Errejón o la flaqueza del menchevique

Hay quienes contemplan boquiabiertos como Iglesias y Errejón compatibilizan una rivalidad política cada día más agria con una estrecha relación personal, trufada de gestos de amistad y un sinfín de muecas o carantoñas cómplices. Hasta pellizcos en los mofletes. Sí, sí, no se rían: pellizcos en los mofletes. A mí no me sorprende tanto porque esto tiene precedentes históricos.

Soslayaré el que más he estudiado, el que atañe a Robespierre y el periodista Camille Desmoulins, porque resulta demasiado obvio, en la medida en que el Incorruptible es el personaje favorito de Iglesias; y demasiado truculento porque su otrora compañero de colegio y padrino de boda terminó enviando al autor de Le Vieux Cordelier a la guillotina.

Errejón o la flaqueza del mencheviqueMe fijaré en cambio en la imagen de esos dos jóvenes rusos, compañeros de correrías en la clandestinidad y en el exilio, que en el gélido Londres de 1902 deciden sellar sus lazos fraternales con el ritual alemán de la Bruderschaft y tras besarse en las mejillas, entrelazan sus brazos y beben al unísono de sendas copas, en señal de fidelidad perpetua. Y lo hacen pese a que ya en ese momento existe entre ellos una seria discrepancia táctica que les enfrenta por el control de la revista que publican. Uno se llama Vladimir Ilich Ulianov, pero es conocido como Lenin; el otro es su gran amigo georgiano Julius Martov.

No en vano esa revista tenía por nombre Iskra (“La chispa”) pues la pugna sobre su línea editorial fue el foco de ignición del cisma que un año después se produciría en el congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Ambos propugnaban la revolución socialista; pero mientras Martov seguía la ortodoxia marxista que la veía precedida de una revolución burguesa, durante la que aflorarían las contradicciones internas del capitalismo, Lenin tenía prisa, mucha prisa, y alegaba que se daban ya las condiciones objetivas para quemar etapas, tomar directamente el poder en nombre del pueblo e implantar la dictadura del proletariado.

Martov sostenía, como ahora hace Errejón, que había que volcarse en todas las instituciones participativas, empezando por la Duma, que convenía aliarse con fuerzas situadas a su derecha para acabar con la autocracia y que debía potenciarse un partido de masas transversal y abierto como instrumento del conjunto de la sociedad rusa. Sirviendo sin duda de fuente de inspiración a Iglesias, Lenin anteponía en cambio la subversión callejera a cualquier foro representativo, se oponía drásticamente a la colaboración con las fuerzas burguesas y concebía el partido como una vanguardia revolucionaria cerrada y homogénea.

Cuarenta y tres delegados en el limbo del exilio decidieron el curso del movimiento que hace cien años cambiaría la suerte de cientos de millones de personas. Primero ganaron las tesis de Martov; luego se produjeron una serie de abandonos y ganaron las de Lenin. Entonces él proclamó que conformaba la mayoría y, como al recontar los votos había obtenido “más” –“bolshe”-, adjudicó a sus seguidores la denominación de bolcheviques, dejando para Martov y los suyos la de mencheviques o minoritarios.

Según su biógrafo Louis Fischer, el “único amigo” que tuvo Lenin fue Martov. O al menos el único con el que existe constancia escrita de que se tuteaba. Tal vez fuera exagerado el aserto de su común colaborador Boris Nicolaeivsky de que "Lenin amaba a Martov" pero en todo caso admiraba su “capacidad política, honestidad y sinceridad revolucionaria”... a la vez que combatía sus opiniones sin tregua ni cuartel. Eso mismo le sucede a Iglesias con Errejón.

Por esquizofrénico que pueda parecer, Lenin veía a Martov a la vez como su amigo personal y como su enemigo político. Por mucho que lo apreciara en la vida privada, debía destruirlo en la esfera pública. Era como ese soldado que no mataría una mosca vestido de civil, pero aprieta el gatillo sin vacilación una vez enfundado en su uniforme.

Esa esquizofrenia es pues tan estéril como la del personaje que evoca la novela de nuestro columnista Lorenzo Silva La flaqueza del bolchevique. A medida que contemplaba este viernes su muy correcta versión teatral en el Luchana, me iba dando cuenta de que la fascinación que siente el protagonista por el miliciano que se enamora de una de las hijas del zar no cuestiona en ningún momento su sentido del deber al asesinarla. La "flaqueza" no sería de esta forma sino el rostro humano de la barbarie: pobrecito bolchevique que tuvo que ejecutar a la gran duquesa Olga, justo cuando había quedado prendado de ella. Iglesias reclamaría idéntica comprensión si, llegado el caso, se viera obligado a liquidar políticamente a Errejón.

La asimetría en la disposición a actuar marcó el destino de aquel duelo fratricida. Martov tenía dudas recurrentes sobre la consistencia de Lenin –llegó a tildarlo de “charlatán político”- e incluso sobre su integridad personal, al descubrir sus turbios manejos financieros. Pero siempre había algo que le impedía secundar los ataques de otros dirigentes mencheviques y cuestionar su liderazgo en el movimiento revolucionario. Gorky lo recuerda con ese aura hamletiana que también asedia a Errejón: “Era un joven sorprendentemente atractivo que sentía el drama de la división porque el partido era demasiado débil para soportarla”.

