Eres lo que vistes

Las venganzas en la vida real suelen ser contraproducentes. Si se ha sufrido un agravio o injusticia que no sean denunciables a las autoridades, lo mejor que se puede hacer es salir de aquella situación y olvidar el tema. En general, cuando decidimos vengarnos de aquellos que nos han maltratado la cosa se nos suele volver en contra, por no hablar de la pérdida de tiempo y energía que supone quedarte enganchado a quien te ha perjudicado aunque solo sea para devolvérsela. Otra cosa es la venganza a través de la ficción o de la creación artística, este es el único tipo de revancha que puede dar algún buen fruto.

En la película La modista, basada en la novela homónima de Rosalie Ham, dirigida por Jocelyn Moorhouse y protagonizada por una Kate Winslet más Kate Winslet que nunca, hay una venganza sublime perpetuada por su protagonista, Tilly Dunnage, una modista parisina que vuelve al remoto pueblo australiano de Dungatar durante la década de los 50, muchos años después de que la echaran de allí. Su sola presencia en el pueblo de cuatro casas lleno de personajes aparentemente correctos pero despreciables y cómplices de la injusticia a la que sometieron a Dunnage y su madre ya representará una auténtica victoria. Cuando, vestida con un impresionante palabra de honor, se planta en un partido de fútbol, trastoca por completo la paz del lugar. Pero será a medida que vaya ideando con talento y virtuosismo los vestidos que le piden sus vecinas que la venganza se irá concretando. No puedo desvelar más detalles, pero es imposible olvidar la imagen de las mujeres de Dungatar vestidas de alta costura en medio del paisaje árido y polvoriento para hacer sus tareas cotidianas. Lo que es interesante es observar cómo van cambiando con las nuevas ropas, no para convertirse en mejores personas con clase, estilo y elegancia sino para destapar su verdadera naturaleza. Por cierto, qué gusto ver a una mujer como Kate Winslet llenando la pantalla, con una carnosidad que dan ganas de tocarla, con una presencia poderosa, nada que ver con otras actrices que en su delgadez transmiten fragilidad y parecen pedir a gritos que las abraces y las alimentes.

La película es un buen pretexto para pensar en la importancia que tiene el vestir. La ropa es, como la comida, una necesidad básica, y en cambio, también como la comida, es mucho más que eso. Es cultura, es historia, es pensamiento, ideología, posicionamiento ante el mundo, un código trabado y sofisticado, todo un lenguaje. Hay quien encuentra que la vestimenta es algo secundario, quien dice pasar de la estética, quien no siente que este elemento le deba hacer perder ni un minuto de su tiempo. Es cierto que, tal como están hoy las cosas, la imagen tiene un peso exagerado, que la estética preocupa más que el fondo; todos tenemos en la cabeza ejemplos de personas conocidas que dan la impresión de dedicar más esfuerzos a su envoltura externa que a su contenido. Aparte de estos casos, sin embargo, lo cierto es que ninguno de nosotros puede escapar a la estética, a la ropa. Incluso aquellos que se declaran totalmente contrarios a la moda llevan un estilo, van vestidos de una manera u otra. No hay forma de no decir nada con la ropa, hasta la desnudez contiene un mensaje.

Que esto sea así no quiere decir que en general tengamos demasiados conocimientos ni cultura textiles. En estos momentos parece que nuestro principal y a menudo único papel en relación a la ropa es el de ser meros consumidores. Elegimos lo que nos gusta y lo que podemos pagar. ¿Qué sabemos hoy del proceso de confección de una pieza, por simple que sea? No entendemos de tejidos, de sus cualidades, no somos capaces de distinguir un traje bien cortado de uno que no lo está, ni siquiera nos atrevemos a afirmar que aquella falda con la que nos estamos peleando dentro de un minúsculo y asfixiante probador tenga mal cosida la cremallera, porque a una mujer dentro de un probador lo primero que le pasará por la cabeza es que el problema está en su cuerpo y que ya tarda en iniciar una nueva dieta para conseguir meterse en esa falda.

Las madres y abuelas de generaciones anteriores sí tenían este tipo de cultura, muchas de ellas pasadas por las academias de Corte y Confección o fieles compradoras de la revista Burda. Una época en la que las telas no se rasgaban a la mínima, nadie se compraba un abrigo cada temporada y un jersey de lana duraba toda la vida, la tuya y la de los hermanos que venían detrás. La calidad, ya se sabe, no sería la característica principal de los productos de una industria que produce de manera desaforada explotando a sus trabajadoras en otros países. Unas trabajadoras que quizá tengan un talento excepcional como Tilly Dunnage que no les servirá ni para vivir con un mínimo de dignidad.

Najat El Hachmi, escritora.

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