict: Understanding the World’s Troublespots. Traducción: Esteban Flamini.