Erdoğan y la paradoja del populismo

El triunfo de Recep Tayyip Erdoğan en las primeras elecciones presidenciales directas celebradas en Turquía no es una sorpresa. Erdoğan es popular y, como Primer Ministro desde 2003, ha ido montado en una ola de éxito económico, pero también es un populista, que ha intensificado constantemente su control del Estado y de los medios de comunicación, al tiempo que demonizaba a todos los críticos (incluidos antiguos aliados, como el clérigo expatriado Fethullah Gülen).

Como en el caso de otros dirigentes populistas –por ejemplo, el Primer Ministro de Hungría, Viktor Orbán, o el difunto Hugo Chávez en Venezuela–, la conciliación de las promesas electorales de Erdoğan con el desempeño de su cargo resulta problemática. Esa clase de figuras comienzan atacando a sus oponentes por su corrupción y acusándolos de secuestrar el Estado en pro de una clase política celosa de su propio interés, que excluye el de los ciudadanos de a pie. Sin embargo, cuando ocupan el poder, acaban actuando exactamente igual, tratando el Estado como propiedad suya o de su partido y participando en la corrupción o al menos tolerándola.

Por lo general, esa aparente hipocresía no perjudica a las perspectivas electorales de los populistas, como ha demostrado espectacularmente el éxito de Erdoğan. ¿Por qué?

Al contrario de lo que se suele creer, el populismo no se caracteriza por contar con unos electores particulares –como, por ejemplo, la clase media baja– o por unas políticas simplistas que halagan a las masas, como con frecuencia sostienen los observadores liberales, sino que es una concepción de la política totalmente moralizante, pues un populista es un político que afirma que él –y sólo él– representa de verdad al pueblo, por lo que relega a todos sus oponentes políticos al papel de pretendientes inicuos.

Tras esa afirmación hay otra suposición: la de que el pueblo tiene una voluntad común encaminada auténticamente a la consecución del bien común y de que el auténtico dirigente del pueblo –como, por ejemplo, Erdoğan, que hizo campaña con el lema “la voluntad nacional, el poder nacional” – puede interpretarla correctamente y aplicarla. Así, pues, los populistas no son sólo enemigos de las minorías selectas, sino que son necesariamente antipluralistas y, por tanto, antiliberales. Su política siempre es polarizadora, al escindir a la ciudadanía real entre un pueblo moral y puro y los otros, inmorales, a los que Erdoğan ha calificado con frecuencia de simples “traidores”.

En opinión de un populista, no puede haber nada parecido a una oposición legítima. Quienquiera que esté contra el dirigente está automáticamente contra el pueblo y, conforme a esa lógica, quienquiera que esté contra el pueblo no puede pertenecer de verdad al pueblo.

Eso explica la acusación de Erdoğan de que quienes se manifestaron en el Parque Gezi el verano pasado para protestar contra los planes de su gobierno de erigir un centro comercial en modo alguno eran turcos verdaderos y también explica su asombroso pronunciamiento, en fecha anterior de este año, cuando aceptó su nombramiento como candidato presidencial de su Partido Justicia y Desarrollo: “Nosotros somos el pueblo. ¿Quiénes soy vosotros?”

Con frecuencia se dice que los populistas no pueden gobernar o se demostrará su incompetencia, cuando resulten elegidos para sus cargos. Según esa opinión, los populistas son esencialmente partidos de protesta y quienes protestan no pueden gobernar, porque es imposible protestar contra uno mismo.

Pero las cosas no son tan simples. Los populistas suelen adoptar un estilo de gobierno que refleja las propias acusaciones que ellos lanzan contra la clase política anterior. Se aferran al poder que consigan, desactivan los frenos y contrapesos, llenan todas las oficinas estatales con compinches suyos y recompensan a sus partidarios (y sólo a ellos) con ventajas a cambio de su lealtad: lo que los politólogos llaman “clientelismo de masas”. El archipopulista austríaco Jörg Haider, por ejemplo, entregaba, literalmente, billetes de cien euros (134 dólares) a “su gente” en la calle.

Naturalmente, todos los partidos procuran atender a sus votantes en primer lugar. Lo peculiar de los políticos populistas es que puedan hacerlo tan a las claras y con la conciencia tranquila. Al fin y al cabo, si sólo sus partidarios son “el pueblo”, todos los demás son indignos.

En el mismo sentido, los partidos populistas suelen apresurarse a colonizar el Estado . Si sólo un partido representa de verdad al pueblo, ¿por qué no habría de pasar el Estado a ser el instrumento del pueblo? Y, cuando los populistas tienen una oportunidad de redactar una nueva Constitución, ¿por qué habrían de tener la menor consideración para con cualquier oposición, que, por definición, ha de estar constituida por los enemigos del pueblo (a los que con frecuencia se acusa de ser agentes extranjeros)?

Así se explica por qué el clientelismo y la corrupción de los gobiernos populistas no socavan el apoyo fundamental a sus dirigentes del electorado. Se considera que esos métodos están al servicio de un “nosotros” moral a expensas de los inmorales o extranjeros “ellos”.

Así, pues, la creencia de los liberales de que basta con que revelen la corrupción de los populistas para desacreditarlos es una esperanza vana. También deben mostrar que el clientelismo no rinde beneficios a la inmensa mayoría de los ciudadanos y que la falta de rendición democrática de cuentas, una burocracia disfuncional y el socavamiento del Estado de derecho a la larga perjudican al pueblo... a todo él.

Jan-Werner Mueller is Professor of Politics at Princeton University and a visiting fellow at the Institute for Human Sciences, Vienna. He is also a member of the School of Historical Studies at the Institute for Advanced Studies. His most recent book is Contesting Democracy: Political Ideas in Twentieth-Century Europe. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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