¿Es conveniente engañar al pueblo?

Puesto que desde la escena del desayuno de Ciudadano Kane, en la que Orson Welles representa la incomunicación humana alargando progresivamente la mesa que separa a los indiferentes cónyuges, no se había visto tanta frialdad y distancia escénica entre dos actores mal maquillados, a Campo Vidal se le debería haber permitido insuflar algo de vida en el debate del lunes mediante la técnica de la pregunta secreta. Es decir, planteando a Rubalcaba y Rajoy algo inesperado que les cogiera desprevenidos, les obligara a salirse del guión preparado con sus asesores e incluso les llevara a desvelar su verdadero yo.

Fue una idea que se me instaló en la cabeza a medida que, tras la estéril salida en tromba del candidato socialista, el fútbol especulativo en el centro del campo se fue apoderando de los 90 minutos del encuentro entre los simétricos bostezos de la grada y la tribuna: aquí la única manera de que pase algo es que el moderador les pille con el paso cambiado. Incluso pensé que la pregunta que yo les hubiera hecho, caso de hallarme en esa situación y ser lo suficientemente insensato para afrontar las acusaciones de dinamitero, habría sido la misma que Federico II de Prusia dirigió en 1778 a los intelectuales europeos a través de la Real Academia de Ciencias de Berlín: «Señores Rubalcaba y Rajoy, antes de entrar en este último bloque, permítanme que les plantee algo muy concreto que sin duda será del interés de los telespectadores… ¿Creen ustedes que es conveniente engañar al pueblo?».

No es difícil imaginar el silencio que se habría hecho en el plató, la súbita atención de los 12 millones de almas pendientes de la pantalla, las gotitas de sudorcillo embarrado brillando sobre la frente de quienes no venían preparados para responder a algo tan simple, y finalmente lo que, una vez deshecho el repentino nudo en sus gargantas, habrían dicho el uno y el otro.

De labios de Rubalcaba habría surgido un «no» rotundo, inequívoco y hasta ofendido. Por favor, ¡engañar al pueblo! ¿Como podría ni siquiera planteárselo alguien como él que ya dijo en su día aquello de «España necesita un Gobierno que no mienta»; y encima en unas circunstancias como estas, en las que hay tanta gente pasándolo mal? Y a esa claridad en la respuesta habría sucedido la misma claridad en la recepción del mensaje por parte de cualquier observador con conocimiento de causa: puesto que este hombre pertenece a la tribu de los mentirosos, sus palabras son acordes con sus hechos. Tan evidente es para todos el perfil de Rubalcaba que la mala pasada de su subconsciente cuando dijo «ahora el que miente es usted», quedó poco menos que amortizada a beneficio de inventario.

Por su parte, Rajoy habría titubeado más de la cuenta y finalmente habría contestado: «Me pregunta usted si es conveniente engañar al pueblo… Mire usted, yo no lo haré». O sea algo muy parecido a lo que comentó en un determinado momento sin necesidad de que se lo preguntaran. Y como todo el mundo sabe que Rajoy pertenece a la tribu de los que dicen la verdad, a partir de ahí habrían comenzado las especulaciones sobre si lo que quería decir es que él no engañaría al pueblo porque no lo creía conveniente, no engañaría al pueblo porque aun creyéndolo conveniente no se sentía capaz de hacerlo, o no engañaría al pueblo porque al no tener un criterio claro sobre si sería conveniente o no, en la duda prefería no hacer nada.

Todo esto es mucho más que un juego de palabras. Baste como prueba de la complejidad de la cuestión que el premio de aquella competición entre filósofos, remedo de los concursos de trovadores medievales, fue otorgado ex aequo a un defensor del «sí» y a otro del «no» y el propio Federico II que tres décadas antes había publicado su Contra Maquiavelo, criticando el utilitarismo oportunista que impregna las páginas de El Príncipe -y en especial su capítulo XVIII De cómo deben los príncipes mantener su palabra- terminó alineándose con las tesis maquiavélicas y aportando un texto en el que defendía engañar al pueblo por su bien.

