¿Es el mérito un valor de derechas?

Con frecuencia, creemos pensar cuando en realidad sólo estamos repitiendo ideas pensadas por otros o las creencias de nuestra tribu. Este pensar a lo loro olvida la genealogía de los conceptos, que suele estar llena de tensiones y malentendidos. Resultado: podemos estar diciendo, sin darnos cuenta, cosas contrarias a las que creemos decir, o pensar. Por eso, es una buena medida de higiene social recordar la historia de ideas fundamentales que utilizamos cotidianamente.

Una de ellas es la noción de mérito. Su significado original es humilde: mérito es lo que hace a una persona digna de recompensa o de castigo. Pero, durante la Edad Media, los teólogos lo relacionaron con el tema de la salvación, hasta tal punto que fue el centro de la polémica protestante. Lutero afirmaba que los humanos no podíamos hacer nada meritorio y que la salvación dependía sólo de los méritos de Cristo. Los católicos, en cambio, pensaban que los actos humanos cooperan a la salvación. Las revoluciones del siglo XVIII introdujeron el concepto en el campo político.

Durante siglos, la posición social, el estatus de una persona habían estado determinados por su nacimiento. La movilidad social era mínima. Los revolucionarios americanos y franceses rechazaron ese dogma atávico y construyeron un nuevo orden social basado sobre el mérito personal, tal como lo había descrito Locke: trabajo, conocimiento y esfuerzo. Thomas Jefferson quería para su nación una «aristocracia del mérito», y en la noche del 4 de agosto de 1789, los Estados Generales franceses abolieron los privilegios y establecieron la jerarquía del valor personal.

El artículo 6 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano dice: «Todos los ciudadanos, siendo iguales a los ojos de la ley pueden acceder a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y de sus talentos». Los diputados no utilizaron la palabra mérito porque todavía resonaba muy cercano su significado religioso. Del principio «a cada uno según su nacimiento» se pasa al de «igualdad para todos», que está matizado por ese de «a cada uno según su talento». La palabra mérito había adquirido un significado positivo. Designaba un conjunto de cualidades que merecían aprecio o recompensa.

A partir de ese momento, la educación pública tuvo que encargarse de fomentar el mérito y de evaluarlo. En Francia, en 1794 se crean L'ecole polytechnique y l'Ecole normale superieure. Administración y educación superior comienzan una historia conjunta que se desarrolla durante todo el siglo XIX, cuyo núcleo es el sistema de méritos, y que ha constituido un factor esencial del funcionamiento del Estado francés y de muchos otros.

Este sistema fue blindándose y convirtiéndose en una nueva clase social, lo que despertó el recelo de los defensores de la igualdad. En 1958, Michael Young inventa la palabra meritocracia en su libro Las ascensión de la meritocracia. Un ensayo sobre educación y libertad. Acusa a las élites -que habían surgido gracias a la defensa revolucionaria de la movilidad social- de dejar de ser abiertas. Sin embargo, en el Reino Unido, tanto Tony Blair, laborista, como David Cameron, conservador, defienden la meritocracia. Richard Seymour en The Meaning of David Cameron (Zero Books 2010) critica esta postura porque piensa que la meritocracia es «un lenguaje de dominio de clase», ligado al sistema capitalista y neoliberal.

¿Cómo se ha producido este travestismo del concepto de mérito, que de ser revolucionario parecer haberse convertido en gran valor del sistema capitalista? ¿Por qué se ha vuelto un valor conservador o liberal, rechazado por el pensamiento socialista? ¿El reconocimiento del mérito y el fomento de la excelencia atentan contra la igualdad? ¿Es la distinción un insulto para la democracia? ¿El gobierno del pueblo (vulgo) significa el gobierno de la vulgaridad?

Estos interrogantes tienen su origen en una confusión suscitada, curiosamente, por lo más luminoso y noble que ha inventado la humanidad: la idea de que hay cosas que merecemos no por nuestras acciones, sino por el mero hecho de pertenecer a la especie humana. Nos hemos habituado de tal manera a esta afirmación, que ya no percibimos su rareza. Por ejemplo, nada hubiera irritado más a los personajes de la literatura griega y a sus pensadores como la idea de que la dignidad se tenía por el hecho de haber nacido, y no por el esfuerzo. «¿Cómo yo, que soy valiente en el combate, que me arriesgo por mi ciudad, voy a tener la misma dignidad que un ser mezquino que codicioso y cobarde que se esconde y se aprovecha de mi esfuerzo?», dirían los héroes homéricos.

