Es el poder adquisitivo, ¡estúpidos!

Por fin, parece que todos los partidos políticos se han dado cuenta de que la campaña electoral no pasa por la desmembración de España ni por la política antiterrorista. Unos y otros se han percatado de que lo que realmente preocupa a los ciudadanos es, ahora, la situación económica, y, más que la macroeconomía --de qué nos valdrá todo eso-- importa todo lo que afecta al bolsillo, es decir, el poder adquisitivo de los asalariados. Seguramente por esta razón el vicepresidente de Economía, Pedro Solbes, recomendó en su día al presidente del Gobierno Rodríguez Zapatero --frente a los asesores de la Moncloa, que eran partidarios de agotar la legislatura-- anticipar la convocatoria de elecciones, con el fin de evitar la actual subasta de ofertas concretas destinadas a restituir a las clases medias su anterior capacidad de compra. Precipitadamente, todos se han lanzado a prometer medidas que compensen a los afectados.

La opción era, antes, muy clara. Se trataba de no darse por aludidos en caso de dificultades, de confiar en que la realidad quedara suficientemente camuflada y, si se detectaba algún indicio negativo, llamarle aterrizaje suave, desaceleración saludable o incidente temporal, puntual y coyuntural. Además, la consigna era la de predicar la petulancia infantil y de nuevo rico consistente en presentar a España como la octava potencia mundial; en palabras de Zapatero, un país que juega en la Champions League. Tal como ya proclamaba Aznar con su peculiar jactancia, debería ser admitido en el G-7, el club de los estados más ricos del mundo. Y, tal como decía Zapatero en el mismo tono, el país ha dado il sorpasso a Italia en lo tocante al PIB per cápita, y ahora avisa de que el paso siguiente será tomarle la delantera a Francia. Dejando a un lado el método estadístico del Eurostat, la economía sommersa italiana y el número real de inmigrantes instalados en España, lo cierto es que la actitud de afirmarse como el primero de la clase y de presumir y vanagloriarse de un ranking discutible o inexistente resulta francamente ridícula.

El esquema tranquilizador se completaba con la noción de que cualquier información sobre los problemas existentes era equivalente a un delito de lesa patria, y que los que osaban formular alguna crítica o advertencia eran catastrofistas, derrotistas, agoreros, terroristas verbales y culpables de una profecía autocumplida. Dicho en otros términos, el rey va desnudo pero el niño aún no puede decirlo, porque no conviene y porque el PP intentaría capitalizar un problema inicialmente imprevisto cara a la campaña. De hecho, sería exagerado cargar las tintas y dramatizar unas cuestiones de macroeconomía que de momento no son de extrema gravedad. Igual que parecería excesivo dar validez a la trivialización que hacía el ministro Solbes al culpar a las propinas demasiado generosas de todos nuestros males y al afirmar que todo va bien, porque él ve mucha gente en las autopistas (en Catalunya, claro, porque no tenemos alternativas), los centros comerciales (donde las ventas no alimentarias han quedado por debajo de las expectativas navideñas) y los restaurantes (donde la mayoría de clientes piden el menú de 7 euros).

Parece, así pues, que Gobierno y oposición se aferraban respectivamente a la defensa de unas magnitudes que iban relativamente bien. Pero ambos olvidaban lo que posiblemente será el principal factor de descontento ante las elecciones.

Me refiero a la constante erosión del poder adquisitivo de los asalariados y de las familias que se afanan por llegar a fin de mes.

Voy a intentar, pues, de manera telegráfica, resumir la situación. España es el único país industrializado del mundo en el que durante los últimos 10 años las rentas salariales han perdido peso relativo en el conjunto del PIB. Hace dos años, la hipoteca media era de 1.200 euros mensuales y ahora es de 2.000. El Gobierno dice que la inflación responde a causas exógenas (petróleo, por ejemplo), pero el índice de precios no crece tanto en el resto de países europeos que lo compran en idénticas condiciones. Significa que el propio Gobierno se niega a aceptar la evidencia meridiana de que precisamente él es el principal causante de la inflación y que ha pervertido el concepto de tarifas de servicios públicos y de sectores regulados.

Efectivamente, los monopolios controlados de los poderes públicos (figura que para proteger a los usuarios y consumidores en régimen de mercado cautivo), en el momento de la verdad obtienen permisos para subir los precios muy por encima de los sectores de mercado libre y del IPC. Vean, si no, cómo el 1 de enero nos subieron el canon del agua, los teléfonos, los peajes, la electricidad, el gas natural, el butano, la tarjeta, los taxis, las tarifas de Renfe, etcétera. Y observen también cómo las administraciones siempre deciden a favor de unas empresas concesionarias o adjudicatarias y en contra de los ciudadanos indefensos. Dios aprieta, pero no ahoga, pero el Gobierno, dócil, genuflexo y servil ante los poderes fácticos, que son los que mandan de verdad, sí exprime el limón hasta la última gota al servicio del capitalismo más salvaje y despiadado. Y eso sí que recorta el poder de compra, toca el bolsillo y repercute en las actitudes del electorado.

Francesc Sanuy, abogado.