Erdogan y su nueva Turquía, en vilo

Quien conoce ligeramente la Historia de Turquía es consciente de la escasa tranquilidad que ha vivido el país desde su fundación. Después de ser troceado su antecesor otomano, el Estado turco surgió de sus cenizas a través de una guerra de independencia que, bajo la batuta de Mustafá Kemal —comúnmente conocido como Atatürk, padre de los turcos—, puso buena parte de las bases territoriales y políticas de la Turquía que hoy conocemos.

Las décadas posteriores no dejaron de discurrir por el mismo camino tortuoso. Seis golpes de Estado militares entre 1960 y 2016 atestiguan el titánico pulso entre el estamento militar y el poder civil —con tendencias al islamismo moderado—. Todo ello con una Turquía emparedada entre tres de los mundos más en colisión posible de las últimas décadas: una Europa que empuja hacia el este, una Unión Soviética —y hoy Rusia— empujando hacia el oeste y el Mediterráneo y un mundo araboislámico que es muchas cosas excepto tranquilo. La cuestión última, en definitiva, se fundamentaba en resolver quién era merecedor de dirigir el legado de Atatürk al frente del país.

Lo que se decide mañana en las urnas de Turquía trasciende una simple reforma constitucional. Supone en buena medida un punto de inflexión en la Historia reciente del país, dejar atrás —no sin una extrema veneración— la herencia del padre turco y entrar en una nueva fase. Una nueva Turquía. Su artífice, ya se lo imaginan, no es otro que Recep Tayipp Erdogan.

El Sultán —sobrenombre cada vez más manido para referirse a su persona— no esconde sus deseos de imprimirle un importante giro al país dejando atrás el régimen parlamentario e instaurando uno de corte presidencial y, lo que es más importante, abandonando de manera ya formal el secularismo característico de la república y abrazando el islam político. Erdogan no está inventando nada; simplemente alinea el papel del Estado con lo que buena parte de Turquía siente: la tremenda desconexión de las élites tradicionalmente gobernantes —o golpistas—, laicas y escoradas al Egeo y a Europa —los llamados turcos blancos—, frente al conservadurismo que impera en la hasta hace bien poco olvidada Anatolia.

Erdogan ha sabido manejarse a la perfección en un escenario político terriblemente complicado combinando un plan trazado al detalle con momentos en los que ha arriesgado al límite. No es casualidad, por tanto, que después de catorce años al frente del país su figura, el partido AKP y el Estado sean una masa casi homogénea en muchos lugares de la nación. Erdogan es Turquía y representa los valores que encandilan al pueblo turco, desde ser una persona de orígenes humildes a haber plantado cara a distintas potencias extranjeras, sin obviar, cómo no, la resurrección del islam como un punto central en la identidad del país.

No obstante, el actual referéndum es jugarse el capital político prácticamente a una carta. La instrumentalización del fallido golpe de Estado de julio de 2016 le ha permitido barrer a la oposición, tanto política como mediática, del tablero, lo que le ha otorgado una ventaja en los primeros compases de la campaña que podría acabar siendo fundamental cuando mañana los turcos emitan su voto. Ahora bien, Erdogan sabe que no es invencible, algo que le demostraron las legislativas de junio de 2015 negándole la mayoría tras una ya evidente deriva autoritaria, importantes casos de corrupción y el auge del HDP prokurdo en el sureste del país. El actual referéndum genera tantas adhesiones de sus incondicionales anatolios como suspicacias de los detractores, tanto kemalistas del CHP como algunos sectores del filofascista MHP, que temen, como así indica la tendencia, una acumulación de poderes en la figura presidencial que suponga colocar a Turquía bastante más cerca de un régimen autocrático que de uno democrático.

Por ello, y a pesar de que mañana Erdogan lleva las de ganar, las encuestas, dando hace meses una rotunda victoria del , han ido convergiendo hasta declarar en su mayoría un empate técnico, lo que dificulta más si cabe las previsiones y fía todo a datos como la participación, el voto oculto, los indecisos o sucesos de última hora. Esta situación, si bien da algunas esperanzas a los partidarios del no, supone llevar al límite —una vez más— la legitimidad democrática en Turquía.

Todos los implicados saben lo que se juegan, desde la figura presidencial a los kurdos, pasando por los partidos de la oposición e incluso la Unión Europea. En absoluto es casualidad que desde Año Nuevo no haya habido atentados del Dáesh ni de los Halcones de la Libertad del Kurdistán (TAK) en el país. El Sultán apela constantemente a que su régimen presidencial erradicará el terrorismo del suelo turco; cualquier ataque de cierta magnitud sería simplemente regalarle cientos de miles de votos y reducir las posibilidades de endosarle una importante derrota política vía referéndum. Haciendo caso de estas predicciones, el margen de victoria de la opción que los turcos decidan puede ser tan reducido que existe un alto riesgo de que la otra parte lo declare ilegítimo.

De producirse una victoria de Erdogan, la carta del fraude electoral estaría a punto para la oposición. Los observadores de la OSCE ya han observado conductas poco justas durante la campaña, y la combinación de baja cultura democrática en Turquía más la mezcla existente en muchos puntos del país entre el AKP y el Estado hacen temer que se pueda recurrir a irregularidades si los afines al presidente no ven clara la victoria. Caso contrario: de rechazarse el giro presidencialista, sería de esperar que Erdogan continúe con su agresiva retórica achacando la derrota a fuerzas en la sombra que buscan desestabilizar a Turquía, desde los retazos de gulenismo que queden en el país a poderes extranjeros. Tampoco sería extrañar una negativa presidencial a acatar los resultados del referéndum, con la consiguiente dinamitación de cualquier esbozo de democracia y abocando al país a niveles extremos de confrontación política y social.

Sea como fuere, la consumación del giro al presidencialismo, además de la deriva autoritaria, puede llevar a la total polarización del país. Erdogan ha planteado la campaña en un nosotros-ellos tan extremo, tachando incluso de “enemigos” a quienes rechazaban su plan presidencial, que un giro conciliador se ve casi imposible. De hecho, sería previsible una inusitada ola de terrorismo en respuesta al reforzamiento presidencial. Igual o peor efecto tendría la negativa popular. La implosión del sistema político podría ser total. Lo esperable en este caso sería una convocatoria de elecciones tanto presidenciales como legislativas —las terceras en dos años—, lo que muy seguramente desembocaría en la siguiente paradoja: mayorías aplastantes del AKP, pero no de su proyecto político. Y habría que ver si Erdogan se presenta a las presidenciales y pone al electorado en la complicada tesitura de un todo o nada: sin reforma constitucional, no hay Erdogan. Todo este proceso se da mientras la retórica de la confrontación y la continuación de las purgas aumenta y conduce al país al borde del abismo.

El paso del kemalismo al erdoganismo no parece que vaya a ser tranquilo. No cabe duda de que Erdogan es la figura que los turcos quieren para guiar a su país en este momento. El tiempo de Atatürk ha pasado y se abren nuevos horizontes. Sin embargo, la presión a la que el Sultán ha sometido al país social y políticamente ha sido tan elevada que irremediablemente ha provocado importantes fracturas en él. Ha confundido legitimidad con personalismo y detractores con enemigos. Para el Sultán no hay vuelta atrás y el destino solo puede ser uno. Sin embargo, y quizá por última vez, el destino será el que los turcos quieran que sea.

Fernando Arancón es analista de inteligencia y miembro de la dirección de la revista ‘El Orden Mundial en el Siglo XXI’.

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