Un contemporáneo resumió las diferencias entre los pioneros del comunismo ruso desde la perspectiva de los militantes: “A Plejánov lo respetaban, a Martov lo adoraban, pero al único al que seguían sin hacer preguntas era a Lenin”. Póngase por delante a Bescansa y encontraremos seguramente la misma percepción generalizada entre las bases de Podemos. Quizás porque “la fuerza de voluntad, la disciplina indomable, la energía, el ascetismo y la fe inconmovible en la causa” que veían los primeros comunistas en Lenin es lo que ven los podemitas en Iglesias, en contraste con la humanidad asequible y la praxis racionalista de Errejón.

Basta examinar las dos ponencias organizativas para darse cuenta de la diferencia. Mientras el documento de Iglesias le hace émulo de Robespierre y el propio Lenin como ventrílocuo de un ente modulable denominado “el pueblo”, que habilita a quien lo suplanta para “mandar obedeciendo” –por algo ha hecho suya esa máxima del subcomandante Marcos, farisea donde las haya-, el texto de Errejón adquiere los timbres de la “primavera de Praga”, al alentar “una organización más amable, capaz de integrar a todos y todas”, para “alumbrar una cultura política diferente”.

No son distinciones doctrinales sino de talante. De hecho, lo que escribió Richard Pipes sobre el conflicto entre bolcheviques y mencheviques parece dirigido también a la querella entre pablistas y errejonistas: “Las diferencias que separaban a las dos facciones eran minúsculas, y a menudo meramente formales. El principal obstáculo de la reunificación era la insaciable sed de poder de Lenin que hacía imposible trabajar con él, salvo en calidad de subordinado”.

He ahí la cuestión. Mientras Pablo lo tiene clarísimo -todo el poder para mi soviet-, en un flagrante ejemplo de servidumbre voluntaria, digna del mejor Losey, Iñigo reivindica la jefatura de Pablo, aun en el caso de que sean sus tesis las que se impongan a las del líder. Esa es la flaqueza del menchevique: el complejo de dependencia, la disposición a comportarse ontológicamente como minoría, incluso si consigue el respaldo de la mayoría.

Hay un precedente muy claro en la historia de la Transición: Luis Gómez Llorente. Cuando en mayo del 79, con el respaldo del rector Bustelo y Pablo Castellano, le ganó a Felipe González el XXVIII Congreso y logró que el PSOE se aferrara a su identidad marxista, Gómez Llorente no supo qué hacer con su victoria. Su negativa a encabezar una ejecutiva que sirviera de alternativa, permitió a las fuerzas felipistas reorganizarse al socaire de la gestora que presidía José Federico de Carvajal y retomar el control en el Congreso Extraordinario. El profesor de la pipa perenne, colgada de la sonrisa afable, prefirió cultivar desde Izquierda Socialista su posición testimonial de minoría y dedicar el resto de su vida a ir y venir, cartera en ristre, de la universidad de Alcalá a su modesto domicilio en un tren de cercanías.

El carisma del liderazgo se tiene o no se tiene y su primer requisito es la propia determinación a ejercerlo. En González esa era una disposición congénita. También en Pablo Iglesias, acólito de Lenin en su tendencia a concebir la política en los mismos términos en los que Clausewitz concebía la guerra: una confrontación encaminada a destruir al adversario -mejor dicho, al enemigo- en la que no cabe sino vencer o ser vencido.

Por eso la potenciación de Podemos para cerrar el paso al PSOE, a través del duopolio televisivo controlado desde la Moncloa, es un experimento tan peligroso como los tratamientos con histiocitos, esas células que fagocitan tejidos extraños para proteger al organismo de algunas infecciones, pero pueden provocar la más dañina de todas si se reproducen en exceso.

Para Iglesias, como para Lenin, el partido que vertebra un movimiento de masas es como una fortaleza doblemente sitiada, según la fórmula de Elias Canetti: "Tiene al enemigo extramuros y tiene al enemigo en el sótano". Rajoy sigue en la Moncloa, pero a Errejón se lo encontrará dentro de dos semanas en Vistalegre II y el choque no podrá ser incruento.

Cuando en 1917 Lenin organizó el golpe de Estado contra el Gobierno Provisional de Kerensky, al que respaldaban los mencheviques, Martov vaciló cada vez que tuvo la posibilidad de reprimir o incluso denunciar la conspiración bolchevique. Tras la toma del Palacio de Invierno y al escuchar a Trotski –con el que también había compartido un cuartucho en Londres- describir a los vencidos como "despojos" y "montones de basura de la historia", Martov se rindió a la evidencia de que había permitido alumbrar a un monstruo y se retiró de madrugada del Congreso de los Soviets en señal de cariacontecida protesta.

A Lenin no le tembló el pulso cuando llegó el momento de ilegalizar al Partido Menchevique, clausurar la nueva revista de Martov y ordenar por dos veces su encarcelamiento. Como seguía siendo su amigo, permitió que le dejaran salir de Rusia para morir en el exilio; y cuando a él mismo le llegó su hora, lo tuvo siempre en su pensamiento, y a menudo en sus labios en los momentos de delirio. Errejón puede contar con que tampoco a él le faltará nada de eso, pellizquitos incluidos.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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