Sin embargo, la afirmación de que hay cosas que todos merecemos por nuestra naturaleza de seres humanos es el principio fundamental e irrenunciable de la ética. Los derechos fundamentales amparan ese merecimiento no ganado sino recibido. Pero, una vez reconocido, hay que marcar sensatamente los límites de ese mérito pasivo, porque si se extiende demasiado valoraremos mucho nuestra naturaleza, pero devaluaremos el comportamiento. Y, al hacerlo, la búsqueda de la excelencia, o su reclamación, se vuelven sospechosas, como un retoño malvado de un aristocratismo insolidario que desea cargarse la igualdad. Esos límites se han vuelto borrosos en nuestro país e inducen a confusión.

Hace pocos años, Victor Pérez Díaz investigó lo que los padres españoles pensaban acerca de la educación, y una de las cosas más chocantes que descubrió fue el alto número de padres que creían que derecho a la educación significaba derecho a tener un título.

Aterricemos en lo que ha motivado este artículo: el debate provocado por la decisión de Esperanza Aguirre de crear un Bachillerato de Excelencia. ¿No se está con ello fomentando la segregación, el gueto meritocrático? Los posicionamientos han vuelto a ser, una vez más, ideológicos, es decir, se han esgrimido pensamientos pensados por la tribu. Por eso es necesario el análisis. Para el público poco versado en términos educativos he de decir que el bachillerato no pertenece a la enseñanza obligatoria, que se acaba con la ESO a los 16 años, sino que es voluntario y requisito para entrar en la Universidad.

Quiero explicarles la dificultad de la educación obligatoria, para que comprendan las dificultades con que nos enfrentamos quienes nos dedicamos a ella. Tiene que alcanzar dos objetivos educativos irrenunciables, pero contradictorios. El primero de ellos es la integración social y cultural de todos los alumnos, y eso nos fuerza a ampliar elásticamente sus límites para intentar que ningún alumno se margine porque eso supone casi su muerte social; el segundo objetivo es proporcionar una educación de calidad, lo que exige ser selectivos. Estamos por ello inevitablemente sometidos a un movimiento de acordeón.

La solución no es fácil, porque separar en unos centros a los buenos estudiantes y en otro a los malos acaba produciendo unas fracturas sociales y pedagógicas difíciles de superar. Así pues, la enseñanza obligatoria es una enseñanza socializadora. En cambio, con el bachillerato debe comenzar una enseñanza basada exclusivamente en el mérito y en la capacidad. Y lo mismo digo, en tono ya superlativo, de la Universidad. ¿Para qué queremos miles de universitarios mediocres, a los que no interesa estudiar, y que tardan un montón de años en terminar las carreras? Que los mejores alumnos de secundaria vean reconocido su esfuerzo, que haya centros de excelencia me parece bien, pero es una solución perezosa y si me apuran de aficionados.

Hay otras soluciones técnicamente más eficaces, y socialmente más justas y estimulantes Y también, por supuesto, más complejas. En cada centro de secundaria se pueden introducir cursos de excelencia voluntarios, cuyo resultado después se refleje en los expedientes académicos. Esta posibilidad de acceder a distintos niveles de esfuerzo y excelencia existen en los centros bilingües o en aquellos donde se imparte el Bachillerato Internacional.

Murcia introdujo un Bachillerato de Investigación, en el que los alumnos que querían podían ampliar con una asignatura más el curriculum normal. Este sistema nos permitiría también ayudar a los alumnos con altas capacidades, sin necesidad de sacarles de su entorno habitual. Se trata de hacer una sabia educación diferenciada, justa para todos. Tenemos una escuela rígida y monolítica. Hay que poner múltiples posibilidades al alcance de los alumnos, de los profesores y los padres. Unas mínimas y otras máximas. Café para todos no es una demostración de justicia sino de simpleza.

Nuestro sistema educativo es un diplodocus dormido. Las verdaderas soluciones educativas no son simples. Y tan simple es la propuesta de Aguirre, si piensa que esa es la solución, como simple es la afirmación del ministro de que esa no es la solución. Las soluciones existen, las conocemos, y podríamos ponerlas en práctica. Todas remiten al principio que debería regir nuestra convivencia: socialismo de las oportunidades, protección del débil y aristocracia del mérito.

Por José Antonio Marina, catedrático de Filosofía y ensayista. Su último libro publicado es La educación del talento, Ed. Ariel.

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