Sin embargo, la ponencia que ha pasado a la Historia no fue ninguna de esas tres, sino la que elaboró para la ocasión, sin llegar luego a remitirla, un señor de ademanes aristocráticos, inteligencia poliédrica y corazón indómito ante cuya estatua, delante de la Maison de la Monnaie, me detengo en señal de admiración cada vez que paseo en París por la orilla izquierda del Sena. Me refiero a Marie-Jean-Antoine-Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, máxima cima intelectual de la Revolución que contribuyó a engendrar y por la que fue devorado en circunstancias especialmente crueles y conmovedoras.

Otro día volveré sobre la vida y muerte de Condorcet -protagonista sólo episódico de El Primer Naufragio- pero lo que viene hoy a cuento es la brillantez de su refutación de la doctrina de la «noble mentira» que se remonta nada menos que a Platón y ha tenido después apóstoles tan significados como Max Weber o Leo Strauss. Uno de los argumentos clave de Condorcet, tal y como lo resume el especialista en su obra Miguel Catalán, es el de que «nadie puede asegurar que el poderoso no utilizará la mentira para hacer el mal una vez se le haya permitido emplearla para hacer el bien».

Esa es la moraleja del felipismo, ya que ahora reaparece tan farruco el jefe de la banda. El fruto de la combinación de la falta de controles democráticos y la ausencia de escrúpulos morales. El umbral que se traspasa cuando el gobernante sigue la instrucción de Maquiavelo y se muestra «dispuesto a no alejarse del bien, si puede, pero a saber entrar en el mal, caso de necesitarlo».

En esa escuela se forjó Rubalcaba, convencido de que, como decía el pensador florentino, «todos ven lo que pareces, pocos tocan lo que eres y esos pocos no se atreverán a enfrentarse a la opinión de los muchos que tienen además la Majestad del Estado de su parte». Así se escribió la historia del enmascaramiento de los crímenes de los GAL, hasta que algunos de «esos pocos» sí nos «atrevimos» a perseguir y desencadenar la catarsis de la verdad. Así se sigue escribiendo aún la mentirosa versión oficial del 11-M, pese a que sus cimientos se resquebrajan ya hasta en los autos de algún digno miembro del Ministerio Fiscal.

Si observamos la trayectoria del candidato socialista en sus distintas etapas en el poder y su propia conducta durante el debate del lunes y la entrevista del jueves en Antena 3, cualquiera diría que ha tomado por divisa el célebre epigrama en verso de Goethe: «¿Debe engañarse al pueblo? Desde luego que no. Mas si le echas mentiras, mientras más gordas fueren resultarán mejor».

Se comprende, por lo tanto, que quien no parpadeó al defender la inocencia de Barrionuevo y Vera, arremetiendo contra la propia sentencia que les condenó, tampoco sienta el menor empacho en poner la mano en el fuego por Blanco, arrastrando, por cierto, desde el ámbito de la guerra sucia al del tráfico de influencias la esquizofrenia, consistente en decir al mismo tiempo que todas las acusaciones son falsas y que si algunas fueran verdaderas tampoco tendría importancia, porque en definitiva «todos lo hacen».

A este respecto, no deja de ser más que cómico, esperpéntico constatar cómo han cambiado las tornas y los mismos que se burlaban de los argumentos del PP sobre la rutina social del regalo para soslayar las consecuencias políticas de la acusación penal que se cernía sobre Camps, se aferran ahora a la tesis de que en realidad cualquier cargo público dedica parte de su jornada a hacer gestiones a favor de amigos y conocidos. Con dos diferencias: primero que mientras el cohecho impropio sólo está castigado con multa, el tráfico de influencias que aprecian tanto la juez como el fiscal -por no hablar de los presuntos pagos a Dorribo- está penado con la cárcel; y segundo que así como a Camps le cercaban los indicios y testimonios ajenos, lo que ha puesto la soga al cuello de Blanco han sido sus propias llamadas y mensajes de móvil a su protegido -y supuesto protector- Orozco.

