Es el turno de los anti-antivacunas

Hasta en asuntos de ciencia nos gusta el barullo. ¿Cómo es posible? Explora Kevin Dutton en el libro Blanco o negro la naturaleza que nos conduce sin remedio a las trincheras enfrentadas, a una nada prudencial distancia de los grises y del término medio que explica el crecimiento incansable de la intolerancia y los extremismos.

“Vivimos en un mundo dividido”, escribe el psicólogo británico, que abrazó cierta fama tras publicar La sabiduría de los psicópatas. “Nuestros cerebros vienen equipados con una paleta de formatos. Nuestro rico pasado evolutivo nos ha preparado para trazar líneas. Pero ¿cómo podemos estar seguros de que esas líneas que trazamos son precisas? ¿Y cómo sabemos dónde podemos colocarlas? Simplemente, no podemos estar seguros y no lo sabemos”.

Separar el blanco del negro tenía mucho sentido cuando comenzábamos a sostenernos sobre dos piernas y las amenazas estaban al orden del día y el instinto de supervivencia no se concedía un minuto para el descanso.

Pero ahora, cuando hemos alcanzado un nivel de inteligencia, raciocinio y razonabilidad más o menos encomiable, cuando hemos topado con un buen techo de progreso científico, cultural y tecnológico, estos atajos primitivos nos juegan malas pasadas: sobre todo cuando el sentido común hace sus excepciones.

Tan pronto como se demostró la eficacia de las vacunas diseñadas contra la Covid, subieron al escenario mediático los escépticos y los paranoides. Durante meses fueron poco más que motivo para el cachondeo: para posar con la palma de la mano abierta, con los cinco dedos a la vista de Instagram, por aquello del 5G. Pero a estas alturas, con el surgimiento de mutaciones del coronavirus muy preocupantes, muy contagiosas, muy extendidas, el gesto comienza a torcerse.

Suelen argumentar los antivacunas, y Vox ya ha dejado a las claras que quiere pescar en este caladero, que su voluntad se debe respetar. Que a qué viene tanta fijación si, a fin de cuentas, las vacunas actuales no son neutralizantes (es decir, no impiden que contagies) y no suponen un riesgo para los vacunados, que pueden presumir de su protección muy superior contra este coronavirus. Transmiten, vaya, que los vacunados pueden irse con su fiesta a otra parte.

Ignoran, en cambio, que sus ingresados ocupan más camas UCI en los hospitales y que su falta de defensas convierte su cuerpo en un laboratorio para la mutación. Que crean reservorios idílicos para los deltas y omicrones de mañana y que ponen muy cuesta arriba cerrar el capítulo de la pandemia, que se cobra su precio en vidas y empleos.

Los antivacunas han usado, como adolescentes dominados por las hormonas, los escasos reproches y las muy limitadas medidas coercitivas a su sagrado ejercicio de la libertad individual como persecuciones intolerables, como católicos en el Japón imperial. Lo han convertido, sin oposición, en una cuestión política. Y se han reivindicado, paradójicamente, como víctimas del segregacionismo.

Durante meses se han encontrado con el estoicismo de una mayoría que siguió la lógica científica (vacunar y vacunarse, proteger y protegerse) y que en España se eleva a un porcentaje cercano al 90%. Pero parece evidente que, en países occidentales donde las tasas de vacunación no son tan altas, la paciencia se ha agotado, y que con el fin de la paciencia ha surgido la corriente de los anti-antivacunas.

Con las elecciones a la vuelta de la esquina, en tres meses, Emmanuel Macron sorprendió con unas declaraciones nada comedidas: reconoció que tiene ganas de joder a los no vacunados. Ante la imposibilidad de obligar a todos los ciudadanos a inmunizarse, el presidente de Francia inició una campaña para conseguirlo a su manera. Estableció que no hubiese entrada posible a un restaurante, museo o sala de conciertos, ni al país para los extranjeros, sin la pauta vacunal al día.

Macron sabe bien, como recoge este artículo de The Atlantic, que buena parte de sus ciudadanos están de su lado: la mitad quiere que los antivacunas se costeen sus tratamientos y dos de cada tres apoyan que se les aleje de los espacios compartidos. No es un mal punto de partida para presentarse a las elecciones. Igual que la extrema derecha azuza las críticas contra la política sanitaria de Macron, congregando a decenas de miles de victimizados en las calles de París, el presidente juega sus cartas. Sólo que la mano de Macron, en el país de Pasteur, da más de sí.

El empuje del nuevo movimiento anti-antivacunas ha asomado con fuerza en Australia, sí, como ha comprobado el mejor tenista del Abierto, Novak Djokovic. Después de once largos días de incertidumbre, a la espera de una resolución clara (¿sería la excepción a la norma que impide la entrada al país de los no vacunados?), el Gobierno oceánico lo mandó de vuelta a Serbia. Si nada cambia, correrá la misma suerte en el US Open y Roland Garros.

El primer ministro, Scott Morrison, presumió de su mensaje “al mundo”, que no es tanto al mundo como a sus votantes, y de “una de las tasas de mortalidad más bajas, las recuperaciones económicas más sólidas y las tasas de vacunación más altas del mundo”. ¿Qué ejemplo habría ofrecido a sus gobernados, que han lidiado con durísimas restricciones, de haber hecho lo contrario?

Está por ver cuál será la respuesta de los movimientos antivacunas, asediados cada vez en más países, cuando caigan en la cuenta de que, efectivamente, hay una mayoría agotada que los prefiere aparte. ¿Hará el repudio que se multipliquen? ¿Será otra causa para la polarización? También está por ver si España quedará al margen de la dinámica. No está tan claro. ¿Acaso no decían los comentaristas seis años atrás, con una clarividencia asombrosa, que éramos diferentes y que el lepenismo no tendría homologación en España?

Jorge Raya Pons es periodista.

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