Éric Zemmour ya ha ganado (y aún no es candidato)

Sólo se habla de él. En la radio, la tele, los diarios y, sobre todo, las redes sociales, que alimentan a los primeros. Los editorialistas, sobre todo los de una izquierda atomizada y sin rumbo, denuncian su omnipresencia mediática a seis meses de las presidenciales mientras gastan sus tribunas preguntándose alarmados cómo lidiar con el elefante en la habitación. Mencionarlo es conceder demasiado a la peste parda. Ignorarlo es no hacer lo suficiente para impedir su irrefrenable ascenso.

Al otro lado del espectro político, el viejo Frente Nacional (hoy Agrupación Nacional) ve a su candidata rezagada. Marine Le Pen, que lleva tres carreras presidenciales intentado edulcorar la imagen de la rancia formación que heredó de Jean-Marie, ha sido superada en las encuestas por un periodista sin partido que sigue una estrategia diametralmente opuesta.

Allí donde Le Pen privilegia los temas económicos y sociales mientras lima asperezas explicando que el islam puede ser compatible con la República se ve sobrepasada por un ideólogo que lleva como punta de lanza los temas más explosivos y divisivos. Por un cruzado que se autopercibe como un nuevo Napoleón (su modelo confeso) al rescate de una civilización francesa al borde de una muerte inminente.

Adepto de la teoría del gran reemplazo impulsada por su amigo el escritor Renaud Camus, Zemmour denuncia una invasión no europea que utiliza la demografía y su “religión de conquista” para sustituir a la sociedad autóctona.

Para Éric Zemmour, condenado por racismo, acusado de sexismo y expulsado de varias redacciones, ya no hay líneas rojas. Romper los tabúes y asumirlo es lo que, según los últimos sondeos, lo propulsará a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales para un duelo con Emmanuel Macron.

Zemmour aboga abiertamente por una inmigración, tanto legal como ilegal, que tienda a cero. Que los nombres de pila salgan exclusivamente de una lista redactada en el siglo XIX. La prioridad de las prestaciones sociales para los franceses. Terminar con el derecho del suelo. Erradicar la teoría del género de las aulas en el marco de la prioritaria batalla cultural. Y a quien lo acusa de iniciar una guerra civil, Zemmour responde que ya estamos en ella. Que no hace más que constatarla.

Si Marine Le Pen pretendía, sin suerte, trascender la dicotomía izquierda-derecha (el sistema), Zemmour entiende que su llegada al poder depende de tender el puente entre la derecha tradicional de gobierno y la ultraderecha. Para eso, necesita hacer saltar por los aires el cordón sanitario, una alianza de los demás partidos políticos contra la extrema derecha que ha impedido, hasta hoy, que la familia Le Pen se mudara al palacio del Elíseo.

Sin estructura, Zemmour pretende captar a los cuadros partidarios de Los Republicanos (el partido fundado por Nicolas Sarkozy) que tanta falta le hacen a Marine Le Pen para darle credibilidad a su proyecto. Para hacer posible esta conexión, ha trasladado el debate adonde se siente más cómodo: la Historia.

Zemmour busca también deshacer el nudo del contencioso entre la derecha heredera del general De Gaulle y la del colaboracionismo. Su “reconciliación” requiere probar que durante la ocupación nazi la resistencia frente al invasor alemán fue doble: la del general De Gaulle desde el exilio y, aquí es donde se complica, la del mariscal Pétain de la Francia ocupada.

De ahí que Zemmour haya desempolvado una vieja tesis revisionista, conocida como du glaive et du bouclier (“la espada y el escudo”), que afirmaba que Francia se defendía simultáneamente del nazismo con un De Gaulle ofensivo desde el exterior y con un mariscal Pétain defensivo en Francia que “salvaba” a los judíos franceses (pero que le obligaba a sacrificar a los judíos extranjeros).

Esta operación histórico-psicológica se ha convertido, no sin razón, en uno de los principales ángulos de ataque de sus detractores, especialmente entre los intelectuales judíos. Bernard-Henri Lévy lo trata de fascista. “Ofende el apellido que lleva” dice Lévy de Zemmour, un judío cuyos padres, como los del filósofo, se vieron despojados de la nacionalidad francesa por el régimen colaboracionista.

Para su colega Alain Finkielkraut, Zemmour se equivoca al ver en este “cálculo” de Vichy algo positivo, cuando es “una mancha para Francia”. Sin embargo, coincide en algo con el periodista: “Asume la angustia existencial de un número creciente de franceses que se preguntan si Francia seguirá siendo Francia, si su derecho a la continuidad histórica será finalmente respetado o seguirá siendo despreciado”, citando a Ortega y Gasset.

Pero Finkielkraut matiza. “Tengo la impresión de que su Francia no es la mía". Y agrega: “Pienso en Emmanuel Lévinas, que dice que Francia es una nación a la que se puede adherir por el corazón y por el espíritu con tanta fuerza como por las raíces. Y el corazón y el espíritu no encuentran alimento en la Francia defendida por Zemmour, porque es el egoísmo sagrado, el interés nacional el que prima sobre todo. Esto es Francia en el sentido de Charles Maurras” (el ideólogo antisemita de extrema derecha).

Zemmour asume la táctica radical de Donald Trump. Las elecciones ya no se ganan por el centro, sino separando aguas, galvanizando a un pueblo que se siente traicionado por sus elites globalizadas, por la izquierda entregada al discurso identitario de las minorías y por un cambio demográfico donde el autóctono pasa a ser mero integrante de una tribu más, pero condenada a la autoflagelación por su pasado colonizador.

Pocos creen que Zemmour tenga una verdadera oportunidad de ganar las elecciones. A diferencia de Estados Unidos, aquí no se puede ser presidente sin la mayoría de los votos. El casi candidato tampoco tiene todavía un partido que le dé una fuerza parlamentaria para gobernar. Y, sobre todo, la estrategia de choque de Zemmour puede despertar a una izquierda desmovilizada para apoyar a regañadientes a Macron en la segunda vuelta, lo que era cada vez más improbable con una la Marine Le Pen descafeinada.

Pero Zemmour puede ganar aunque pierda en las urnas, con una victoria ideológica. Dos encuestas publicadas en los últimos días apuntan en este sentido.

La primera, del Institut CSA, del 7 de octubre, indica que 4 de cada 10 franceses quieren detener completamente la inmigración tanto legal como ilegal en Francia.

El segundo estudio, de Harris Interactive, difundido el 22 de octubre, muestra que el 61% de los franceses creen que el “gran reemplazo” de la población francesa por una no europea va camino de producirse.

Zemmour ha logrado desinhibir a quienes ven un peligro existencial para su modo de vida, y ha llevado a los demás candidatos a reorientar sus discursos. Marine Le Pen vuelve a hablar de inmigración. El candidato conservador Éric Ciotti pide una “preferencia nacional” para los franceses en materia de “empleo, subsidios y viviendas”.

Mientras, el ministro del Interior de Macron endurece su discurso en materia de seguridad y anuncia nuevos cierres de mezquitas salafistas. Zemmour no es todavía candidato, pero quizás ni siquiera necesite serlo para transformar la vida política francesa.

Alejo Schapire es periodista. Su último libro es La traición progresista.

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