Si Rubalcaba puede reducir con total desparpajo el relato de lo ocurrido en la gasolinera a «los detalles de un empresario que está en la cárcel» -cuando sabe perfectamente que no es así- o el elocuente intercambio telefónico sobre la licencia de Sant Boi durante dos meses y medio a un mero «caso electoral» -porque cuenta con que el Supremo no imputará a Blanco antes del 20-N-, ¿qué freno de ningún tipo podría impedirle decir lo contrario de lo que piensa con intención de engañar sobre la situación económica?

A quienes le vimos el año pasado atrincherarse en el desmentido a la noticia de que la juez del 11-M había dado un ultimátum de 10 días a Interior para entregar los documentos que le requería, incluso cuando EL MUNDO había exhibido ya el inequívoco auto de su señoría, no puede sorprendernos escucharle decir que la salida de la crisis pasa por una moratoria de dos años en la reducción del déficit o que un impuesto sobre las grandes fortunas y otro sobre la banca proporcionarían los recursos para crear empleo para los jóvenes. Puesto que casi podría decirse que mintió poco para lo que es él, no merece la pena ni subrayar lo que le ha pasado a Berlusconi por retrasar el ajuste no dos años, sino dos semanas, o echar las elementales cuentas que desarbolan su ofensiva fiscal contra los «ricos».

¿Y Rajoy? Mucho más preocupantes que la abierta demagogia de quien no va a gobernar resultaron los deslizamientos hacia ese mismo territorio de quien sí lo va a hacer. O sea que el líder del PP diera la impresión de que reprochaba a Zapatero y Rubalcaba la supresión del cheque-bebé y el Impuesto sobre el Patrimonio, se comprometiera a no hacer recortes en las principales partidas del gasto público y no mencionara en ningún momento las palabras prima de riesgo, rescate o intervención. Es decir, que tampoco él nos situara ante la verdad amarga de una situación límite en la que no habrá otro remedio que adoptar decisiones muy desagradables, si queremos seguir siendo dueños de nuestro destino.

¿No es omitir la verdad otra forma de «engañar al pueblo»? Sí y no. Debo decir que Condorcet introduce en la segunda parte de su respuesta a Federico II y Maquiavelo un significativo matiz que viene como anillo al dedo al dilema que Rajoy ha debido afrontar como candidato: «Sería peligroso decir las verdades cuando no cabe esperar que hacerlo así sea útil antes de que sean adoptadas por una mayoría de los hombres y cuando, alertando a quienes se ven perjudicados por ellas, se ponen más obstáculos para el progreso de esas verdades en lugar de conseguir que se hagan más comunes».

Condorcet aprobaría pues que Rajoy no esté haciendo durante la campaña anuncios de medidas necesarias cuya explotación demagógica podría menguar el margen electoral que precisa para llevarlas a cabo. «En ese caso es preferible dejar cautiva la verdad sin que tampoco se la suplante por el error», ya que «un general no debe publicar sus planes de ataque».

Ahora bien, este respaldo desde la mejor atalaya de las Luces a la ambigüedad calculada tiene un límite que Condorcet sitúa en la percepción que los seguidores de ese general puedan tener de sus actos. Si pudiera bajarse de su pedestal de piedra y se sentara entre Arriola y Moragas en una reunión de estrategia en la calle Génova no hay duda de cuál sería su consejo: «No hagáis nada que un hombre sensato pueda tener como prueba de que creéis lo que no creéis. La línea que supera la prudencia de la hipocresía es aquí muy fácil de traspasar, pero es mejor quedarse más allá y ser imprudente que no hipócrita».

Por eso, quizá con la salvedad del error que supone renunciar a priori a la alternativa del copago sanitario, creo que Rajoy está haciendo lo correcto al mantener su hoja de ruta económica envuelta en una nebulosa durante la campaña. Pero también por eso, a medida que pasan los días, y no digamos nada después de la presentación electoral de los propósitos y pretensiones de la banda, me horroriza más y entiendo menos su declaración de que ETA ha puesto fin a la actividad armada sin que hayan mediado «concesiones políticas». ¿Y qué pensará el «hombre sensato» medio -empezando por ese que el propio Rajoy lleva dentro- de los piropos que los asesinos encapuchados dedican a su conducta «responsable»? Yo es que soy muy de Condorcet, oigan.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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