Es a Marx a quien resucitan

Karl Marx tiene 43 años, es francés y acaba de publicar un compendio de ochocientas páginas bajo el nombre de Thomas Piketty. Como Marx en su época, Piketty tiene poco público en su país, pero lo ha encontrado en Estados Unidos. Allí, la izquierda universitaria, muy desdichada por vivir en el centro del capitalismo, alimenta la nostalgia del socialismo que nunca ha conocido. Y ha encontrado en Piketty a su profeta, y el economista Paul Krugman se ha convertido en el primer evangelista. En opinión de Krugman, Piketty presenta cualidades marxistas: viene de Europa, una garantía de romanticismo, y su libro se presenta como científico. El éxito de Marx en su época se debió a que creó la expresión «socialismo científico». El mimetismo en Piketty es inequívoco porque su libro se titula El capital en el siglo XXI. Los detractores liberales de Piketty en Estados Unidos, que han leído el libro en cuestión, no se han equivocado y han calificado la obra de «marxista». Pero «marxista» en Estados Unidos es un adjetivo que mata. Por tanto, Krugman el evangelista protesta y, como ha escrito en El País (Negocios, 04-05-14), decir que Piketty es marxista equivaldría a no leer a Piketty. La táctica es tan antigua como cualquier ideología totalitaria: «Si eres anticomunista, es porque estás a sueldo de la patronal».

¿Qué propone Piketty que le ha hecho merecedor de semejante acogida en Estados Unidos? Como Marx, sí, Piketty «demuestra» que el capitalismo es necesariamente víctima de una contradicción interna: el capital, a largo plazo, será más remunerativo que el trabajo. Los capitalistas acumulan las riquezas y las transmiten, creando así una oligarquía financiera. Esta, a la larga, ya no tiene ningún interés por emprender, porque se enriquecerá más con las inversiones que con la creación de actividades nuevas. De esta manera, los descendientes de los empresarios se convertirán en rentistas y el capitalismo perecerá, falto de creación.

Piketty, un voraz historiador y hábil narrador, regala al lector miles de anécdotas y algunas estadísticas para convencernos de esta degeneración del capitalismo. Desgraciadamente para su tesis, la historia no la confirma porque el capitalismo occidental desde hace dos siglos ha creado una inmensa clase media, y la aristocracia del dinero no ha dejado de renovarse en lugar de transmitirse. Pero la realidad no es un obstáculo para la teoría, ya que Piketty, como

buen profeta, posterga la inevitable catástrofe. Los que viven de las rentas todavía no se han hecho con el poder porque algunos lamentables contratiempos, como las guerras, por ejemplo, que tienen una fastidiosa tendencia a redistribuir las riquezas, han frenado la demostración. En cuanto a los periodos en los que las rentas disminuyen, de 1945 a 1974, por ejemplo, Piketty nos asegura que fueron una excepción a la regla y, como cualquier milenarista, aplaza cada día el juicio final.

Pero Krugman lleva algo de razón: Piketty no es totalmente marxista porque nos ofrece una redención terrenal, mediante la reforma del capitalismo, a fin de evitar la revolución: un impuesto confiscatorio sobre el capital, un impuesto que tiene que ser mundial porque la economía está mundializada. Gracias a la igualdad de condiciones así restablecida por la fiscalidad, los empresarios seguirán emprendiendo sin convertirse nunca en rentistas. Paul Krugman, valiéndose de Piketty al igual que los evangelistas añadieron palabras a la palabra de Cristo, nos asegura en sus comentarios en El País que la igualdad es la condición para la prosperidad duradera en la economía de mercado. Ni en Krugman ni en Piketty está respaldada esta piedad por ningún argumento científico. De hecho, sería interesante medir la relación entre la igualdad social y el desarrollo económico; los trabajos de los que disponemos ponen más bien de manifiesto que una cierta desigualdad –por la emulación social que provoca– es necesaria para el crecimiento, y que la igualdad excesiva mediante el impuesto convierte al empresario en rentista: es la experiencia escandinava o británica de la década de 1960. El empirismo desmiente totalmente la teoría de Piketty.

También resulta sorprendente que Piketty mencione tan poco el origen del desarrollo y de la fabulosa riqueza de algunos empresarios: la innovación. Como si un Bill Gates, por ejemplo, se hubiese convertido en el hombre más rico del mundo por casualidad. Por tanto, hay que plantearse que la teoría de Piketty, al igual que la apología de Krugman, no tiene ningún carácter científico, sino que está relacionada con la política pura. A Piketty no le gusta la sociedad occidental tal y como es; Paul Krugman detesta a los financieros de Wall Street. Estos dos estaban destinados a hacer causa común, explotando su condición de economistas para avanzar ocultos y justificar «científicamente» su odio hacia los ricos. Otro francés en Estados Unidos, Alexis de Tocqueville, escribió que, en democracia, los ciudadanos estarían dispuestos a renunciar a su libertad con tal de que triunfase la igualdad. La acogida dispensada a Piketty en Estados Unidos pone más de actualidad a Tocqueville que a Marx, ya que, en democracia, siempre habrá una parte de la opinión pública dispuesta a renunciar al desarrollo económico con tal de que se imponga la igualdad. Esa es, me parece, la moraleja de la aventura de Piketty en Estados Unidos y la base de su club de fans.

Guy Sorman

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