¿Es el Estado invencible?

La dicotomía maniquea entre más y menos Estado que atraviesa de manera estructural la política española y mundial se acentuará posiblemente en los próximos meses como consecuencia de las acciones emprendidas por los gobiernos para enfrentarse a la epidemia del coronavirus. Pero es una polémica falsa, porque la economía no agota la vida y por ello la capacidad de los Estados cubre dimensiones mucho más importantes que el hecho de que los impuestos recauden el 30% o el 50% del PIB.

El monopolio por parte del Estado de toda violencia legítima en un territorio que dice controlar es la clave de bóveda de la concepción weberiana -y, por lo tanto, nuestra- del Estado. Pero esto se ha tomado como una simple definición que todo el mundo estudia sin advertir que, más allá de la fuerza del concepto en nuestro imaginario colectivo, no es más que un tipo ideal y que, por lo tanto, no siempre se cumple, lo cual tiene profundas implicaciones prácticas, Presupone la capacidad del Estado de construir un orden donde exista un criterio de subordinación ante la ley por parte de los restantes grupos sociales, es decir, como mínimo, la posibilidad de ejercer un control efectivo de los medios de violencia, recursos financieros suficientes y funcionarios capacitados y leales, elegidos por sus méritos y que no privilegien a sus propios grupos por delante de lo que marque la ley. Y fue el Estado liberal el que por primera vez en la historia consiguió la total integridad y el control administrativo-militar estable de un territorio dado, como condición previa de toda capacidad de aplicación de una política por parte del Estado.

Por primera vez en la historia, el Estado liberal consiguió que una organización única y centralizada impusiese normas como la de extraer de la gente corriente, de manera rutinaria e incluso con su colaboración, el equivalente de varios meses de trabajo, o el de retener a sus hijos por más o menos treinta horas semanales en una institución estatal. Ningún líder premoderno habría podido imaginar objetivos tan audaces, ni siquiera el más burocrático de todos, Felipe II. La lucha contra la violencia doméstica muestra hasta qué punto el Estado liberal es implacable en su control monopolístico de la violencia, incluso en el que hasta hace poco ha sido el último bastión de violencia privada, el hogar.

Pero un tipo ideal es, como decíamos, sólo eso, un tipo ideal. Cabe la posibilidad de que el Estado (es decir, cualquier Estado y no sólo los llamados "fallidos") no tenga éxito en sus reclamos y, por tanto, que los diseños políticos no alcancen el resultado apetecido. Señala Joel S. Migdal que la asunción moderna de que sólo los Estados crean normas y que sólo ellos mantienen los medios de la violencia minimiza y trivializa la rica negociación, interacción y resistencia que se da en toda sociedad humana entre múltiples organizaciones y grupos.

Paradójicamente, al albur del éxito del Estado liberal, se ha creado, o se ha intentado crear, un aura de invencibilidad alrededor del Estado, alimentada por los propios funcionarios y élites estatales interesadas en su legitimación, pero que ha tenido el efecto no deseado de fomentar y fortalecer sueños prometeicos que han conducido a ensoñaciones socialistas y totalitarias. No siempre los Estados modernos no liberales grandiosos y pretenciosos han conseguido ser verdaderos Estados fuertes.

La socióloga Theda Skocpol ha popularizado la distinción entre estados fuertes y estados débiles partiendo de la habilidad efectiva de los gobiernos de administrar sus territorios eficientemente. Esta habilidad incluye la capacidad de los Estados de movilizar los recursos humanos y financieros necesarios para alcanzar sus objetivos nacionales y la capacidad de coordinar las actuaciones de los distintos grupos sociales en torno a estos objetivos. Pero también la capacidad de crear consensos y legitimidades amplias que sustenten tales objetivos.

En la concepción de Skocpol los estados con alta capacidad pueden ser tanto estados liberales que recaudan pocos impuestos, véase el caso del Reino Unido victoriano, como estados liberal-socialistas, muy intervencionistas, como los países escandinavos de la posguerra. También está demostrando fortaleza un Estado no liberal como el chino. Y los estados con poca capacidad pueden ser muy liberales, como se dice que es el caso de Estados Unidos (que, no lo olvidemos, ha constitucionalizado la violencia privada al convertir la posesión de armas en un derecho) o muy intervencionistas y autoritarios, como lo fueron la mayoría de los nuevos estados de los países descolonizados de lo que entonces se llamó Tercer Mundo.

Pero donde verdaderamente se pone a prueba la fortaleza del Estado es en las situaciones excepcionales. La guerra es el caso típico y de hecho la sociología histórica ha mostrado por ello su papel en la formación del Estado moderno, como estrategia de supervivencia en el entorno entonces agresivo del sistema europeo de Estados. Los imperativos militares crean necesidades excepcionales que requieren de recursos excepcionales, por ejemplo y generalmente la extracción de más impuestos, la movilización de campesinos y obreros para que vayan a luchar, la coordinación de la industria bajo la dirección de las elites estatales, y el mantenimiento de la lealtad de las masas. Para sorpresa de las potencias fascistas, Estado Unidos demostró en la II Guerra Mundial, a través de su impresionante capacidad de movilización, que era un Estado mucho más fuerte de lo que creían sus adversarios.

Ya no tenemos guerras y en eso se han apoyado muchos para argumentar que el Estado posmoderno está perdiendo fortaleza. Pero el coronavirus ha venido y está probando la capacidad de los Estados liberales, más o menos intervencionistas, y de los Estados autoritarios para enfrentarse a una nueva situación excepcional. Se repite la necesidad de afrontar con recursos excepcionales necesidades excepcionales y ya se plantean las distintas estrategias de búsqueda de recursos extraordinarios y de coordinación industrial (como célebre Defense Production Act norteamericana) y las dificultades del mantenimiento de la lealtad de la población. Se suponía que los Estados liberales eran superiores porque podían mostrar una capacidad de movilización mayor al estar dotados de mayor legitimidad, pero hoy, ante la crisis de legitimidad de la mayor parte de las democracias de los países avanzados, ya nada puede darse por descontado. El éxito o el fracaso de la lucha contra el coronavirus tendrá consecuencias para el éxito o el fracaso de estos diferentes modelos.

Pero no van a ser las únicas consecuencias. Hay otras dos, inquietantes. En primer lugar, las organizaciones supranacionales que han privado a los estados de una parte de su tradicional monopolio sobre la violencia, como la Unión Europea, también se están poniendo a prueba. Y, lo más preocupante, por desgracia, es que el viejo mantra del Estado omnipotente, con su aura de invencibilidad y sus fantasías prometeicas, va a volver. Es mentira porque nunca hubo Estados así, y es una mentira peligrosa porque no es inocua; pero ya se intuye en el paisaje que veremos cuando levante la niebla. El coronavirus nos dejará, inoculado, el virus del totalitarismo. Y volveremos a empezar.

Juan Menor Sendra es sociólogo y profesor de la URJC.

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