¿Es el multilateralismo un taparrabos?

Hoy en día, las organizaciones internacionales están plagadas de acusaciones acerca de que Estados poderosos ejercen indebida influencia sobre los resultados. Dichas acusaciones incluyen recientes revelaciones sobre que Australia, Japón, Arabia Saudita y otros países ejercen presión en contra de las Naciones Unidas en materia de cambio climático, se sugiere que altos funcionarios del Banco Mundial intervinieron para aumentar la clasificación de China en el índice Doing Business de este Banco y existen sospechas relativas a que China influyó en el enfoque de la Organización Mundial de la Salud frente a la pandemia de COVID-19.

Subyacente a todas estas controversias se encuentra la simple realidad de que los países poderosos ejercen una gran influencia sobre las organizaciones multilaterales. Pero su influencia no hace imposible el multilateralismo. Por el contrario, es una fuerza que debe ser gestionada activamente y contrarrestada.

Desde luego que la influencia indebida de algunos países en las instituciones multilaterales no es algo nuevo, pero el cambio en el equilibrio del poder mundial ha vuelto a poner el tema en el foco de atención. Por ejemplo, el reciente escándalo de Doing Business suscitó razonamientos que implícitamente indicaban que instituciones, que en esencia son tecnocráticas y basadas en pruebas, como por ejemplo el Banco Mundial, corrían el riesgo de ser dirigidas por gerentes demasiado atentos a las preocupaciones de China. Como escribe Anne Krueger, “Al igual que la mujer del César, la alta dirección del FMI y del Banco Mundial debe estar muy por encima de toda sospecha a la hora de supervisar el trabajo de estas instituciones y salvaguardar la integridad de los datos en los que se basa ese trabajo”.

Pero la historia narra un relato diferente. Estados Unidos ha dominado durante mucho tiempo al Banco Mundial, tanto en su gobernanza formal como informal. En la década de 1960, se decía que Estados Unidos apenas necesitaba ejercer sus poderes formales sobre la organización, porque su personal trabajaba con un ojo constantemente entrenado sobre las preferencias del gobierno estadounidense, ubicado a pocas cuadras de distancia en el corazón de Washington D.C. Como señaló la historiadora Catherine Gwin, “El resultado fue una fuerte y duradera huella estadounidense en todos los aspectos del Banco, incluida su estructura, el direccionamiento de sus políticas generales y su forma de conceder préstamos”.

El gobierno de Estados Unidos típicamente ha canalizado sus preferencias a través de la alta gerencia del Banco Mundial. En 2006, un panel independiente comisionado por el Banco para evaluar su investigación criticó la forma en que “la investigación se usó para hacer proselitismo en nombre de las políticas del Banco, a menudo sin adoptar una visión equilibrada sobre la evidencia, y sin expresar el pertinente escepticismo”. Además, “se dio gran prominencia a la investigación interna que era favorable a las posiciones del Banco, y se ignoró la investigación desfavorable”. El panel lamentó que, “cuando los directivos del Banco apelan selectivamente a investigaciones relativamente nuevas y no probadas como prueba fehaciente de que sus políticas preferidas funcionan, otorga injustificada confianza a las recetas del Banco”.

Otros países poderosos también ejercen influencia sobre la alta gerencia y el personal de las organizaciones internacionales. En la revisión de la vigilancia de 2014 del Fondo Monetario Internacional, por ejemplo, el personal señaló la existencia de “presión interna adicional y escrutinio asociado con la vigilancia de economías sistémicas”. Y en un documento de antecedentes sobre imparcialidad para la revisión, casi el 60% de los jefes de misión del FMI  que trabajaban en economías avanzadas reconocieron haber recibido “presiones para diluir la franqueza de los informes del personal técnico a fin de evitar molestar a las autoridades del país”.

Pero las organizaciones internacionales necesitan el respaldo de los países poderosos para ser eficaces, e históricamente han garantizado ese respaldo otorgando a esos países derechos especiales. Por ejemplo, mientras que Estados Unidos se mantuvo al margen de la Sociedad de Naciones en la década de 1920, fue persuadido de unirse a la ONU, el FMI y el Banco Mundial después de la Segunda Guerra Mundial. Esto se debió en gran medida a que Estados Unidos ganó influencia sobre las altas autoridades de estas organizaciones, albergó las sedes de las mismas y obtuvo un enorme poder de decisión (un veto en el Consejo de Seguridad de la ONU y un poder de voto ponderado en el FMI y el Banco Mundial). La posición de liderazgo de China dentro del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura hoy en día refleja consideraciones similares.

A su vez, los países poderosos deben aceptar algunas limitaciones a fin de persuadir y cooptar a otros para que participen en las instituciones multilaterales. Por esta razón, los Estados fuertes crean organizaciones que otorgan votos a otros Estados, con acuerdos formales sobre la toma de decisiones que limitan (aunque sea débilmente) su poder para decidir unilateralmente lo que hace la institución.

El resultado es una tensión constructiva constante entre los intereses de los más poderosos y los intereses de todos los demás. Tres factores son de crucial importancia para manejar las inevitables tensiones.

En primer lugar, el liderazgo es vital. El papel del líder de cualquier institución multilateral incluye no sólo “decir la verdad al poder”, sino también movilizar a los países más pequeños para garantizar que sus voces sean escuchadas para contrarrestar la influencia de los poderosos. Sin embargo, esta influencia compensatoria quedará silenciada mientras los Estados poderosos controlen los nombramientos y la renovación de los nombramientos de quienes ocupan altos cargos en las organizaciones, como lo hace Estados Unidos y la Unión Europea (y de manera creciente China) en el Banco Mundial y el FMI. Tal y como están las cosas, los jefes de estas instituciones implícitamente tienen responsabilidad de rendir cuentas ante las principales potencias.

En segundo lugar, en teoría, los acuerdos oficiales de gobernanza que garantizan la representación de todos los miembros, las normas sobre dotación de personal y financiación y los procesos de toma de decisiones permiten que todos los Estados miembros puedan exigir cuentas a una institución. Pero el funcionamiento eficaz de esos mecanismos requiere atención, información y experiencia. En la actualidad, demasiados países están representados en instituciones multilaterales por funcionarios que cumplen breves mandatos y tienen poco acceso a la información. Esto hace que sea fácil aventajarlos. Los países menos poderosos necesitan capacitar y equipar adecuadamente a sus representantes para que formen parte de las juntas directivas de las organizaciones internacionales, de manera que puedan mantener su propia postura y restringir la influencia indebida de los más poderosos.

Por último, la transparencia es fundamental. La tendencia dirigida hacia realizar evaluaciones abiertas por parte de oficinas de evaluación independientes y una mayor publicidad en torno a los esfuerzos de algunos países para influir en las organizaciones internacionales incomodan a todos los participantes, pero son de vital importancia en la búsqueda de una cooperación eficaz.

En vista que las actuales tensiones geopolíticas son cada vez mayores, las quejas sobre la influencia supuestamente excesiva de algunos países en las instituciones multilaterales pueden ser cada vez más frecuentes. Líderes que tomen mayor responsabilidad sobre la rendición de cuentas, una representación eficaz, y transparencia son las mejores herramientas para contrarrestar, detectar y mitigar la mencionada influencia.

Ngaire Woods is Dean of the Blavatnik School of Government at the University of Oxford. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

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