Error, tragedia y perdón

En el plazo de unos días los medios de comunicación han recogido con profusión dos noticias de gran impacto que comparten no sólo sus trágicas consecuencias, sino también una distribución aparentemente clara de los roles de víctima y de culpable entre las personas que los protagonizaron. El primer caso, el de la joven enfermera del hospital Gregorio Marañón, que a falta de delimitar responsabilidades adicionales ha cargado con la culpa de la muerte del pequeño Rayán, y ha despertado una respuesta corporativa de la enfermería española sin antecedentes ni parangón. El otro, el de la madre de Getxo que, en un cúmulo de circunstancias adversas casi irrepetibles, olvidó en el coche a su hijo de tres años, que murió a causa del calor.

En ambos casos son fáciles de identificar las víctimas, inocentes e infantiles. Y también se ha identificado rápidamente a los culpables. Dos personas adultas, cuyos respectivos descuidos, errores o equivocaciones han deparado el fallecimiento de los niños, con la circunstancia añadida de que su función de cuidado (profesional o maternal) de los fallecidos hace que su vinculación con las muertes sea más chocante, incluso inquietante. Pero dos personas adultas de quienes cabe decir que han cometido un error o una equivocación, nunca un acto perverso o malvado, o con la intención de hacer daño. Un matiz que puede perderse en el cúmulo de declaraciones y opiniones de estos días.

El personal sanitario se ve sometido diariamente a una gran sobrecarga, y debe tomar decisiones con rapidez y razonable seguridad en situaciones de incertidumbre, al tiempo que su tarea se hace cada vez más compleja, y crece la exigencia de resultados. En estas circunstancias, la convivencia con la posibilidad del error irreparable es una parte del trabajo cotidiano. Es evidente que la constatación de que el error es una posibilidad cierta no puede dar lugar a una actitud fatalista e impasible, por lo que es necesario desarrollar mecanismos para evitarlo y para alentar el trabajo correctamente realizado. Pero también es evidente que hay que tener en mente que la ausencia absoluta de errores humanos es imposible. Esto es algo que no sólo es aplicable a los pacientes que puedan resultar damnificados, sino a los propios profesionales, que deberíamos adoptar una actitud más humilde ante los fallos, previsibles o no, en nuestro ejercicio profesional, y abandonar una actitud pretendidamente omnipotente y omnisciente que tan a menudo caracteriza la relación del sanitario con el paciente. Como han demostrado estudios realizados en un entorno tan judicializado como el norteamericano, la simple petición de disculpas por parte del médico previene quejas y denuncias.

El ajetreo y el ritmo infernal de nuestras vidas hace muchas veces difícil que la pretendida conciliación de la vida familiar con la laboral sea un hecho. Las familias tienen que hacer muchas veces grandes sacrificios o equilibrios de agenda muy meritorios. Y deben sobrevivir a las eternas vacaciones escolares de los hijos, que en muy raras ocasiones se pueden sincronizar con las de los padres. Ajustar los horarios, las actividades, es muchas veces un ejercicio casi imposible, extremadamente estresante y a su vez generador de cargas y trabajos para abuelos que no siempre se encuentran en las mejores circunstancias para acometerlos. Cuando el equilibrio es precario pueden sobrevenir errores, olvidos de trágicas consecuencias.

Todos los que hemos conocido estos hechos tan insólitamente desafortunados deberíamos intentar ponernos en el pellejo de todas sus víctimas. Porque no sólo son víctimas los niños fallecidos, sino que también lo son las personas identificadas como culpables o responsables, que son al tiempo víctimas de esa culpa, de esa responsabilidad e, igualmente, de la reacción social y mediática en torno a ambos casos. Y deberíamos realizar ese esfuerzo de empatía, porque todos somos potenciales equivocados, potenciales cometedores de errores, de olvidos, de equivocaciones. ¿Quién de nosotros no ha pensado alguna vez en lo estupendo que sería tener en la vida una opción de 'deshacer' lo hecho, como tienen los ordenadores? ¿Quién no ha soñado con tener otra oportunidad, un truco que nos permita desandar el camino, volver hacia atrás y reparar, o mejor aún, rehacer sin errores, una decisión o una actuación que ha tenido consecuencias imprevisibles en el momento en que la acometimos? ¿Y qué conductor no se ha maravillado de su suerte cuando una maniobra inoportuna o incluso imprudente no ha desencadenado un trágico accidente?

En sucesos como los que comentamos, todos son en su medida víctimas. Y ante las víctimas sólo cabe la piedad, el apoyo, la reparación y, siempre que sea posible, una nueva oportunidad para rehacer su vida. Rayán y el niño de Getxo no tendrán esta última oportunidad. Pero para la enfermera y la madre del niño todavía puede haber esperanza. Y la esperanza se llama comprensión y perdón. Y comprendiendo y perdonando nos comprendemos y perdonamos a nosotros mismos.

José Juan Uriarte, Pablo Malo y Juan Medrano, médicos psiquiatras.