Errores y horrores en los hospitales

David Shore, abogado y guionista de la serie House, pone en boca de su personaje la siguiente frase: «En Medicina, los errores son tan graves como sus consecuencias». Esta afirmación, teñida, cómo no, de lúcido cinismo, resalta el hecho de que buena parte de los errores asistenciales no causan un daño real por ser de índole menor o por ser fácilmente superados por el paciente. También da por supuesto que en una organización tan compleja como la hospitalaria, los errores o, en términos más genéricos, los efectos adversos son algo con lo que hay que contar. Hasta aquí, una simple constatación que podríamos rubricar con el estoico y famoso aforismo de Séneca: Errare humanum est . Pero de este artículo, el lector espera algo más. Espera que contribuya a que casos como el del pequeño Rayán no vuelvan a suceder; espera que se aproveche una muerte lamentable para diseminar la cultura de la prevención de los errores asistenciales y que estos no desemboquen en horrores.

La tarea no es simple, y prueba de ello es que existen multitud de agencias que trabajan codo con codo con los profesionales sanitarios para reducir al máximo los efectos adversos de la asistencia médica: el Center for Disease Control, la OMS y la Fundación Avedis Donabedian son algunas de las entidades que promueven la cultura de la seguridad hospitalaria financiando proyectos de investigación, diseminando protocolos de actuación e identificando las circunstancias que entrañan mayor riesgo. A pesar de ello, tardaremos aún mucho tiempo, si es que finalmente lo logramos, en impermeabilizar totalmente la asistencia sanitaria contra los errores y sus efectos adversos.

Los que aún defendemos los valores profesionales, más allá de los intereses sindicales o de aquellos propios de los asalariados, creemos que nunca debe obviarse la responsabilidad individual, y en la consideración de cualquier efecto adverso debe analizarse por qué falló el eslabón final: ¿distracción?, ¿negligencia?, ¿inadecuación para el cargo?, ¿inexperiencia? Los médicos y las enfermeras que defendemos la profesionalidad, defendemos, asimismo –no podría ser de otro modo–, nuestra responsabilidad individual. Pero, obviamente, el análisis ha de ampliarse.

Expertos en errores asistenciales han aportado datos empíricos que muestran que los peores desenlaces suelen ser debidos a una cadena de errores. Ello implica que en el análisis de los efectos adversos no debe perderse de vista el entorno que los hace posibles. Y no me refiero a si se ejerce en en un entorno público o privado ya que, hoy por hoy, nada indica que el tipo de financiación sanitaria determine la cantidad de errores. Máxime si tenemos en cuenta que la sanidad pública absorbe la mayoría de casos de alta complejidad (¿en qué entorno hubiera salido adelante un sietemesino nacido por cesárea de una madre agonizante?) No, me refiero a las circunstancias y relaciones laborales. En este sentido, los medios de comunicación y los sindicatos ya han señalado los problemas que tiene planteados la enfermería española, a los que yo añadiría otros de carácter más profesional. Nadie discute hoy la autonomía de la enfermería, pero es preciso constatar el escaso celo que ponen sus direcciones en defender su dignidad y su responsabilidad. Y una cosa no casa sin la otra. Cada vez son menos las supervisoras experimentadas que se implican en la asistencia y en la formación de las enfermeras noveles, cada vez son menos las enfermeras que pasan visita con el equipo médico, cada vez se asientan más sólidamente los puestos de correturnos. Creo, sinceramente, que la enfermería española necesita un nuevo liderazgo profesional que la impulse más allá de sus reivindicaciones sindicales.
En cualquier caso, culpas y culpables aparte, los errores asistenciales deben aprovecharse para sacar de ellos una enseñanza (Karl Popper) y tratar de que no se repitan. De hecho, el aforismo de Séneca antes citado contiene una segunda frase: Perseverare diabolicum. El que suscribe tiene cierta experiencia en la cultura del aprovechamiento del error, ya que desde 1985, año en el que introdujo en el Hospital del Mar las primeras sesiones de complicaciones y mortalidad posoperatorias, se ha empeñado en diversos proyectos relacionados con el tema.

De esta experiencia quisiera resaltar tres obstáculos con los que ha tenido que enfrentarse: la reticencia de los profesionales, la inoperancia de los gestores y las expectativas desmesuradas del usuario-paciente. En mis primeras y frustradas oposiciones a cátedra, el presidente del tribunal me interpeló con un «los cirujanos nunca cometemos errores».

Por suerte, creo que la praxis médica actual me ha dado la razón frente al dogmatismo corporativo: poco a poco, la nueva cultura del error se ha ido extendiendo. Los gestores hospitalarios –más comisarios políticos o directores de obras que profesionales– no comprenden que la medicina más barata es la que se hace bien, y para ello necesitan jefes de servicio y profesionales con liderazgo reconocido y no cargos de confianza. Finalmente, los usuarios de la sanidad deben moderar sus expectativas. Los problemas médicos que atienden hoy los hospitales son cada vez más complejos e implican a un gran número de profesionales. En este entorno, las posibilidades de error crecen exponencialmente.

Antonio Sitges-Serra, catedrático de Cirugía de la UAB y presidente de la Societat Catalana de Cirurgia.